INTRODUCCIÓN
“Numerosas escuelas se multiplican para los espíritus desencarnados y, ahora que yo soy un humilde discípulo de estos planteles educativos del Maestro Jesús, reconocí que los planos espirituales también tienen su folklore… De los millares de episodios de este folklore del cielo sobre la vida y obra de Jesús, conseguí reunir treinta y traer al conocimiento del generoso lector que me concede su atención…
Ahora, para consolidar la curiosidad de los que me leen con el sabor de la crítica, tan a gusto de nuestro tiempo, justificando la substancia real de las narraciones de este libro, citaré al apóstol Marcos cuando dice: “Y sin parábolas nunca les hablaba, pero todo declaraba en particular a sus discípulos” (4; 34); y, el apóstol Juan cuando afirma: “Pero, hay muchas otras cosas que Jesús hizo y que, si cada una de por sí fuese escrita, creo que ni aún todo el mundo podría contener los libros que se escribiesen” (21; 25)…
Pedro Leopoldo, noviembre 9 de 1940 - HUMBERTO DE CAMPOS” (Escritor brasileño fallecido).
BUENA NUEVA
Los historiadores del Imperio Romano siempre observaron con pasmo los profundos contrastes de la gloriosa época del Emperador Augusto.
Caio Julio César Octavio llegara al poder, no obstante el esplendor de su notable ascendencia, por una serie de felices acontecimientos. Las más altas mentalidades de la antigua República no creían en su triunfo. Aliándose contra la usurpación de Antonio, con los propios conjurados que habían practicado el asesinato de su padre adoptivo, sus pretensiones fueron siempre contrariadas por sombrías perspectivas. Entretanto, sus primeras victorias comenzaron con la institución del triunvirato y, enseguida, los desastres de Antonio en el Oriente le abrieron inesperados caminos.
Como si el mundo presintiese una bendita renovación de valores en el tiempo, en breve todas las legiones se entregan sin resistencia al hijo del soberano asesinado. Una nueva era comenzara con el joven enérgico y magnánimo. El gran imperio del mundo, influenciado por un conjunto de extrañas fuerzas, descansaba en una onda de armonía y de júbilo, después de guerras seculares y tenebrosas.
Por todas partes se levantaban templos y monumentos preciosos. El himno de una paz duradera comenzaba en Roma para terminar en la más remota de sus provincias, acompañado de manifestaciones amplias de alegría por parte de la plebe anónima y sufridora. Las ciudades de los Césares se poblaban de artistas, de espíritus nobles y realizadores. En todo lugar permanecía la sagrada emoción de seguridad, mientras el organismo de las leyes se renovaba, distribuyendo los bienes de la educación y la justicia.
Sin embargo, el inolvidable emperador era débil y enfermo. Los cronistas de la época se refieren por más de una vez, a las manchas que cubrían su epidermis, transformándose de vez en cuando en erupciones dolorosas. Octavio nunca fue dueño de una salud completa. Sus piernas permanecían siempre enrolladas con vendas y su caja torácica convenientemente resguardada contra golpes de aire que le causaban refriados frecuentes. Con insistencia se quejaba de jaquecas que se seguían de depresiones singulares.
No solamente en este particular padecía el emperador de las extremas vicisitudes de la vida humana. Él, que era el regenerador de las costumbres, el restaurador de las tradiciones más puras de la familia, el mayor reorganizador del Imperio, fue obligado a humillar sus más hondos y delicados sentimientos de padre y de soberano, firmando un decreto de destierro de su hija única, exiliándola en la isla de Pandataria, por causa de su vida de condenables escándalos en la Corte, siendo más tarde obligado a tomar las mismas providencias en relación a su nieta. Notó que la amada compañera de sus días se envolvía en la intimidad doméstica en continuas cuestiones de envenenamientos de sus más directos descendientes, experimentando él, así, en la familia, la más angustiosa ansiedad del corazón.
A pesar de todo, su nombre fue dado al ilustre siglo que lo viera nacer. Sus numerosos años de gobierno se identificaron por inolvidables iniciativas. El alma colectiva del Imperio nunca había sentido tan grande impresión de estabilidad y alegría. El glorioso paisaje de Roma jamás reunió tan gran número de inteligencias. Es en esa época que surge Virgilio, Horacio, Ovidio, Salustio, Tito Livio y Mecenas, como favoritos de los dioses.
En todas partes se esculpían soberbios mármoles, brillaban suntuosos jardines, se erigían palacios y santuarios, se protegía a la inteligencia, se creaban leyes de armonía y justicia, en un océano de paz inigualable. Los carros del triunfo olvidaban por algún tiempo las palmas de sangre y la sonrisa de la diosa Victoria no se abría más para los movimientos de destrucción y muerte.
El propio Emperador, muchas veces, presidiendo las grandes fiestas populares, con el corazón tomado de angustia por los sinsabores de su vida íntima, se sorprendió al ser testigo de el júbilo y la tranquilidad general de su pueblo y, sin conseguir explicar el misterio de aquella onda interminable de armonía, llorando de emoción cuando de lo alto de su dorada tribuna escuchaba la famosa composición de Horacio donde se destacaban estos versos de belleza inmortal: ¡Oh Sol fecundo, que con tu carro brillante abre y cierras el día! ¡Que surges siempre nuevo y siempre igual! ¡Que nunca puedas ver algo mayor que Roma!
Es que los historiadores aún no percibieran en la llamada época de Augusto, el siglo del Evangelio o de la Buena Nueva. Se olvidaron de que el noble Octavio también era hombre y no consiguieron saber que en su reinado la esfera de Cristo se aproximaba a la tierra en una profunda vibración de amor y de belleza. Se acercaban a Roma y al mundo no más espíritus belicosos como Alejandro o Aníbal, sino otros que se servirían de los andrajos de pescadores para servir de base indestructible a las enseñanzas eternas del Cordero. Se sumergían en los fluidos del planeta los que prepararían la venida del Señor y los que se transformarían en seguidores inmortales y humildes de sus divinos pasos.
Es por esta razón que el ascendiente místico de la era de Augusto se traducía en la paz y en el júbilo del pueblo, que instintivamente se sentía en el límite de una transformación celestial. Iba a llegar a la Tierra el Sublime Emisario. Su lección de verdad y luz se extendería al mundo entero como lluvia de bendiciones magníficas y consoladoras. La humanidad vivía el siglo de la Buena Nueva. Era la “fiesta de compromiso” a que Jesús se refería en su enseñanza inmortal.
Después de esa fiesta de los corazones, como ruta indestructible para la concordia de los hombres, quedaría el Evangelio como el libro más vivaz y más hermoso del mundo constituyendo el mensaje permanente del cielo, entre las criaturas en tránsito por la Tierra, el mapa de las benditas altitudes espirituales, el guía del camino, el manual del amor, del coraje y de la perenne alegría.
Y, para que esas características se conservasen entre los hombres como expresión de su sabia voluntad, Jesús recomendó a sus apóstoles que iniciasen su glorioso testamento con los himnos y los perfumes de de la Naturaleza, bajo la maravillosa claridad de una estrella que guiaría a reyes y a pastores al rústico establo donde se entonaban las primeras notas de su cántico de amor, terminándolo con la luminosa visión de la Humanidad futura en posesión de las bendiciones de redención. Es por este motivo que el Evangelio de Jesús, siendo libro de amor y alegría, comienza con la descripción de la gloriosa noche de Navidad y termina con la profunda visión de Jerusalén libertada, prevista por Juan en sus divinas profecías del Apocalipsis.
Tomado del libro “BUENA NUEVA” de FRANCISCO CÁNDIDO XAVIER (Médium Espírita) y HUMBERTO DE CAMPOS (Espíritu Desencarnado).
Elaborado por: GILGARAL
"Para quien no cree, ninguna explicación es posible.
Para quien cree, ninguna explicación es necesaria." .
(Padre Donizetti)
( Ver blog elespiritadealbacete.blogspot.com )
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