Juan C. Mariani |
El tiempo, como patrimonio divino del espíritu, renueva las inquietudes y angustias de cada siglo, en el sentido de aclarar el camino de las experiencias humanas. Pasan las razas y las generaciones, las lenguas y los pueblos, los países y las fronteras, las ciencias y las religiones. Un soplo divino hace moverse todas las cosas en ese torbellino maravilloso.
Las razas se sustituyen por las almas y las generaciones constituyen fases de su aprendizaje y provecho. Las lenguas son formas de expresión, dirigiéndose hacia la expresión única de la fraternidad y el amor, y los pueblos son los miembros dispersos de una gran familia trabajando para el establecimiento definitivo de su comunidad universal.
Las guerras han ensangrentado el camino de los pueblos en sus peregrinaciones incesantes hacia el conocimiento superior. Han caído los tronos de los reyes y se han con-vertido en polvo coronas milenarias. Los príncipes del mundo han vuelto al teatro de su vanidad orgullosa, con la vestidura humilde de los esclavos y, en vano, los dicta-dores han instigado y todavía lo hacen, a los pueblos de la Tierra, para la matanza y la destrucción.
El determinismo del amor y del bien es la ley de todo el universo y el alma humana emerge de todas las catástrofes en busca de una vida mejor. Sólo Jesús no pasó, en el camino doloroso de las razas, señalando la desaparición de todas las fronteras para el abrazo amoroso universal. Él es la Luz del Principio y en Sus manos misericordiosas reposan los destinos del mundo. Su corazón magnánimo es la fuente de vida para toda la humanidad terrestre. Su mensaje de amor, en el Evangelio, es la eterna palabra de resurrección y justicia, de fraternidad y misericordia. Todas las cosas humanas pasarán y cambiarán. Sin embargo, Él, es la Luz de todas las vidas terrestres, inaccesible al tiempo y a la destrucción.
Sí, el mundo era un inmenso rebaño desgarrado. Cada pueblo hacía de la religión una nueva fuente de vanidad, resaltando que muchos cultos religiosos de Oriente derivaban hacia el terreno disoluto de la inmoralidad, pero Cristo venía a traer al mundo los fundamentos eternos de la verdad y el amor. Su palabra, mansa y generosa, reunía a todos los infortunados y a todos los pecadores. Escogió los ambientes más pobres y humildes para vivir la intensidad de sus enseñanzas sublimes, mostrando a los hombres que la verdad no necesitaba el escenario suntuoso de los areópagos, los foros o los templos para hacerse oír en su misteriosa belleza.
Sus sermones, en la plaza pública, se dirigían a los seres más desprotegidos y abandonados, como para demostrar que Su palabra venía a reunir a todas las criaturas en la misma vibración de fraternidad y en el mismo camino luminoso del amor. Combatió pacíficamente todas las violencias oficiales del judaísmo, renovando la ley anti-gua con la doctrina del esclarecimiento, la tolerancia y el perdón.
De sus enseñanzas inolvidables se desprenden consecuencias para todas las áreas de la existencia planetaria, en el sentido de renovar los elementos sociales y políticos de la humanidad, mediante la transformación moral de los hombres dentro de una nueva era de justicia económica y concordia universal.
Puede parecer que las conquistas del verdadero Cristianismo todavía sean remotas, observando las doctrinas imperialistas de la actualidad, pero hay que reconocer que han transcurrido dos mil años desde la palabra divina.
Dos mil años en que los hombres se han destrozado en Su nombre, inventando banderas de separación y destrucción. Han incendiado y se han aniquilado en el nombre de Sus enseñanzas de perdón y amor, masacrando esperanzas en todos los corazones. De todas formas, el siglo presente debe señalar una transformación visceral en la vida humana. El dolor completará las obras generosas de la verdad cristiana, porque los hombres han rechazado el amor en su marcha hacia el progreso.
Esperemos la providencia de Aquel que guarda en Sus manos augustas y misericordiosas la dirección del mundo. “Bienaventurados los pacíficos, los que sufren, los humildes”.
El Espiritismo, en su misión de Consolador, es el amparo del mundo en este siglo de declive de su historia. Sólo él puede, en su aspecto de Cristianismo resucitado, salvar a las religiones que se apagan entre los choques de la fuerza y la ambición, del egoísmo y del dominio, señalando al hombre su verdadero camino.
El siglo que pasa efectuará la división de las ovejas del inmenso rebaño. Una tempestad de amargura barrerá toda la Tierra. Los hijos de la Jerusalén de todos los siglos deben llorar, contemplando esas lluvias de lágrimas y sangre que saldrán de las nubes pesadas de sus conciencias oscuras.
Después de la tiniebla surgirá una nueva aurora. Luces consoladoras envolverán todo el orbe regenerado en el bautismo del sufrimiento. El hombre espiritual estará unido al hombre físico para su marcha gloriosa en lo ilimitado, y el Espiritismo habrá retirado de sus escombros materiales el alma divina de las religiones, que los hombres han pervertido, uniéndolas en el abrazo acogedor del Cristianismo restaurado. Trabajemos por Jesús, aunque nuestro lugar de trabajo esté situado en el desierto de las conciencias. Todos estamos llamados a la gran labor y nuestro deber más sublime es responder a la llamada del Escogido.
Recordemos la misericordia del Padre y oremos. La noche no tardará en venir, y en la profundidad de sus sombras compactas, no nos olvidemos de Jesús, cuya misericordia infinita, como siempre, será la claridad inmortal de la alborada futura, hecha de paz, fraternidad y redención.
Amigos os deseo un feliz martes, este trabajo lo extraje del libro.”A Camino de la Luz” de Chico Xavier.
Aprendamos una lección vital en Familia: los hijos son el reflejo de todo lo que somos, hacemos, pensamos y sentimos. Nuestra forma de mostrarnos al mundo es la educación que ellos reciben para cuando sean adultos, padres, esposos, esposas... en definitiva ciudadanos del mundo. Seamos ejemplo de humanidad... nuestros hijos son los ciudadanos del futuro.
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