EN EL GRAN PROGRAMA
Luis Carlos Formiga
¿Qué hacer para ser incluidos por la Espiritualidad Mayor en el gran programa de los trabajadores del Bien, en esta hora de transición?
José del Patrocinio (1) nos afirma que Espíritus Nobles celan por el equilibrio, por la prudencia y por el orden, en este momento en el que estamos siendo focalizados por las lentes de los otros pueblos. Nos alerta de que somos observados por diversos espíritus, organizados, adversarios, que desean desmoralizar el Programa de Jesús en Brasil.
Nos advierte para que vayamos a caer en la celada de la indignación, contra los mal efectos que observamos, bajando el patrón vibratorio por la demencia pasajera, de la ira y de la cólera, (2) cuando entonces nos desequilibramos.
Nos dice que los cambios son necesarios, más que la prudencia pueda conducirnos con equilibrio.
Estimulando nuestra atención, con la prudencia y el cuidado, nos informa de la existencia de un programa de trabajo organizado, visando establecer protección advenida de las fuerzas de la luz. Son puntos estratégicos en las ciudades y en los ambientes de los juegos. ¿Cómo podríamos ayudar?
El Espíritu nos responde diciendo que debemos habituarnos, en estos días, a amanecer orando por la Patria, que mentalicemos la paz durante el día y, al adormecer, oremos por el equilibrio en la patria.
Nos advierte comentar el mal, ya es propagar el mal. Que por el contrario, hemos de procurar ofrecer el mejor ambiente vibratorio de belleza espiritual a los otros pueblos.
De esta forma, estaremos siendo incluidos, aunque espíritus pequeños y humildes, un cisco de Francisco (3), en el gran programa de los trabajadores del Bien.
No solo el alcohol nos desequilibra. Cuidado con la “Ira santa”. En estas horas más difíciles, oremos (4) “Para que el Señor nos conceda, la serenidad necesaria para aceptar las cosas que no podemos modificar, coraje para modificar aquellas que podemos y la sabiduría para distinguir unas de las otras. “
Al final, si el Evangelio es el corazón de la Biblia y el Sermón de la Montaña es el alma del Evangelio, como dice Rhoden, bienaventurados los que son blandos y pacíficos
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EL EVANGELIO EN EL ESPIRITISMO
El Espiritismo evangélico es el Consolador prometido por Jesús, que, mediante la voz de los seres redimidos, difunde las luces divinas por la Tierra entera, restableciendo la verdad y alzando el velo que cubre las enseñanzas, en cuanto Cristianismo redivivo, con el objeto de que los hombres despierten a la era grandiosa de la comprensión espiritual con Cristo.
Igual que Jesús, el Consolador tendrá que afirmar también: “No penséis que he venido para abrogar la Ley…”
No puede el Espiritismo abrigar la pretensión de eliminar a las demás creencias, parcelas de la verdad que su doctrina representa, pero si trabajar por transformarlas, elevando sus antiguas concepciones hacia el resplandor de la verdad inmortal.
La misión del Consolador tiene que realizarse en las almas y no con las minúsculas y efímeras glorias de los triunfos materiales. Al poner en claro el error religioso, donde quiera que este se encuentre, y revelar la verdadera luz, por medio de actos y enseñanzas, el espirita sincero enriquece los valores de la fe y representa al obrero de la regeneración del templo del Señor, donde los hombres se agrupan en diversos sectores y ante diferentes altares, pero en el cual un solo Maestro existe, que es Jesucristo.
La fe significa tener en el corazón la luminosa certidumbre de Dios, certeza esta que ha excedido ya el ámbito de la creencia religiosa, haciendo que el corazón se apoye en una energía constante de realización divina de la personalidad.
Obtener la fe es haber alcanzado la posibilidad de no decir “yo creo”, sino afirmar “yo sé”, con todos los valores de la razón iluminados por luz del sentimiento. Esa fe no puede paralizar en ninguna circunstancia de la vida y sabe trabajar siempre, intensificando la amplitud de su iluminación por el dolor o la responsabilidad, por el esfuerzo o el deber cumplido.
Traduciendo la certidumbre de la ayuda de Dios, expresa la confianza que sabe afrontar todas las luchas y problemas con la luz divina en el corazón y significa la humildad redentora que edifica en lo intimo del espíritu la disposición sincera del discípulo en los que respecta a aquello de “Hágase en el esclavo la voluntad del Señor”.
Creer es una expresión de creencia de la cual los auténticos valores de la fe se encuentran en estado embrionario.
El acto de creer en algo requiere la necesidad del sentimiento y de la razón, para que el alma edifique en si misma la fe. Admitir afirmaciones más extrañas sin someterlas primero a un examen minucioso equivale a marchar hacia el desfiladero del absurdo, donde los fantasmas dogmáticos conducen a los seres a todos los disparates. Interferir en problemas esenciales de la vida sin que la razón sea iluminada por el sentimiento es buscar el mismo declive donde los espectros despiadados de la negación llevan a las almas a perpetrar muchos crímenes.
Toda duda que se manifieste en un alma llena de buena voluntad, y que en su sinceridad no se precipite a formular definiciones apriorísticas, o que no acuda a la malicia para obtener apoyo a sus cogitaciones, es un elemento beneficioso para esa alma que marcha, con la inteligencia y el corazón rumbo a la sublimada luz de la fe.
Toda sana curiosidad es normal. Entre tanto, el hombre debe comprender que la solución de esos problemas la obtendrá en forma natural, una vez que haya resuelto su situación de deudor con respecto a sus semejantes, haciéndose entonces acreedor a las revelaciones divinas.
La existencia del hombre, con sus características de trabajo por la redención espiritual, presenta muchos bienes que a sus ojos son valiosos, en la serie de luchas, esfuerzos y sacrificios que cada espíritu realiza. Para Los espíritus luminosos, en cambio, el mayor tesoro de la vida terrestre estriba en la recta y pura conciencia, iluminada por la fe y formada en el cumplimiento de los más altos deberes.
El espíritu en la tierra es correcto que solo reflexione, sobre los temas que van más allá de su ambiente, después de haber llevado a cabo todo el esfuerzo de iluminación que puede el mundo proporcionarle, en sus procesos de depuración y perfeccionamiento.
Los nuevos discípulos del Evangelio tienen que comprender que los dogmas han pasado. Y las religiones literalitas que los crearon lo han hecho siempre obedeciendo a disposiciones para el gobiernos de las masas.
Con arreglo a las nuevas expresiones evolutivas, sin embargo, los espiritistas han de evitar las manifestaciones dogmáticas, comprender que la Doctrina es progresiva y abstenerse de toda pretensión de inhabilidad, vista la grandeza, insuperable del evangelio.
Los espiritistas cristianos deben pensar mucho en la iluminación de si mismos antes de abrigar la retensión de convertir a otros.
Tratándose de hombres de nota, según los convencionalismos terrestres, el cuidado de los espiritas debe ser aun mayor, por haber en el mundo un concepto soberano de “fuerza” para todos los seres que están luchando espiritualmente por la obtención de los títulos del progreso. Esa “fuerza” seguirá existiendo entre los humanos hasta que sus almas se hayan compenetrado de la necesidad de instituir en su corazón el reino de Jesús, y trabajen por su realización plena.
Los individuos que poseen el poder temporal, (Hay excepciones) aceptan muchas veces solo los postulados que la “fuerza” sanciona o los principios con los que ella concuerda. Enceguecidos temporalmente por los velos de la vanidad y la fantasía, que la “fuerza” les proporciona, es menester los dejemos en libertad para llevar a efecto sus experiencias. Día vendrá en que han de brillar en la Tierra los eternos derechos de la verdad y del bien, anulando esa “fuerza” transitoria. El divino Maestro, que al traer al mundo el mayor mensaje de amor y de vida para todos los tiempos, no se preocupo por convertir al evangelio a los Pilatos, a los Antipas de su época.
El Espiritismo, en cuanto al Cristianismo redivivo, no debe pretender disputar un asiento para el banquete de los Estados del mundo, cuando bien se le alcanza que su misión divina ha de cumplirse junto a las almas, de acuerdo con los auténticos fundamentos del reino de Jesús.
Trabajo extraído del libro “El Consolador” de Chico Xavier
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Fe, esperanza y consuelos
La fe es la confianza del hombre en sus destinos, el sentimiento que le lleva hacia el Poder infinito; es la certidumbre de haber entrado en el camino que conduce a la verdad. La fe ciega es como un farol cuyo rojo resplandor no puede traspasar la niebla; la fe esclarecida es un faro poderoso que ilumina con una viva claridad el camino que se ha de recorrer. No se adquiere esta fe sin haber pasado por los tormentos de la duda, por todas las torturas que vienen a sitiar a los investigadores. Éstos no obtienen más que una abrumadora incertidumbre, y flotan durante mucho tiempo entre dos corrientes contrarias. ¡Dichoso el que cree, sabe, ve y camina de un modo seguro! Su fe es profunda, inquebrantable. Le hace capaz de salvar los mayores obstáculos.
En este sentido, se ha podido decir, en forma figurada, que la fe levanta las montañas, representando las montañas, en este caso, las dificultades acumuladas en el camino de los innovadores, las pasiones, la ignorancia, los prejuicios y el interés material. Sólo se ve comúnmente en la fe la creencia en ciertos dogmas religiosos aceptados sin examen. Pero la fe es también la convicción que anima al hombre y le orienta hacia otras finalidades. Existe la fe en uno mismo o en una obra material cualquiera, la fe política y la fe en la patria. Para el artista, el poeta y el pensador, la fe es el sentimiento del ideal, la visión de ese foco sublime, encendido por la mano divina en las cimas eternas para guiar a la humanidad hacia la Belleza y la Verdad. La fe religiosa, la cual prescinde de la razón y se refiere al juicio de los demás, que acepta un cuerpo de doctrina verdadera o falsa y se somete a él sin comprobación, es la fe ciega.
En su impaciencia, en sus excesos, recurre cómodamente a la opresión y conduce al fanatismo. Considerada bajo este aspecto, la fe es todavía un móvil poderoso. Ha enseñado a los hombres a humillarse y a sufrir. Pervertida por el espíritu de dominación, ha sido la causa de muchos crímenes; pero, en sus consecuencias funestas, nos pone aún de manifiesto la multitud de recursos que existen en ella. Ahora bien, si la fe ciega puede producir tales efectos, ¿qué no hará la fe basada en la razón, la fe que juzga, discierne y comprende? Algunos teólogos nos invitan a despreciar la razón, a renegar de ella, a hollarla con los pies. Objetan todos los errores en los cuales ha caído, y parecen olvidar que es la razón misma la que nos ha ayudado a corregirlos. ¿Debemos, pues, renegar de ella, cuando es ella misma la que nos revela lo que es bueno y bello? La razón es una facultad superior destinada a esclarecernos todas las cosas; se desarrolla y aumenta con el ejercicio, como todas nuestras facultades. La razón humana es un reflejo de la Razón eterna. "Es Dios en nosotros", ha dicho San Pablo. Desconocer su valor y su utilidad es desconocer la naturaleza humana y ultrajar a la Divinidad misma. Querer reemplazar la razón por la fe es ignorar que ambas son solidarias. Se afirman y se vivifican la una a la otra. Su unión abre al pensamiento un campo más vasto; armoniza nuestras facultades y nos proporciona la paz interior. La fe es madre de los nobles sentimientos y de las grandes acciones.
El hombre profundamente convencido permanece inquebrantable ante el peligro, como en medio de los sufrimientos. Por encima de las seducciones, de las adulaciones y de las amenazas; más alta que la voz de la pasión, oye una voz que resuena en las profundidades de su conciencia, y cuyos acentos le reaniman en la lucha y le advierten en las horas peligrosas. Para producir tales resultados, la fe ha de reposar sobre el fondo sólido que le ofrecen el libre examen y la libertad de pensamiento. En lugar de dogmas y misterios, sólo debe reconocer los principios que se deduzcan de la observación directa y del estudio de las leyes naturales. Tal es el carácter de la fe espiritista. La filosofía de los espíritus nos ofrece una creencia que no por ser racional deja de ser robusta. El conocimiento del Mundo Invisible, la confianza en una ley superior de justicia y progreso imprime a la fe un doble carácter de calma y de seguridad. ¿Qué puede temerse, en efecto, cuando se sabe que ninguna alma puede perecer, que después de las tempestades y de los desgarramientos de la vida, más allá de la sombría noche donde todo parece abismarse, se ve apuntar el resplandor encantado de los días que no han de terminar nunca? Cuando avanza la vejez helada, poniéndonos su estigma sobre la frente, apagando nuestros ojos, arrugando nuestros miembros, encorvándonos bajo su peso, entonces vienen con ella la tristeza, el disgusto de todo y una gran sensación de fatiga, una necesidad de reposo como una sed de la nada. ¡Oh! En esa hora de turbación, en ese crepúsculo de la vida, ¡cómo regocija y reconforta la lucecita que brilla en el alma del creyente, la fe en el porvenir infinito, la fe en la justicia, en la Suprema Bondad! Penetrados de la idea de que esta vida no es más que un instante en el conjunto de nuestra existencia inmortal, recibamos con paciencia los males inevitables que enfrentamos. Las perspectivas de las épocas que nos esperan nos darán fuerza para dominar las miserias presentes y para colocarnos por encima de las fluctuaciones de la fortuna. Nos sentiremos más libres y mejor armados para la lucha.
Al conocer la causa de sus males, el espiritista comprende la necesidad de ellos. Sabe que el sufrimiento es legítimo, y lo acepta sin protestar. Para él, la muerte no supone la nada; los lazos de afecto persisten en la vida de ultratumba, y todos los que son amados en la Tierra vuelven a encontrarse, emancipados de las miserias terrenales, lejos de esta dura mansión; sólo hay separación para los malos. De estas convicciones deducen consuelos desconocidos los indiferentes y los escépticos. Si de un extremo al otro del globo todas las almas comulgasen en esta fe poderosa, asistiríamos a la transformación moral más grande que hubiera de registrar la historia. Sin embargo, muy pocos hombres poseen esta fe aún. El espíritu de Verdad ha hablado a la Tierra, pero ésta no ha prestado oído atento a sus acentos. No son los poderosos los que han escuchado, sino más bien los humildes, los pequeños, los desheredados, todos los que tienen sed de esperanza.
La Revolución Espiritista encontró en un principio una viva oposición en los ambientes religiosos y científicos. Esto estado de cosas tiende a atenuarse. Muy pocos hombres tienen el valor de desdecirse y confesar que se han equivocado; la mayoría prefiere combatir durante toda la vida una verdad que puede comprometer sus intereses o echar por tierra sus afirmaciones. Otros, en secreto, reconocen la bondad y la grandeza de esta doctrina, pero sus exigencias morales les espantan. Aferrados a sus placeres, deseando vivir a su gusto y sin cuidarse del más allá, alejan de su pensamiento todo lo que les lleve a romper con las costumbres perniciosas que les son queridas. Estas teorías constituirán para ellos, por consiguiente, un venero de amargos pesares. Nuestra sociedad febril se cuida muy poco de una enseñanza moral. Demasiadas opiniones contradictorias tropiezan y se entrechocan; en medio de este estado confuso, empujado por el torbellino de la vida material, el hombre reflexiona poco. Pero todo espíritu sincero que busque la fe y la verdad las encontrará en la Revelación Nueva. Una influencia de lo Alto se esparcirá sobre él y le guiará hacia esta luz naciente que algún día iluminará a la humanidad entera.
León Denis
Extraído del libro "El camino recto"
La fe es la confianza del hombre en sus destinos, el sentimiento que le lleva hacia el Poder infinito; es la certidumbre de haber entrado en el camino que conduce a la verdad. La fe ciega es como un farol cuyo rojo resplandor no puede traspasar la niebla; la fe esclarecida es un faro poderoso que ilumina con una viva claridad el camino que se ha de recorrer. No se adquiere esta fe sin haber pasado por los tormentos de la duda, por todas las torturas que vienen a sitiar a los investigadores. Éstos no obtienen más que una abrumadora incertidumbre, y flotan durante mucho tiempo entre dos corrientes contrarias. ¡Dichoso el que cree, sabe, ve y camina de un modo seguro! Su fe es profunda, inquebrantable. Le hace capaz de salvar los mayores obstáculos.
En este sentido, se ha podido decir, en forma figurada, que la fe levanta las montañas, representando las montañas, en este caso, las dificultades acumuladas en el camino de los innovadores, las pasiones, la ignorancia, los prejuicios y el interés material. Sólo se ve comúnmente en la fe la creencia en ciertos dogmas religiosos aceptados sin examen. Pero la fe es también la convicción que anima al hombre y le orienta hacia otras finalidades. Existe la fe en uno mismo o en una obra material cualquiera, la fe política y la fe en la patria. Para el artista, el poeta y el pensador, la fe es el sentimiento del ideal, la visión de ese foco sublime, encendido por la mano divina en las cimas eternas para guiar a la humanidad hacia la Belleza y la Verdad. La fe religiosa, la cual prescinde de la razón y se refiere al juicio de los demás, que acepta un cuerpo de doctrina verdadera o falsa y se somete a él sin comprobación, es la fe ciega.
En su impaciencia, en sus excesos, recurre cómodamente a la opresión y conduce al fanatismo. Considerada bajo este aspecto, la fe es todavía un móvil poderoso. Ha enseñado a los hombres a humillarse y a sufrir. Pervertida por el espíritu de dominación, ha sido la causa de muchos crímenes; pero, en sus consecuencias funestas, nos pone aún de manifiesto la multitud de recursos que existen en ella. Ahora bien, si la fe ciega puede producir tales efectos, ¿qué no hará la fe basada en la razón, la fe que juzga, discierne y comprende? Algunos teólogos nos invitan a despreciar la razón, a renegar de ella, a hollarla con los pies. Objetan todos los errores en los cuales ha caído, y parecen olvidar que es la razón misma la que nos ha ayudado a corregirlos. ¿Debemos, pues, renegar de ella, cuando es ella misma la que nos revela lo que es bueno y bello? La razón es una facultad superior destinada a esclarecernos todas las cosas; se desarrolla y aumenta con el ejercicio, como todas nuestras facultades. La razón humana es un reflejo de la Razón eterna. "Es Dios en nosotros", ha dicho San Pablo. Desconocer su valor y su utilidad es desconocer la naturaleza humana y ultrajar a la Divinidad misma. Querer reemplazar la razón por la fe es ignorar que ambas son solidarias. Se afirman y se vivifican la una a la otra. Su unión abre al pensamiento un campo más vasto; armoniza nuestras facultades y nos proporciona la paz interior. La fe es madre de los nobles sentimientos y de las grandes acciones.
El hombre profundamente convencido permanece inquebrantable ante el peligro, como en medio de los sufrimientos. Por encima de las seducciones, de las adulaciones y de las amenazas; más alta que la voz de la pasión, oye una voz que resuena en las profundidades de su conciencia, y cuyos acentos le reaniman en la lucha y le advierten en las horas peligrosas. Para producir tales resultados, la fe ha de reposar sobre el fondo sólido que le ofrecen el libre examen y la libertad de pensamiento. En lugar de dogmas y misterios, sólo debe reconocer los principios que se deduzcan de la observación directa y del estudio de las leyes naturales. Tal es el carácter de la fe espiritista. La filosofía de los espíritus nos ofrece una creencia que no por ser racional deja de ser robusta. El conocimiento del Mundo Invisible, la confianza en una ley superior de justicia y progreso imprime a la fe un doble carácter de calma y de seguridad. ¿Qué puede temerse, en efecto, cuando se sabe que ninguna alma puede perecer, que después de las tempestades y de los desgarramientos de la vida, más allá de la sombría noche donde todo parece abismarse, se ve apuntar el resplandor encantado de los días que no han de terminar nunca? Cuando avanza la vejez helada, poniéndonos su estigma sobre la frente, apagando nuestros ojos, arrugando nuestros miembros, encorvándonos bajo su peso, entonces vienen con ella la tristeza, el disgusto de todo y una gran sensación de fatiga, una necesidad de reposo como una sed de la nada. ¡Oh! En esa hora de turbación, en ese crepúsculo de la vida, ¡cómo regocija y reconforta la lucecita que brilla en el alma del creyente, la fe en el porvenir infinito, la fe en la justicia, en la Suprema Bondad! Penetrados de la idea de que esta vida no es más que un instante en el conjunto de nuestra existencia inmortal, recibamos con paciencia los males inevitables que enfrentamos. Las perspectivas de las épocas que nos esperan nos darán fuerza para dominar las miserias presentes y para colocarnos por encima de las fluctuaciones de la fortuna. Nos sentiremos más libres y mejor armados para la lucha.
Al conocer la causa de sus males, el espiritista comprende la necesidad de ellos. Sabe que el sufrimiento es legítimo, y lo acepta sin protestar. Para él, la muerte no supone la nada; los lazos de afecto persisten en la vida de ultratumba, y todos los que son amados en la Tierra vuelven a encontrarse, emancipados de las miserias terrenales, lejos de esta dura mansión; sólo hay separación para los malos. De estas convicciones deducen consuelos desconocidos los indiferentes y los escépticos. Si de un extremo al otro del globo todas las almas comulgasen en esta fe poderosa, asistiríamos a la transformación moral más grande que hubiera de registrar la historia. Sin embargo, muy pocos hombres poseen esta fe aún. El espíritu de Verdad ha hablado a la Tierra, pero ésta no ha prestado oído atento a sus acentos. No son los poderosos los que han escuchado, sino más bien los humildes, los pequeños, los desheredados, todos los que tienen sed de esperanza.
La Revolución Espiritista encontró en un principio una viva oposición en los ambientes religiosos y científicos. Esto estado de cosas tiende a atenuarse. Muy pocos hombres tienen el valor de desdecirse y confesar que se han equivocado; la mayoría prefiere combatir durante toda la vida una verdad que puede comprometer sus intereses o echar por tierra sus afirmaciones. Otros, en secreto, reconocen la bondad y la grandeza de esta doctrina, pero sus exigencias morales les espantan. Aferrados a sus placeres, deseando vivir a su gusto y sin cuidarse del más allá, alejan de su pensamiento todo lo que les lleve a romper con las costumbres perniciosas que les son queridas. Estas teorías constituirán para ellos, por consiguiente, un venero de amargos pesares. Nuestra sociedad febril se cuida muy poco de una enseñanza moral. Demasiadas opiniones contradictorias tropiezan y se entrechocan; en medio de este estado confuso, empujado por el torbellino de la vida material, el hombre reflexiona poco. Pero todo espíritu sincero que busque la fe y la verdad las encontrará en la Revelación Nueva. Una influencia de lo Alto se esparcirá sobre él y le guiará hacia esta luz naciente que algún día iluminará a la humanidad entera.
León Denis
Extraído del libro "El camino recto"
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