miércoles, 2 de febrero de 2011

La muerte no existe

Espíritu materializado Katy King,
ante Sir Williams Crookes
Afirman que la muerte no existe. Que se trata del paso de un estado a otro.


¿Será que para un corazón de madre que ve a su hijo partir para la aduana del túmulo, tales afirmativas le sirven de consuelo?

¿Para un padre que acompaña, en lágrimas viva, el sarcófago que abriga el cuerpo del hijo muerto, será esto suficiente?

¿Cómo aplacar el pesar sin límites y el dolor superlativo? ¿Habrá algo que pueda amenizar el sufrimiento de esa ausencia?

Aconteció en la vida de una madre que vio partir a su pequeña de siete años.

Todo transcurrió muy rápido. Por la tarde, ella brincaba en el parque, traviesa y afectiva como siempre.

Al atardecer, al volver al hogar más temprano que habitualmente, quejándose de dolores de cabeza. Parecía un poco febril.

Todo fue achacado a un resfriado leve. La medicación suave se hizo en el propio hogar. La criatura se recogió en el lecho.

La fiebre y el dolor aumentaron la intensidad en las horas que siguieron.

Al día siguiente, se resolvió llevar a la criatura al médico. Los análisis diagnosticaron el internamiento por el diagnostico terrible.

En pocas horas el cuadro se agravó.

Después, fue larga la espera para los del lado de fuera luego, era las esperas largas fuera del centro de la terapia intensiva, para las visitas con la hora correcta y rápida.

Finalmente, la muerte. El cuerpo rígido. El dolor la separación, los labios que sonreían, cantaban, enmudecieron. Las manos que hacían caricias se pusieron enrojecieren. El cuerpo que realizaba acrobacias en los arboles, en el parque de diversiones se tornó inmóvil

Los días que siguieron fueron de silencio.

El timbre del teléfono, la conversación de las personas, incomodaban.

Si su hija muriese, todo debería revestirse de luto, como su corazón de madre.

El jardín en primavera de colores parecía ofenderla porque sus ojos solamente veían la oscuridad, desde que el rayo de sol de su vida fuese arrebatado.

Cierta noche soñó. Vio a su pequeña hija vestida de azul, color que le caía muy bien y realzaba su piel, sus cabellos su sonrisa.

La pequeña sonreía, extendiendo los brazos: “¿madre, por qué tanta amargura y rebeldía?”

La voz de la dulce y tierna, hablándole mientras la acariciaba con sus manitas mimosas.

- Finalizó mi tiempo en la Tierra, madrecita.

Fue tan bueno. Más era solamente el tiempo que me faltaba para completar. Dios me permitió la vuelta al mundo espiritual, cuando cumplí lo que estaba establecido.

-¿Por qué llora, madrecita, la libertad de su hijita? ¿No ve lo feliz que estoy? Estoy con usted y deseo verla sonreír nuevamente.

- Permítase el retornar a la alegría.

Dedíquese a los niños sin hogar, done mis juguetes, haga feliz a otros niños en mi nombre. Y Dios, que todo lo ve, nos bendecirá a ambas.”

Cuando despertó, a la mañana siguiente, la joven madre traía el nítido recuerdo de las caricias y de los abrazos de la hija.

Se irguió, abrió la ventana, aspiró el aire perfumado de la mañana de luz, observo las ultimas señales de la madrugada que se despedía, sonrió y decidido por volver a vivir con alegría y esperanza.

¿Usted sabe?

¿Usted sabe que la muerte puede ser comparada a una breve despedida?

Los que nos dejan en la Tierra, verdaderamente no nos abandonan, ya que para los verdaderos amores jamás se apaga la llama del afecto.

De esa forma, no existen adioses, más si un “hasta pronto”, pues luego nos volveremos a ver, a reencontrarnos, en el mundo de los espíritus o en el mundo corporal.

Nuestros amores, si no están con nosotros, a nuestro lado, permanecen en algún lugar, porque jamás se pierde el puente entre el cielo y el corazón.



Redacción de Momento Espirita

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