sábado, 28 de mayo de 2011

Caridad

Leon Denis

En contraposición a las religiones exclusivistas que han tomado por precepto “fuera de la Iglesia no hay salvación”, como si su punto de vista, puramente humano, pudiese decidir la suerte de los Seres en la vida futura, Allan Kardec coloca estas palabras a la cabeza de sus obras: “Fuera de la caridad, no hay salvación”. Los Espíritus nos enseñan, en efecto, que la caridad es la virtud por excelencia; sólo ella da la llave de los cielos elevados. “Hay que amar a los hombres”, repiten, de acuerdo con Cristo, que resumió en estas palabras todos los mandamientos de la ley moral. Pero los hombres no son amables -se objetará-. Demasiada maldad se alberga en ellos, y la caridad es muy difícil de ser practicada.
 
Si los juzgamos así, ¿no es sino porque nos complacemos en considerar únicamente los malos aspectos de sus caracteres, sus defectos, sus pasiones y sus debilidades, olvidando con demasiada frecuencia que nosotros mismos no estamos exentos de ellos, y que  si ellos tienen necesidad de caridad nosotros no tenemos menos necesidad de indulgencia? Sin embargo, no sólo el mal reina en este mundo. También hay bien en el hombre, hidalguía y virtudes. Hay, sobre todo, sufrimientos. Si queremos ser caritativos y debemos  serlo, tanto por nuestro propio interés como por el del orden social, no nos obstinemos, en nuestros juicios acerca de nuestros semejantes, en lo que puede llevarnos a la maledicencia y a la denigración, y veamos en el hombre, sobre todo, a un compañero de sufrimientos, a un hermano de armas en la lucha de la vida. Consideremos los males que padece en todas las categorías de la sociedad. ¿Quién es el que no oculta una llaga en el fondo de su alma? ¿Quién no soporta el peso de las tristezas y de las amarguras? Si nos colocamos en este punto de vista para considerar al prójimo, nuestra benevolencia se cambiará al punto en simpatía. Se oye con frecuencia renegar contra la grosería y contra las pasiones brutales de las clases obreras, contra las codicias y las reivindicaciones de ciertos hombres del pueblo.
 
 ¿Se reflexiona lo suficiente en los malos ejemplos que les rodean  desde la infancia? Las necesidades de la vida, las necesidades imperiosas de todos los días les imponen una tarea ruda y absorbente. No tienen tiempo, no tienen ocasión de ocuparse de sus inteligencias. Las dulzuras del estudio y los goces del arte les son desconocidos. ¿Qué saben ellos de las leyes morales, de su destino, de los resortes del Universo? Pocos rayos consoladores se deslizan por estas tinieblas. Para ellos, la lucha feroz contra la necesidad es de todos los instantes. La falta de trabajo, la enfermedad y la negra miseria les amenazan y les hostigan sin cesar. ¿Qué carácter no  se agriaría en medio de tantos males? Para soportarlos con resignación, se necesita un verdadero estoicismo, una fuerza del alma que es tanto más admirable cuanto que es más bien instintiva que razonada.

  En lugar de arrojar piedras sobre estos desgraciados, apresurémonos a aliviar sus males, a enjugar sus lágrimas, a trabajar con todas nuestras fuerzas porque se produzca en la Tierra un reparto más equitativo de los bienes materiales y de los tesoros del pensamiento. No se sabe bien lo que pueden sobre esas almas ulceradas una buena palabra, una demostración de interés, un cordial apretón de manos. Los vicios del pobre nos indignan, y, sin embargo, ¡cuánta disculpa hay en el fondo de su miseria! No pretendamos ignorar sus virtudes, que son mucho más asombrosas, puesto que florecen en el lodazal. ¡ Cuántas abnegaciones oscuras hay  entre los humildes! ¡Cuántas luchas heroicas y tenaces contra la adversidad! Pensemos en las innumerables familias que vegetan sin apoyo y sin auxilio; en tantos niños privados de lo necesario, en todos esos Seres que tiemblan de frío en el fondo de reductos sombríos y húmedos o en las buhardillas desoladas. ¡Qué papel el de la mujer del pueblo, el de la madre de familia en tales ambientes, cuando el invierno cae sobre la tierra, el hogar está sin fuego, la mesa sin alimentos y  en el lecho helado unos harapos sustituyen a la manta, vendida o empeñada para comprar pan! Su sacrificio, ¿no es de todos los instantes? ¡ Cómo su pobre corazón se destroza en presencia de los dolores de los suyos! El ocioso opulento, ¿no debería avergonzarse de hacer ostentación de su riqueza entre tanto sufrimiento? ¡Qué responsabilidad aplastante para él, si en el seno de su abundancia olvida a los que abruma la necesidad!
 
Sin duda, mucho fango y muchas cosas repugnantes se encuentran en las escenas de la vida de los débiles.

Quejas y blasfemias, embriaguez y proxenetismo, hijos sin corazón y padres sin entrañas: todas las fealdades se confunden en ellas; pero bajo este exterior repulsivo existe  siempre el alma humana que sufre, el alma hermana nuestra, digna siempre de interés y de afecto. Sustraería al lodo de la cloaca, esclarecerla, hacerla  subir, grada a grada por la escala de la rehabilitación, ¡qué gran tarea! Todo se purifica con el fuego de la caridad. Es el fuego que abrasaba a los Cristo, a los Vicente de Paúl y a todos aquellos que, en su inmenso amor hacia los débiles y los abatidos, encontraron el principio de su abnegación sublime.

 Lo mismo les ocurre a los que tienen la facultad de amar y de sufrir intensamente. El dolor es para ellos como una iniciación en el arte de consolar y de tranquilizar a los demás. Saben elevarse por encima de sus propios males para no ver más que los males de sus semejantes y buscar remedio a ellos. De aquí los grandes ejemplos dados por esas almas elegidas que, en el fondo de su desgarramiento y de su agonía dolorosa, encuentran aún el secreto de curar las heridas de los vencidos por la vida.

 La caridad tiene otras formas diferentes de la solicitud para los desgraciados. La caridad material o bienhechora puede aplicarse a un cierto número de semejantes bajo la forma del socorro, del sostén o
de los estímulos. La caridad moral debe extenderse a todos los que participan de nuestra vida en este mundo. No consiste en limosnas, sino en una benevolencia que debe envolver a todos los hombres desde el más virtuoso al más criminal y regir nuestras relaciones con ellos. Esta caridad podemos practicarla todos, por muy modesta que sea nuestra condición.
 
 La verdadera caridad es paciente e indulgente. No humilla ni desdeña a nadie; es tolerante, y si trata de disuadir es con dulzura, sin violentar las ideas adquiridas. Sin embargo, esta virtud es escasa. Un cierto fondo de egoísmo nos lleva más bien a observar, a criticar los defectos del prójimo, en tanto que permanecemos ciegos para nosotros mismos. Cuando en nosotros existen tantos errores, ejercitamos de buen grado  nuestra sagacidad en hacer resaltar los de nuestros semejantes. Así pues, la verdadera superioridad moral no existe sin la caridad y sin la modestia. No tenemos derecho a condenar en otros las faltas que estamos expuestos a cometer, y aun cuando nuestra elevación moral nos hubiese emancipado de ellas para siempre, no debemos olvidar que hubo un tiempo en que nos debatíamos entre la pasión y el vicio.

 Existen pocos hombres que no tengan malas costumbres que corregir y enojosas inclinaciones que reformar. Acordémonos de que seremos juzgados con la misma medida que nos haya servido para juzgar a nuestros semejantes. Las opiniones que nos formamos acerca de ellos son casi siempre un reflejo de nuestra propia naturaleza. Estemos más dispuestos a disculpar que a condenar. Nada hay más funesto para el porvenir del alma que las malas conversaciones, qué esa maledicencia incesante que alimenta la mayor parte de las reuniones. El eco de nuestras palabras resuena en la vida futura; el humo de nuestros pensamientos malévolos forma como una espesa nube en la que el Espíritu queda envuelto y oscurecido.

   Guardémonos de esas críticas, de esas apreciaciones malignas,  de esas palabras burlonas que envenenan el porvenir. Huyamos  de la maledicencia como de una peste; retengamos en nuestros labios toda frase amarga dispuesta a escaparse de ellos. En esto estriba nuestra felicidad.

 El hombre caritativo hace el bien en la sombra; disimula sus buenas  acciones, en tanto que el vanidoso proclama lo poco que hace. “Que la mano izquierda ignore lo que da la mano derecha” dijo Jesús. “El que hace el bien con  ostentación ya ha recibido su  recompensa. Dar a escondidas, ser indiferente a las alabanzas de los hombres es mostrar una verdadera elevación de carácter, es colocarse por encima de los juicios de un mundo pasajero y buscar la justificación de los actos en la vida que nunca acaba. En estas condiciones, la ingratitud y la injusticia no pueden alcanzar al hombre caritativo. Hace el bien porque  es su deber y sin esperar obtener ventaja alguna. No busca recompensas; deja a la ley eterna el cuidado de hacer que se deduzcan las consecuencias de sus actos o, más bien, ni siquiera piensa en ello. Es generoso sin cálculo. Para favorecer a los demás sabe privarse a si mismo, penetrado do la idea de que no existe mérito alguno en dar lo superfluo. Por eso, el óbolo del pobre, el dinero de la viuda, el pedazo de pan partido con el compañero de infortunio tienen más valor que las larguezas del rico. El pobre, en su carencia de lo necesario, puede aun
socorrer al que es más pobre que él.
 
 Existen mil maneras de hacernos útiles, de acudir a socorrer a nuestros hermanos. El oro no agota todas las lágrimas ni cura todas las llagas. Hay males para los que una amistad sincera, una ardiente simpatía, una efusión del alma harán más que todas las riquezas.

Seamos generosos para con los  que han sucumbido en la lucha  contra sus pasiones y han sido arrastrados por el mal; seamos  generosos para con los pecadores,  los criminales y los duros de corazón. ¿Sabemos por qué fases han pasado sus almas y cuántas tentaciones habrán tenido que soportar, antes de desfallecer? ¿Poseían ese conocimiento de las leyes superiores que ayuda en las horas de peligro? Ignorantes, inseguras, agitadas por los soplos exteriores, ¿podían resistir y vencer?

La responsabilidad es proporcional al saber; se pide más al que posee la verdad. Seamos piadosos con los humildes, con los débiles, con los afligidos y con todos aquellos que sangran por las heridas del alma o del cuerpo.
    Busquemos los ambientes donde los dolores abundan, donde los corazones se rompen, donde las existencias se consumen en la desesperación y el olvido. Descendamos por esos mismos abismos de miseria, con el fin de llevar hasta ellos los  consuelos que reaniman, las buenas palabras que reconfortan y las exhortaciones que vivifican, con el fin de hacer que brille la esperanza ese sol de los desgraciados.

Esforcémonos en arrancar alguna víctima, en purificarla, en salvarla del mal, en abrirle el camino honrado.

Solamente con la abnegación y el afecto aproximaremos las distancias, prevendremos los cataclismos sociales, extinguiendo el odio que se alberga en los corazones de los desheredados.
 
Todo cuanto el hombre haga por su hermano se graba en el gran libro fluidico cuyas páginas se desarrollan a través del espacio, páginas luminosas donde se inscriben nuestros actos, nuestros sentimientos y nuestras ideas.  Y esas deudas nos serán pagadas largamente en las existencias futuras. Nada queda perdido ni olvidado. Los lazos que unen a las almas a través de las épocas son tejidos con las buenas acciones del pasado. La sabiduría eterna lo ha dispuesto todo para el bien de los Seres. Las buenas obras realizadas en la Tierra constituyen para su autor un venero de infinitos goces en el porvenir.

  La perfección del hombre se resume en dos palabras: caridad y verdad. La caridad es la virtud por excelencia; es de esencia divina. Resplandece en todos los mundos y reconforta a las almas como una mirada, como una sonrisa del Eterno. Aventaja en los resultados al  saber y al genio. Éstos no se manifiestan sin algo de soberbia. Son reconocidos y a veces desconocidos; pero la caridad, siempre dulce y bienhechora, enternece los  corazones más duros y desarma  a los Espíritus más perversos inundándolos de amor.

-León Denis- "El Camino Recto"

(Ver  el blog  elespiritadealbacete.blogspot.com )

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