Los hombres crucificaron a Jesús. La envidia y la maldad urdieron esquemas y mataron al Hombre, pensando matar al Ideal de que Él era portador.
La gratitud de una mujer le secó la cara, rumbo al Calvario.
Un amigo sincero, olvidándose de la seguridad de su propia vida, Le rescató el cuerpo, junto a las autoridades.
Al bajar de la cruz, Su cuerpo fue envuelto en una sábana de lino, aprisa, y fue depositado en un sepulcro jamás utilizado y que pertenecía a un amigo.
Mujeres piadosas, un domingo de luz, fueron al sepulcro para honrar, con el debido reparo, Su cuerpo.
Encontraron la piedra de entrada removida, el sepulcro vacío.
Dos jóvenes con trajes radiantes les dijeron que el Señor ya no estaba más allí.
En el lugar donde el cuerpo había sido depositado, yacía la sábana. El paño con que habían cubierto la cabeza de Jesús estaba doblado, con cuidado.
Después, Él se hizo reconocer por la mujer de Magdala, que Lo buscaba, afligida. Y le dijo que diera la buena noticia a los demás: Él estaba vivo.
Apóstoles que seguían a la ciudad de Emaús, distante once kilómetros de Jerusalén, Lo encuentran y realizan el viaje con Él. No Lo reconocen al principio, pero se encantan con Su interpretación de las escrituras.
Al caer la tarde, llegando a Emaús, Lo invitan a cenar y, entonces, cuando Él bendice el pan y lo parte, se dan cuenta de que es el Maestro Jesús.
En Jerusalén, Él Se permite dejarse tocar por el Apóstol incrédulo, señalándole las llagas que traía.
Durante cuarenta días, Él permanece con los Apóstoles y seguidores. Come con ellos, los espera en la playa con el fuego encendido y asa algunos pescados que traen de la pesca.
¡Él vive! ¡Señor de los Espíritus! ¡Señor de la Inmortalidad!
En el camino de Damasco rescata a un rabino de la escuela del gran Gamaliel, llevándole para Sus hileras.
En la vía Apia, conversa con Simón Pedro, que apenas había dejado la prisión, en Roma.
Pleno de luz, dirige sus pasos hacia la capital del Imperio Romano, diciendo que iba al encuentro de los corazones que sufrían la cárcel y la injusticia, por amor a Su nombre.
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Jesús permaneció en la cruz durante algunas horas, entregando el Espíritu al Padre.
El tercer día, resurgió, atestiguando la Inmortalidad del Espíritu, conforme siempre había enseñado.
Convive con los amigos, orienta, se hace visible aquí, allí. Demuestra que la vida sigue, vibrante.
El Suyo es el mensaje de vida que nunca muere.
¿No es extraño que aún lo mentalicemos, tantas veces, clavado en la cruz?
Pocos lo recordamos como vencedor de la muerte. Pocos recordamos la ascensión, en Galilea, bajo la mirada de los quinientos discípulos allí reunidos.
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¡Pensemos en eso!
El Señor Jesús nos legó el mensaje de la Inmortalidad. Toda Su enseñanza es de victoria sobre el mundo de las formas.
Meditemos al respeto y Lo recordemos glorioso, en el encuentro con María de Magdala, con los Apóstoles.
Recordemos sobretodo que Él nos dijo: No os dejaré huérfanos. Yo soy el Buen Pastor.
Y abracemos la esperanza, ciertos de que, como Él, todos venceremos a la muerte.
Redacción del Momento Espírita.
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