viernes, 11 de noviembre de 2011

El deber





El deber es el conjunto de prescripciones de la ley moral, la regla de conducta del hombre en sus relaciones con sus semejantes y con el Universo entero. Noble y santa figura, se cierne por encima de la humanidad, inspira los grandes sacrificios, las puras abnegaciones y los hermosos entusiasmos. 


Sonriente para unos, temible para otros,siempre inflexible se alza ante nosotros y nos muestra la escala del progreso cuyas gradas
se pierden en las alturas inconmensurables.El deber no es idéntico para todos. Varía, según nuestra condición y nuestro saber.


Cuanto más nos elevamos, más grandeza, majestad y extensión adquiere a nuestros ojos.


Y siempre su culto es dulce y bueno, y la sumisión a sus leyes es fértil en goces íntimos a los que nada puede igualar.


Por muy oscura que sea la condición del hombre, por muy humilde que sea su suerte,el deber domina y ennoblece su vida. A él debemos esa serenidad del Espíritu, esa calma interior, más preciosa que todos los bienes de la Tierra, que podemos gustar hasta en el
seno de los sufrimientos, y que nuestro destino debe seguir su línea rigurosa; pero podemos siempre, aun en medio de las tempestades, asegurarnos la paz de la conciencia, la satisfacción que a nosotros mismos brinda el cumplimiento del deber.


El sentimiento del deber echa raíces profundas en todo Espíritu elevado. Éste recorre su camino sin esfuerzo; por una tendencia natural, resultado de los progresos adquiridos, se aparta de las cosas viles y orienta hacia el bien los impulsos de su Ser. El deber se
convierte entonces en una obligación de todos los instantes, en la condición misma de la existencia, en un poder al cual nos sentimos indisolublemente ligados, tanto en la vida como en la muerte.


El deber tiene formas múltiples. Existe el deber para con nosotros mismos, que consiste en respetarnos, en gobernarnos con cordura, en no querer, en no realizar sino lo que es digno, útil y bueno. Existe el deber profesional, el cual exige que cumplamos con conciencia las obligaciones de nuestro cargo. Existe el deber social, que nos invita a amar a los hombres, a trabajar por ellos, a servir fielmente a nuestro país y a la humanidad.


Existe el deber para con Dios. El deber no tiene límites. Siempre puede mejorarse, y en la inmolación de sí mismo el Ser encuentra el medio más seguro de engrandecerse y de purificarse.


La honradez es la esencia misma del hombre moral. En cuanto se aparta de ella, es desgraciado. El hombre honrado hace el bien por el bien, sin buscar aprobación ni recompensa. Ignorando el odio y la venganza, olvida las ofensas y perdona a sus enemigos.


Es bienhechor para todos y caritativo para con los humildes. En todo hombre ve a un hermano, cualquiera sea su país y cualquiera sea su fe. Lleno de tolerancia, respeta las creencias sinceras, disculpa los defectos de los demás, hace resaltar sus virtudes y no
murmura nunca. Usa con moderación de los bienes que la vida le concede, los consagra al mejoramiento social, y, en la pobreza, no envidia a nadie.


La honradez ante el mundo no es siempre la honradez según las leyes divinas. La opinión pública tiene su valor; hace más dulce la práctica del bien, pero no se la puede considerar como infalible. El hombre sensato no la desdeña, sin duda; pero cuando es injusta o insuficiente, prescinde de ella y ajusta su deber a una regla más segura. El mérito y la virtud quedan a veces desconocidos en la Tierra y los juicios de la muchedumbre son influidos con frecuencia por sus pasiones y por sus intereses materiales. Ante todo,el hombre honrado busca su propia estimación y la aprobación de su conciencia.


El que ha sabido comprender todo el alcance moral de la enseñanza de los Espíritus tiene del deber una concepción más alta aún. Sabe que la responsabilidad es correlativa con el saber; que la posesión de los secretos de ultratumba le impone la obligación de trabajar con más energía por su mejoramiento y e de sus hermanos. Las voces de lo alto han hecho vibrar en él sus ecos y han despertado fuerzas que duermen en la mayor parte de los hombres, solicitándole poderosamente en su marcha ascensional. Un noble ideal le estimula y le atormenta a la vez, y hace de él la irrisión de los malos, pero él no lo cambiaría por todos los tesoros de un imperio. La práctica de la caridad se le ha hecho fácil. Le ha enseñado a desarrollar su sensibilidad y sus cualidades afectivas. Compasivo y bueno, sufre por todos los males de la humanidad; quiere compartir con sus compañeros de infortunio las esperanzas que a él le sostienen; quisiera enjugar todas las lágrimas, curar todas las llagas, suprimir todos los dolores...
La práctica constante del deber nos conduce al perfeccionamiento. Para acelerar éste,conviene primero estudiarse a sí mismo con atención y someter nuestros actos a un juicio escrupuloso. No se puede remediar el mal sin conocerlo.


Podemos, incluso, estudiarnos en los demás hombres. Si cualquier vicio, si cualquier enojoso defecto nos choca en ellos, indaguemos con cuidado si existe en nosotros un germen idéntico, y, si lo descubrimos, dediquémonos a arrancárnoslo.


Consideremos nuestra alma como lo que es realmente, es decir, una obra admirable,aunque muy imperfecta, y hemos de notar que estamos en el deber de embellecerla y adornarla sin cesar. Este pensamiento de nuestra imperfección nos hará más modestos y
alejará de nosotros la presunción y la necia vanidad.


Sometámonos a una disciplina rigurosa. Como se dan al arbusto la forma y la dirección convenientes, podemos también modificar las tendencias de nuestro Ser moral.


La costumbre del bien hace cómoda su práctica. Sólo los primeros esfuerzos son penosos.


Aprendamos, ante todo, a dominarnos. Las impresiones son fugitivas y cambiantes; la voluntad es el fondo sólido del alma. Aprendamos a gobernar esa voluntad, a hacernos dueños de nuestras impresiones, a no dejarnos nunca dominar por ellas.


El hombre no debe aislarse de sus semejantes. Le importa, sin embargo, escoger sus relaciones, sus amigos, decidirse a vivir en un ambiente honrado y puro donde no reinen más que las buenas influencias, donde sólo existan fluidos tranquilos y bienhechores.


Evitemos las conversaciones frívolas, las charlas ociosas que conducen a la maledicencia. Cualquiera que pueda ser el resultado, digamos siempre la verdad.


Sumerjámonos con frecuencia en el estudio y el recogimiento. El alma encuentra así nuevas fuerzas y nuevas luces. Que podamos decirnos al final da cada día: “He hecho una obra útil, he logrado un éxito sobre mí mismo, he socorrido, he consolado a los desgraciados, he esclarecido a mis hermanos, he trabajado por hacerlos mejores, he cumplido con mi deber”.
De El Camino Recto, de León Denis

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