Las causas de la felicidad no se encuentran en lugares determinados del espacio.Ellas están en nosotros, en las profundidades del alma.
“El reino de los cielos está dentro de vosotros”, dijo el Cristo.
Tal premisa es confirmada por varias otras doctrinas.
Es en la vida íntima, en el desarrollo de nuestras facultades, de nuestras virtudes, en donde está el manantial de las felicidades futuras.
Miremos atentamente para el fondo de nosotros mismos.
Cerremos, por algunos instantes, nuestra atención a las cosas externas.
Después de haber habituado nuestros sentidos al silencio, seremos capaces de oír voces fortalecedoras y consoladoras. Las voces de nuestras propias conciencias.Hay pocos hombres que saben oír sus propios pensamientos.
Raros son aquellos capaces de reconocer y explorar los propios potenciales.
Generalmente algunos de nosotros gastamos la vida en cosas banales, improductivas.
Recorremos el camino de la existencia sin saber nada al respecto de nosotros mismos, de nuestras riquezas íntimas. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo podremos valernos de nuestras capacidades, orientándolas para un ideal elevado?
¡Por la voluntad!
En la mayor parte de los hombres los pensamientos fluctúan sin cesar.Su movilidad constante y su variedad infinita ofrecen un pequeño acceso a las influencias superiores.
Es preciso saber concentrarse, colocando el pensamiento en sintonía con el pensamiento divino. Sólo así el alma humana podrá ser envuelta por el espíritu divino, volviéndola, de esa forma, apta para realizar nobles tareas.
La voluntad es la mayor de todas las potencias y su poder es ilimitado.Su acción es comparable a la de un imán.
El hombre, consciente de sí mismo y de sus recursos latentes, siente crecer sus fuerzas en la razón de los esfuerzos que desarrollan en determinado sentido.
Sabe que, todo lo que de bien y de bueno desea ha de realizarse más pronto o más tarde, en esta o en otra existencia futura, cuando su pensamiento estuviera de acuerdo con las leyes divinas.
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Como es bello y consolador poder decir: Conozco la grandeza y la fuerza que habita en mí.
Ellas han de ser mi amparo y mi seguridad, en todos los instantes de mi vida.
Con el auxilio de Dios y de los benefactores espirituales, he de elevarme por encima de todas las dificultades.
Venceré el mal que aun hay en mí.
Soltaré todo lo que me amarra a las cosas groseras de este mundo, para levantar el vuelo en dirección a estadios más felices.
Veo claramente el largo camino a ser recorrido.
Nada, sin embargo, podrá impedirme de proseguir en este camino.
Tengo una guía segura que es la voluntad de ennoblecerme y elevarme.
He de conservarme firme e inalterable, siempre adelante.
Con mi voluntad conquistaré la plenitud de la existencia.
Haré de mí una criatura mejor.
Para eso, basta que yo quiera alcanzar toda esa ventura con energía y con constancia.
Y digo, para mí mismo, clamando por mi elevación poniéndome en marcha, apresurándome para la conquista de mi propio destino: la felicidad verdadera.
Equipo de Redacción del Momento Espírita, con base en la tercera parte, ítem XX, del libro El Problema del Ser, del Destino y del Dolor de León Denis.
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