¿ Qué sentido tiene que existan las catástrofes naturales ?
Las catástrofes naturales que vemos en forma de maremotos, inundaciones, terremotos, huracanes, incendios, lluvias ácidas, cambios climáticos, etc, que afectan frecuentemente al Ser humano, siempre vienen a ser un acicate y un motivo para que los afectados, a causa del sufrimiento común, se vean abocados a desarrollar la inteligencia, la paciencia, el altruismo, la abnegación, la ayuda mutua, la piedad, la solidaridad, la fraternidad, y en definitiva, toda una serie de aptitudes positivas necesarias para superar estas situaciones y salir adelante.
A veces estas catástrofes naturales que afectan dolorosamente a pueblos o colectivos, tienen como causa oculta alguna deuda colectiva desde anteriores existencias, tal vez, desde épocas remotas, que afecta a las poblaciones que las sufren, pero desde luego estas “desgracias” naturales nunca suceden por azar o por casualidad, sino que aunque comúnmente no se conozcan los por qué, y la única explicación que se les dé sea la de la casualidad o la mala suerte, el caso es que bajo el punto de vista de un conocimiento espiritual, podremos comprender que con frecuencia son necesarias para la continuidad del proceso evolutivo espiritual en los Seres humanos afectados.
Otras muchas veces, estos fenómenos que suponen las catástrofes naturales y que alteran por sí mismos la fisiología y la ecología de nuestro planeta o de una zona del mismo, tienen que ver con la polución ambiental y con el desvarío humano del cual son su efecto. Asimismo es de señalar que el cambio climático que estamos generando entre todos, aun sabiéndolo pero creyendo que la naturaleza de la Tierra tiene una capacidad casi infinita de regeneración por sí sola, por lo que llevados por nuestra ansia de excesivo bienestar material o por intereses económicos o políticos, y sin tener en cuenta el futuro ambiental que tendrán que afrontar nuestros hijos y nietos, ignorando que podemos ser nosotros mismos en otra nueva vida futura quienes nos encontremos de cara con este mundo difícil que ahora generamos de modo tan egoísta e inconsciente, , sin importarnos otra cosa que la vida del ahora o el momento presente, negándonos que pueda haber un futuro y que ese futuro no es que vaya a afectar solamente a otras generaciones venideras, extrañas, no; es que esas generaciones de un futuro que ahora no consideramos, precisamente estarán formadas por muchos de los que ahora cerramos los ojos a esta realidad cuyas consecuencias algún día recibiremos plenamente. La degradación ambiental con un aumento progresivo y acelerado, viene generada por causas que actualmente estamos poniendo en marcha los humanos sin importarnos las consecuencias, y esto está creándonos un karma colectivo a nivel planetario, que algún día deberemos afrontar cuando, tal vez en otra generación, seamos los protagonistas del sufrimiento de catástrofes que ahora estamos preparando para el futuro, de un modo absurdo e inconsciente.
Jose Luis Martín-
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“Pero el Karma no olvida jamás, ni toma en cuenta el hecho de que los hombres olviden. Si quieres entrar en el Sendero, debes reflexionar en las consecuencias de aquello que haces, para no ser culpable de crueldad inconsciente”
-Krishnamurti-
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LAS AFLICCIONES DEL MUNDO
En conocido pasaje del Evangelio, Jesús dice a Sus discípulos que en el mundo ellos tendrán aflicciones.
Los registros bíblicos confirman la previsión.
Todos los compañeros directos de Jesús enfrentaron grandes padecimientos.
Apenas Juan Evangelista no fue martirizado.
Evidentemente, hubo sensible progreso desde aquella época.
Las costumbres se refinaron y hoy, en amplia mayoría de los países, no se acostumbra ya más a matar a nadie por su fe.
Con todo, la alerta de Cristo permanece actual.
El mensaje cristiano es el de la vida recta y fraterna.
El cristiano debe ser honrado y solidario.
No basta vivir rectamente, siendo necesario amparar a los hermanos de la jornada.
También no adelanta apenas el ser generosos con el semejante.
Es preciso dar al cesar lo que es del Cesar, en el sentido de cumplir rigurosamente los propios deberes.
Ocurre que quien se entretiene con refinamientos, en general, pasa a esperar una conducta idéntica de los que lo rodean.
La criatura rigurosamente honesta ansia por vivir en un medio honesto.
Al desenvolver una sensibilidad más apurada, anhela por la belleza y la suavidad.
Entretanto, el mundo sigue en su propio ritmo.
Un hombre puede apenas dictar la cadencia de su evolución.
En cuanto a los demás, le resta solamente influenciar, más por los ejemplos que por las palabras.
Al final, el libre albedrío es una dádiva de Dios a Sus hijos.
Cada uno es libre para decidir sus caminos y si va apresurar o retardar el paso rumbo a la paz.
Bien se ve como es delicada la posición del genuino cristiano en el mundo.
El elige un ideal sublime, se esfuerza por vivirlo y desea se expanda, en el beneficio general.
Con todo, el mundo no corresponde con satisfacción a ese deseo.
El cristiano necesita ser la sal de la Tierra y la luz del Mundo.
Justamente por eso, no puede apartarse de los hermanos de jornada.
De ahí el que vive honradamente en un mundo corrupto.
Por consecuencia, experimenta continuas aflicciones.
Se aflige por los hijos que no aprovechan la educación recibida y optan por trillar extraños caminos.
Se angustia por el esposo o esposa que no comparte el ideal.
Se irrita por las deslealtades que testimonia en la vida profesional.
Se entristece por la falta de honestidad de políticos y dirigentes públicos.
Entretanto, si la aflicción es esperada, el desanimo no se justifica.
El progreso ocurre lentamente, mas es una ley de la vida.
Las perfectas Leyes Divinas tratan de colocar todo en su lugar, en el lento ciclo de los siglos.
Lo relevante es la paz de conciencia de quien actúa rectamente.
Es la inefable certeza de que transita por fases superiores de la existencia inmortal, en la condición de agente del progreso.
Piense en eso.
Redacción del Momento Espirita
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ALCOHOL, NICOTINA Y UN ACOMPAÑANTE DE MAL GUSTO
Hace ya bastantes meses, una amiga mía, casada con un hombre desde hacía años y al que yo no conocía, me pidió que desempeñara con él una labor detectivesca. En concreto, se trataba de que le vigilara. Ella tenía la sospecha de que desde hacía tiempo, su marido estaba bebiendo más de lo aconsejable y que ello le estaba afectando negativamente a su matrimonio, a su familia y a su vida. Como antiguos camaradas de la infancia, insistió en que yo realizara por ella una tarea que podría resultarle muy ingrata, la de controlar a qué lugares acudía su esposo a tomar alcohol y en qué cantidades lo hacía.
El asunto de mi investigación no pudo empezar peor. Nada más penetrar en aquel “antro”, una neblina que se extendía por los rincones de aquel local golpeó mi vista. No estaba ocasionada solo por el humo de los que fumaban, sino también por las densas vibraciones que en esa cargada atmósfera reinaba. Me senté en una de sus mesas con un periódico entre mis manos a modo de entretenimiento y para pasar algo inadvertido, pedí una consumición mientras esperaba la llegada de aquel sujeto.
Transcurrieron unos minutos en los que trataba de examinar el ambiente allí imperante. Era un lugar antiguo de los que abundan en numerosas ciudades, donde mucha gente podía permanecer horas y horas sentada o de pie en la barra, con su vista fijada en un punto perdido y ensimismados en sus propios pensamientos mientras el alcohol fluía por sus venas y el humo del tabaco entraba y salía de sus pulmones. Muchos de ellos ni siquiera decían nada, pues solos, parloteaban consigo mismos en extraños soliloquios de difícil comprensión.
Vaporosas formas que tornaban de aspecto, a cuál de ellas más espeluznante, se situaban al lado de los encarnados, en unos casos “atravesándolos” para succionar mejor sus exhalaciones y en otros, contemplándolos muy de cerca e imitando juguetonamente sus mismos gestos, como si resultaran sus propios “dobles”, eso sí, de una película de terror en la que no existía director de escena.
Pasado un rato más amplio y cada vez más incómodo por la cinta de miedo que ante mis ojos se mostraba, al fin entró allí la persona en cuestión. Lamentablemente, el marido de mi buena amiga contaba con el dudoso “honor” de transportar, cual polizón embarcado, a una de esas entidades a cuestas. Tal sería la fuerza de esta, que cuando una de las criaturas que pululaba cerca del mostrador se interesó por aproximarse a ese sujeto, aquel ser monstruoso, en inesperada señal de poderío, le “arañó” literalmente el rostro de forma tan agresiva, que esta última desapareció por una de las paredes de aquel antro con una mueca de pavor en su deformado semblante para no regresar más.
El individuo pidió una copa y encendió un cigarro que aspiraba como si fuera el último de su vida. Y otra bebida, y otra consumición, y más tabaco a su boca. Mirándolo de modo que yo podía observarlo sin que él se percatara de mí, vapores cada vez más densos se desprendían de su organismo conforme avanzaba el tiempo. Estos se asemejaban a ondas emanadas procedentes del alcohol ingerido que en forma de extraños anillos concéntricos se desprendían del centro de su cuerpo. A ello se unía, por si fuera poco, el efecto de la niebla siniestra que provenía de su pecho cada vez que el sujeto en cuestión daba una calada a su pitillo, mientras que una negra bocanada, llena de miles de puntitos negros, era exhalada por entre sus dientes.
Aquel esposo aparentaba más de medio siglo, aunque yo ya sabía que su edad era menor, hallándose avejentado y arrugado, con su espalda encorvada, no solo por los vaivenes de la vida sino también por el peso adicional que cargaba sobre sus hombros al persistir en tan obsesivo ritual, el que constituía la visita diaria a aquel tétrico espacio.
Cuando ya me encontraba “contaminado” de tan pésimas vibraciones y exhausto por el trabajo que me habían asignado, a punto de abandonar aquella misión tan poco recomendable, ese hombre se levantó del taburete, engulló su último trago y aspiró como angustiado el postrer sabor de la nicotina. Fue entonces cuando el ser viscoso que le acompañaba, de tonalidad cambiante entre una amplia gama de acentos grisáceos, dio un brinco fuerte hasta encaramarse a sus espaldas a fin de que lo llevara a cuestas.
Aquella extraña criatura que había permanecido en el local de pie, a escasa distancia del hombre, debía sentirse satisfecha y tal vez saciada, ya que había estado induciéndole en todo momento a que pidiera una nueva consumición. Por eso, mostró una perversa sonrisa cuando el esposo de mi amiga se dirigió a la puerta para salir, aunque rápidamente tal gesto se transformó en una serie de gruñidos y ruidos incomprensibles que yo no acertaba a descifrar.
Con la curiosidad instalada en mi mente, a pesar del disgusto por la visión de tan escabrosa escena, me levanté dispuesto a seguir a aquella persona y a su silueta acompañante, incorporada a su columna vertebral sin haber sido “invitada” formalmente, aunque sí convocado por las vibraciones de etanol y nicotina que desprendía. Era repugnante, pero incluso aupado a su dorsal, ese ser no permanecía quieto y mientras el encarnado daba sus primeros pasos por la calle, el “otro” se mantenía atento a las espiraciones de su “anfitrión”, de modo que cuando este arrojaba aire por su boca, movía su cabeza hacia su nariz o labios intentando aspirar cuanto podía de aquel humo negruzco que emitía al respirar.
Al verlo andando, noté al individuo cansado, cada vez más doblado y con su cabeza gacha. Tenía claro que su inclinación era la consecuencia de la tenaz presencia de aquella criatura sobre sus espaldas desde hacía demasiado tiempo. Tratábase de un maligno juego en el que la “sombra” seducía con sus mejores “armas” mentales y el otro se dejaba seducir, preso de una deplorable receptividad a la influencia del espectro. Tras avanzar algunos metros, el hombre miró su reloj, como intentando ubicarse en el tiempo para ver qué hacía. Su entidad adlátere, que se encontraba instalada cómodamente alrededor de su cuello, incorporó de pronto su testa con signo de preocupación y yo, que caminaba algo más atrasado, pude darme cuenta de cómo le susurraba algo en el oído. No distinguí lo que le comentó, pero al momento lo supe por la reacción del encarnado.
La persona cruzó de forma brusca la avenida, cambiando en ángulo recto sus andares y clavando su mirada en un letrero grande que se exhibía antes sus ojos al otro lado de la calzada. ¿Será posible? - me dije yo, entre enfadado y sorprendido. ¡Otro bar! – exclamé ya en voz alta. Ahora, ya sabía lo que el “huésped” había recitado en la oreja de su “posadero”. Este último no titubeó y condujo sus pasos hacia el local donde finalmente se introdujo. No quise ser testigo durante más tiempo de aquella lamentable escena. Definitivamente, ya había tenido bastante con lo visto. La “gárgola” no se dio cuenta de mi presencia y siguió a lo suyo, respirando y tragando lo que el hombre exhalaba de su físico en forma de vapores cada vez más densos y viscosos.
Me volví a casa, meditando sobre la intensa experiencia vivida y llegué por el camino a la conclusión, de que la falta de responsabilidad era el eje principal sobre el que rotaban las miras de ese individuo. Si todos los días, compulsivamente, repetía el ritual descrito ¿cómo iba a responder a los compromisos de la vida? ¿Con qué fuerzas iba a arrostrar el desempeño de un trabajo, la educación de unos hijos o una historia compartida en pareja? Este sujeto, se iba quitando de encima a manotazos, como espantamos las molestas moscas del verano, cualquier tipo de obligación que la propia existencia le demandaba. ¿Por qué se dejaba atraer a la oscuridad aun sabiendo que se estaba destrozando a sí mismo y a cuantos rodeaba? La clave estaba en la palabra antes citada: responsabilidad. Y pensé: ¿qué estaba evitando al consumir de ese modo? Con la ingesta abusiva no buscaba nada, tan solo rehuía, eludía sus deberes, algo imposible para un ser humano en condiciones normales. Expresado de otra manera: a pesar del supuesto “placer” que se atribuye al uso de estas sustancias, lo esencial era reflexionar para saber exactamente de qué se estaba librando aquel sujeto con su conducta abusiva. Sabía que si lograba responder a este interrogante hallaría un poco de luz entre las penumbras de su confusión.
Sumido, jornada a jornada, en los vapores paralizantes del alcohol y bajo los efectos del alquitrán pegajoso que se adhería a las paredes de sus pulmones, su vitalidad se apagaba a marchas forzadas y se sumergía en una espiral autodestructiva de la que poco podía esperarse, salvo su aniquilación. Cada hora, cada minuto, su conciencia, aunque enturbiada por la secuela de la droga, le advertía sobre un negro porvenir, sobre la imperiosa necesidad de cambiar el rumbo de su vida, pero tristemente, cuanto más le golpeaba aquella en su interior, más deseos de consumir le daban, azuzado por la tenebrosa influencia de su acompañante, el cual le empujaba a beber y fumar para esquivar los tremendos aguijones con los que su guía interior le punzaba a las puertas de su casa.
Todas las alboradas, al levantarse y mirarse al espejo y todas las noches en sueños, al agitarse en su cama, vislumbraba la seria figura de un cartero que depositaba cuidadosamente en su buzón una carta en sobre blanco, cuyo mensaje de advertencia ya conocía desde hacía años. Se trataba del aviso más importante que podía recibir en medio del caos en el que se había sumido su triste sino.
Su espíritu protector derramaba lágrimas por él, viendo cómo su tutelado desperdiciaba en un bucle trágico las inmensas oportunidades que el destino había situado frente a él; una mujer que le amaba, unos hijos a los que amparar, unas manos maravillosas con las que servir a los demás, pero a pesar de sus deseos y de su altura moral, el ángel conocía de su imposibilidad para inmiscuirse en el libre albedrío de su protegido. Solo insistía en silbarle en sus adentros, mensajes reiterados de amor e ilusión, mas un oído sordo y una mente embrutecida por los vapores de la toxicidad, difícilmente atisbarían el afecto contenido en tales anuncios. Incluso en el mundo onírico, veía cómo jamás abría las misivas que le remitía, precisamente porque conocía de su contenido y no deseaba renunciar a la insensatez de su vida. La droga era la tupida venda que cubría su vista, el mejor “remedio” para acallar la voz interna de la vergüenza y para silenciar el afán inquebrantable de su ángel por sacarlo del pozo de sus ruinas.
Cuando meses después, supe de su fallecimiento hospitalario, acosado por un enfisema pulmonar y por una disfunción hepática, tan solo oré por él, rogando para que en su próxima encarnación, Dios le proporcionara las suficientes fuerzas para acometer las dificultosas pruebas a las que habría de enfrentarse. También lloré por el agotamiento que sufriría su celeste guardián, al ver cómo se habían malogrado sus múltiples tentativas por liberar a aquel hombre de las cadenas de la esclavitud, las que le mantenían atado a tan venenosas sustancias. Sin embargo y al tiempo, le envié un mensaje de ánimo desde lo más profundo de mi corazón porque yo sabía que el ángel había triunfado finalmente, pues realizó todo lo que estuvo en sus manos para levantar al ser cuyo cuidado le habían asignado.
Esta fue la triste historia de un hombre cualquiera, de ciudad anónima pero de evidente involución. En un mundo expiatorio y atribulado, no quiso superar las pruebas que la existencia había dibujado en el lienzo de sus días. Prefirió la inconsciencia del abandono a la lucidez de la responsabilidad, el placer temporal de la irreflexión al gobierno de su propia nave. Al regresar a la carne, habría de afrontar nuevos retos más difíciles, para así retomar su camino de progreso, justo donde lo había abandonado, al iniciar su trágica representación de un suicidio indirecto, aquel que protagonizan millones de almas diariamente, cuando desprecian el don más sublime que el Creador otorgó a sus criaturas: la vida.
PUBLICADO POR José Manuel Fernández
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MUNDOS
De la enseñanza impartida por los espíritus resulta que los diversos mundos se encuentran en condiciones muy diferentes los unos de los otros, en lo que atañe al grado de adelanto o de inferioridad de sus moradores.
En el conjunto los hay cuyos habitantes son todavía inferiores a los de la Tierra, tanto en lo físico como en lo moral. Otros se encuentran en el mismo nivel que nuestro globo, y otros le son superiores bajo todos conceptos, en grado mayor o menor.
En los mundos inferiores la existencia es enteramente material, las pasiones reinan en ellos como soberanas, la vida moral es casi nula. Conforme esta última se va desarrollando, el influjo de la materia disminuye, de manera que en los mundos más adelantados la vida es, si así vale decirlo, del todo espiritual.
En los globos intermedios el bien y el mal se hallan mezclados, predominando uno u otro, según el grado de progreso de cada cual. Si bien no es posible hacer una clasificación absoluta de los diversos mundos, se puede, sin embargo, en virtud de su estado y de su destino, y basándose en los matices más destacados, dividirlos de una manera general como sigue:
1- Los mundos primitivos, dedicados a las primeras encarnaciones del alma humana.
2- Mundos de expiaciones y pruebas, en que el mal se enseñorea.
3- Mundos regeneradores, donde las almas que tienen todavía que expiar, cobran nuevas fuerzas, aun al descansar de las fatigas de la lucha.
4- Mundos felices, en que el bien predomina sobre el mal.
5- Mundos celestiales o divinos, morada de los espíritus depurados, donde el bien reina en absoluto. La Tierra pertenece a la segunda categoría, la de los mundos de expiación y pruebas, por eso en ella el hombre está expuesto a tantas miserias.
Los espíritus encarnados en un mundo no están en manera alguna, ligados a él indefinidamente y no cumplen allí todas las fases progresivas que deben superar para llegar a la perfección.
Cuando alcanzan en cierto globo, el grado de progreso que en él hay, pasan a otro más evolucionado, y así por el estilo, hasta que conquistan el estado de espíritus puros.
Son para ellos otras tantas estaciones, en cada una de las cuales encuentran elementos de progreso apropiados a su adelanto. Para ellos constituye una recompensa el hecho de pasar a un mundo de orden más elevado, así como representa un castigo el que prolongue su permanencia en un mundo de infelicidad, o el ser relegados a un globo más desventurado aún que aquel que se han visto obligados a dejar cuando se obstinaron en el mal.
Autor desconocido
Adaptación: Oswaldo E. Porras Dorta
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