lunes, 31 de enero de 2011

Sincronicidad

El tiempo no es neutro. Decimos que fluye, y fluir implica una dirección, así como también un lugar en donde termina el viaje. Para la mente humana, el tiempo siempre ha fluido hacia nosotros, que somos el punto final de todos estos miles de millones de años de evolución. Dios nos ha desplegado el tiempo, mientras continúa desplegando la vida de cada persona para que tenga una finalidad para desvelarse. Al menos ésta era la antigua creencia, pero sostener que Dios, un ser intemporal, está sentado fuera del universo y planifica el tiempo de la creación ya no es sostenible.

En lugar de esto, suponemos que lo que rige es la aleatoriedad. La ciencia ha ofrecido la teoría del caos para demostrar que el desorden radica en el corazón de la naturaleza.

 Como ya hemos visto, cada objeto puede reducirse a un torbellino de energía que no tiene otro modelo que un remolino de humo de tabaco. La cosmovisión científica nos dice que los acontecimientos no están organizados por ningún tipo de fuerza exterior, pero una coincidencia nos indica algo distinto: es como un momentáneo respiro del caos. Cuando dos extraños se conocen y descubren por casualidad que se llaman igual o que tienen el mismo número de teléfono, cuando alguien decide en el último minuto no subirse en un avión que luego se estrellará, o cuando tiene lugar cualquier serie de acontecimientos que son los necesarios para llegar a un resultado, parece como si actuase algo más que la simple coincidencia. Jung inventó el término sincronicidad para cubrir estas «coincidencias significativas» y el término ha arraigado incluso aunque no arroje mucha luz sobre el misterio. ¿Qué fuerza exterior puede organizar el tiempo de tal forma que dos cosas se encuentren, como el Titanic y el iceberg, con tan gran sentido de la fatalidad?

Mi propia vida ha sido tocada a menudo por la sincronicidad, hasta el punto de que ahora subo a un avión esperando que el pasajero que se sentará a mi lado sea sorprendentemente importante para mí, aunque sólo sea la voz que necesito para resolver un problema o un cabo suelto en una transacción que debe producirse. Una vez, un consultor me llamó al teléfono móvil con planes entusiastas para fabricar una nueva y saludable línea de infusiones. Como yo estaba llegando tarde a coger un avión no podía hablar y, en todo caso, la propuesta parecía en aquel momento traída por los pelos y más bien impracticable. La azafata me guió hasta el último asiento libre en un vuelo totalmente lleno y, como por designio, el desconocido que estaba junto a mí era un mayorista de infusiones.

Por lo tanto, mis pensamientos en este asunto son muy personales: creo que todas las coincidencias son mensajes de lo no manifiesto, como ángeles sin alas. O, dicho de otro modo, interrupciones repentinas de vida superficial a un nivel más profundo. Sin embargo, del lado científico, también sospecho que no hay ningún tipo de coincidencias y que la sincronicidad está incorporada a nosotros a nivel genético, pero nuestras mentes inconscientes han elegido ignorar este hecho porque no admitimos que nuestras vidas se equilibren en el filo del tiempo.

De una forma que nadie ha explicado satisfactoriamente, nuestro ADN está simultáneamente dentro y fuera del tiempo. Está en el tiempo porque todos los procesos corporales se hallan sujetos a ciclos y ritmos, y sin embargo el ADN está mucho más aislado que otros productos químicos de cualquier otra parte del cuerpo. Como una abeja reina en su cámara, nuestro ADN queda aislado dentro del núcleo de la célula y el 99 por ciento de nuestro material genético yace durmiendo o inactivo hasta que sea necesario desenrollarse y dividirse para crear una imagen reflejo de sí mismo.

El ADN inactivo es químicamente inerte y es aquí donde el tiempo se vuelve más ambiguo. ¿Cómo y cuándo decide despertar un producto químico inerte?

Para un niño al que se le caen los dientes de leche y los sustituye por los definitivos, el ADN tiene que saber mucho del paso del tiempo. Esto mismo es válido para cualquier proceso que debe producirse a tiempo, como la maduración del sistema inmunológico, aprender a andar y a hablar o la larga gestación del feto en el útero. La misma muerte podría ser una respuesta genética codificada en nuestras células con un horario escondido, de acuerdo con la teoría de que nuestros antepasados 141 no pudieron permitirse una vida tan larga. Una tribu de miembros jóvenes en su mayoría y capaces de reproducirse estaba mejor capacitada para luchar y obtener comida que otra que tuviese que llevar la carga de un número excesivo de personas viejas. El ADN podría haberse encargado de resolver el dilema programando su propio declive y fallecimiento, tal como lo hace la hierba con las primeras heladas, para garantizar la supervivencia de las especies al precio de los individuos.

Esta especulación, aunque sea fascinante, suscita la pregunta principal: ¿cómo puede tener sentido del tiempo el ADN si vive en un mundo puramente químico, rodeado de células flotantes? Es muy cierto que cada célula mantiene una secuencia increíblemente compleja de reacciones químicas, pero lo maravilloso es que una célula respira, se alimenta, excreta residuos, se divide y se cura mientras va viviendo en la cola de espera de la muerte, ya que sobre cada célula pende constantemente una sentencia de muerte. Esta sentencia viene impuesta por el hecho de que una célula no puede almacenar reservas de oxígeno y nutrientes, sino que depende enteramente de lo que le llega. Las células se sitúan en la vanguardia de la vida, y almacenan el alimento y el aire precisos para tres segundos; no pueden esperar que les llegue nada con retraso porque un fallo en la eficiencia sería instantáneamente fatal.

Los investigadores pueden aislar las enzimas y los péptidos que llevan los mensajes necesarios para activar cualquier proceso en una célula o para terminarlo, aunque esto no nos dice realmente quién decide enviar los mensajes en primer lugar o de qué modo millones de señales se las arreglan para permanecer coordinadas de forma tan precisa. De todos modos, fundamentalmente, todos los mensajes se los envía el ADN a sí mismo.

Si miramos al interior de nuestros cuerpos, podemos suponer que el ADN tuvo que evolucionar en un mundo aleatorio. Incluso en este mismo momento, es poco predecible cómo asaltará el entorno a nuestro cuerpo: los rayos cósmicos penetran al azar en nuestras células en un bombardeo que podría dañar nuestros genes; como resultado de una desgracia o de accidentes, las células pueden sufrir mutaciones aleatorias; y nadie le garantiza a nuestro ADN que tendrá alimento, agua y temperatura predecibles, sin mencionar cualquier entrada repentina de nuevas toxinas o de agentes contaminantes de todo tipo.

Imaginemos los filamentos ancestrales del ADN intentando sobrevivir en condiciones mucho peores, cuando un joven planeta Tierra se convulsionaba entre extremos de calor y frío, en una atmósfera cargada eléctricamente de tormentas y llena de gas metano. De una manera u otra, el ADN no sólo sobrevivió a condiciones que nos hubieran matado en cuestión de días u horas, sino que evolucionó de tal forma que cuando este entorno hostil cambió y se hizo más benigno, nuestros genes también se hallaban preparados para ello.

A excepción de la rotación del planeta y de los cambios de las estaciones, el ADN no estaba expuesto a un mundo con una' cronología precisa, y sin embargo llegamos a la conclusión de que cuando el ADN dio el inmenso paso de aprender a reproducirse a sí mismo, también aprendió a dominar el tiempo. Por extraño que parezca, las partículas de ácido nucleico aprendieron a leer un reloj con una exactitud de milésimas de segundo y ningún trauma del mundo exterior ha podido hacer mella en esta capacidad, porque el dominio que el ADN tiene del tiempo está tejido en la textura de la vida misma.

Habiendo visto esto, ya no quedamos muy lejos del salto a la sincronicidad. Sólo necesitaremos añadir el ingrediente subjetivo, que es que el tiempo ha sido ordenado para beneficiarnos a nosotros y no sólo a nuestros genes. ¿No nos ha ocurrido a todos alguna vez que hemos estado dándole vueltas a un problema y, al poner en marcha el televisor, las primeras palabras que hemos oído nos han dado repentinamente la solución? Un amigo mío estaba un día en la cola de la parada del autobús pensando si debía atender o no el consejo de cierto maestro espiritual, cuando un hombre que estaba delante de él en la cola se volvió de repente sin previo aviso y le dijo: «Confíe en él.» Los mensajes vienen desde un nivel de la mente que conoce la vida como un todo y, en el fondo, tendremos que decir que estamos todos comunicando con nosotros mismos, y que el todo está hablando a la parte. La sincronicidad sale al exterior del cerebro y trabaja desde una perspectiva más amplia.

Si eliminamos la mente de la ecuación tampoco obtendremos resultados porque la única alternativa es la probabilidad. A mediados de los años ochenta, un hombre de Canadá ganó la lotería nacional dos años seguidos. Como sabemos cuántos números se venden, podemos calcular con toda precisión las probabilidades en contra de que esto sucediera, y la respuesta es de billones y 142 billones contra una; en realidad la cifra exacta que se dio superaba al del número de estrellas en el universo. Una razón por la cual Jung inventó una nueva palabra para estas coincidencias significativas es que la forma normal y racional de explicarlas resultaba demasiado difícil de manejar.

Si estoy sentado en un avión al lado de un desconocido que está buscando cierta idea para publicar un libro y resulta que es exactamente la idea en la que yo estoy trabajando, es evidente que no nos sirve de nada la explicación de probabilidades estadísticas.

Aunque no es fácil de calcular, las probabilidades de que sucedan la mayoría de acontecimientos sincrónicos son ridículas. Cada vez que dos personas se conocen y descubren que se llaman igual o que tienen el mismo número de teléfono, las probabilidades de que se encuentren son de millones contra una. Sin embargo esto sucede, y la explicación más sencilla y que tiene más sentido que los números aleatorios es que tenían que encontrarse, aunque es evidente que este razonamiento no es nada científico. Sin embargo, en la realidad espiritual, todo sucede literalmente porque así tiene que ser. El mundo es un lugar muy útil en el que cada uno de nosotros se afana por las finalidades de su propia vida, pero en los momentos de sincronicidad tenemos una evidencia de lo conectadas que están nuestras vidas y de lo completamente entretejidas que están en el infinito tapiz de la existencia.

Yo creo que, como en el futuro se le dará más credibilidad al espíritu, el término sincronicidad pasará de moda y nuestros descendientes darán por sentado que todos los acontecimientos están organizados según unos modelos determinados. Todos nosotros, igual que nuestro ADN, hemos fluido con el río del tiempo y hemos estado, al mismo tiempo, sentados en los bancos viéndolo pasar, pero es sólo fuera del tiempo donde podemos ver nuestra inteligencia más profunda, porque en el grueso de las cosas el tiempo capta nuestra atención y nos arrastra a este tejido. Cuando consideramos que podríamos estar tejiendo la tela, pero desde otro nivel de realidad, se abre la posibilidad de que Dios comparta esta tarea con nosotros.

Estamos construyendo el argumento de que cada aspecto de la creación nos necesita a título de co-creadores, y esta noción hace mayor y más probable la intimidad con Dios.


Deepak Chopra de su libro "Conocer a Dios"

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