Somos nosotros mismos los que hacemos nuestro camino y después los denominamos de fatalidad.
¿No es coherente que cada uno de nosotros trabaje para alcanzar la propia felicidad? ¿No es lógico que debamos responsabilizarnos de nuestros actos? ¿No nos afirma la sabiduría del Evangelio que seriamos conocidos, exclusivamente, por nuestras obras?
En la cuestión 860 se pregunta: ¿El hombre puede por su voluntad y por sus actos, hacer que no se den acontecimientos que deberían verificarse recíprocamente?
Puede, si ese aparente cambio en el orden de los hechos tuviera cabida en la secuencia de la vida que eligió. Cree que hacer el bien, como le cabe, es lo que constituye el objetivo único de la vida, le faculta poder impedir el mal, sobre todo aquel que pueda concurrir para la producción de un mal mayor.”
Hacer a los demás seguros y felices es una misión imposible de realizar, si creemos que únicamente depende de nosotros la totalidad de su realización. Si así lo admitimos, pasamos, a partir de entonces, a esperar y a cobrar retribución; en otras palabras, la reciprocidad. ¿No sería más fácil que cada uno conquistase su felicidad para que después pudiese disfrutarla, conviviendo con alguien que también la conquistó por sí mismo? ¿Cuál es la razón para ofrecernos a los otros y, y que a su vez los otros también se den a nosotros? Por cierto, solo podemos enseñar o compartir lo que aprendemos.
Así lo dijo el apóstol Pedro: “No tengo oro ni plata; más lo que tengo, eso te doy
De esa manera, vivimos constantemente colocando nuestras necesidades en segundo plano y, al mismo tiempo, nos olvidamos de que la mayor de todas las responsabilidades es aquella que tenemos para con nosotros mismos.
Los acontecimientos exteriores de nuestra vida son el resultado directo de nuestras actitudes internas. Al principio, podemos recelar para asimilar y entender ese concepto, porque es mejor continuar creyendo que somos víctimas indefensas de fuerzas que no están bajo nuestro control. Efectivamente, somos nosotros mismos los que hacemos nuestro camino y después lo denominamos fatalidad.
¿Habrá fatalidad en los acontecimientos de la vida, conforme al sentido que se da a este vocablo? (…) ¿son predeterminados? Y, en este caso, que viene a ser el libre albedrio? preguntó Allan Kardec a los Sembradores de la Nueva Revelación. Y Ellos respondieron: “La fatalidad existe únicamente por la elección que el Espíritu hace, al encarnar (…) Eligiéndola, instituye para sí una especie de destino…
Es inevitable para todos nosotros el hecho de que vivimos, invariablemente, escogiendo. La condición primordial del libre albedrio es la elección y, para que podamos vivir, se torna indispensable escoger siempre. Nuestra existencia se hace a través de un proceso interminable de elecciones sucesivas.
He aquí un hecho incontestable de la vida: la madurez del ser humano se inicia cuando cesan sus acusaciones al mundo.
Entretanto, hay individuos que se juzgan perseguidos por un destino cruel y censuran todo y a todos, menos a ellos mismos. Recusan, sistemáticamente, la responsabilidad por sus desventuras, atribuyendo la culpa a las circunstancias y a las personas, también porque no reconocen la conexión existente entre los hechos exteriores y su comportamiento mental. En su interior, esas personas no definieron limites en su mundo interior y viven un verdadero enmarañado de energías desconectadas. Los límites nacen de nuestras decisiones profundas sobre lo que creemos son nuestros derechos personales.
La cuestión 851 de el Libro de los Espíritus nos dice que la fatalidad no existe nada más que para la elección que el espíritu hizo, al reencarnar; de las pruebas que quería sufrir. Eligiéndola instituyó para si una especie de destino, que es la consecuencia misma de la posición en la que se va a encontrar en la Tierra.
Se habla de las pruebas físicas, pues, en lo que toca a las pruebas morales y a las tentaciones, el Espíritu, conservando el libre albedrio en cuanto al bien y el mal, es siempre señor de ceder o resistir. Al verlo flaquear, un buen espíritu puede venir en su auxilio, pero no puede influir en él de manera que domine su voluntad. Un Espíritu malo, esto es, inferior; mostrándole y exagerando a sus ojos un peligro físico, lo podrá avalar y amedrentar. Eso si puede afectar la voluntad del espíritu encarnado que deja de conservar su libertad al actuar.
Nuestras demarcaciones establecen nuestro propio territorio, rodean nuestras fuerzas vitales y determinan las líneas divisorias de nuestro ser individual. Hay un espacio delimitado donde nosotros terminamos y los otros comienzan.
Algunas criaturas aprenderán, madurando desde la infancia, el sentido de los limites con los padres . Eso los mantiene firmes y saludables en sí mismos. Otras, sin embargo, no. Cuando llegan a la fase adulta, no saben cómo distinguir cuales son y cuáles no son sus responsabilidades. Muchos construirán muros de aislamiento que los separaran del crecimiento y de la realización interior, o incluso paredes con enormes cavidades que los tornaran susceptibles y a la confusión de sus emociones con las otras personas.
Los limites son el portal de las buenas relaciones. Tienen como objetivo tornarnos firmes y conscientes de nosotros mismos, a fin de ser capaces de aproximarnos a los otros sin sofocarlos o no respetarlos. Pueden también evitar que seamos constreñidos a no confiar en nosotros mismos.
Ser responsable implica la determinación para responder por las consecuencias de las actitudes adoptadas.
Ser responsable es asumir las experiencias personales, para atender una real comprensión de los aciertos y de los desengaños.
Ser responsable es decidir por sí mismo para donde ir y descubrir la razón del propio querer.
No existen “víctimas de la fatalidad”; nosotros somos los promotores de nuestro destino. Somos la causa de los efectos que ocurren en nuestra existencia.
Aceptar el principio de la responsabilidad individual es establecer límites, evitando complicaciones a nuestra vida, haciéndonos cada vez más conscientes de todo lo que acontece a nuestro alrededor.
Eligiendo con responsabilidad y sabiduría, podremos transmutar, sin excepción, las amarguras en las que vivimos en la actualidad. La auto responsabilidad nos proporcionará la dádiva de reconocer que cualquier cambio de ruta en el itinerario de nuestro “viaje cósmico” dependerá, invariablemente de nosotros.
El individuo que no acepta la responsabilidad de sus actos y, constantemente, crea alivios y recurre a simulaciones, culpando a los otros, es denominado inmaduro.
Nuestro modo de pensar atrae nuestras experiencias, pues pensar es un acto continuo de elegir. Evitar no pensar es también una elección; por tanto, somos nosotros los que fabricamos las fibras que confeccionarán la textura de nuestra existencia.
Cuando seleccionamos un determinado comportamiento cuyo resultado es posible prever, estamos también eligiendo ese mismo resultado y, obviamente, debemos aceptar la responsabilidad de tal hecho.
Somos responsables por la manera como nos relacionamos con las personas, esto es, cónyuges , hijos, parientes, amigos y conocidos, porque, ciertamente, nadie nos obliga a actuar de aquella manera o forma, mas, si así aconteciera, es porque nosotros mismos cedemos ante la exigencias de los otros.
Considerando que nuestras actitudes son como granos de arena, repitiéndolas, con cierta regularidad, crearemos pequeños montes. Todo se inicia con diminutos granos de arena. Inicialmente, forman una colina, luego después, un monte y, con la constante repetición de esas actitudes, se levantan enormes montañas y, finalmente una cordillera.
Somos responsables por todo lo que experimentamos en nosotros mismos; en fin creamos nuestra propia realidad.
¿El hombre puede, por su voluntad y por sus actos, hacer que no se den acontecimientos que deberían verificarse y recíprocamente? Puede, si esa aparente cambio en el orden de los hechos tuviera cabida en la secuencia de la vida que eligió¨
Siendo así, los Espíritus Sabios afirman que el cambio de nuestro destino solamente ocurre cuando realmente, asumimos la responsabilidad por nuestra vida, usando de determinación la voluntad. esa transformación, entretanto, no es realizada de un momento para otro, o incluso, no se trata de un simple querer caprichoso; en verdad, es el producto de una secuencia de elecciones a lo largo de innumerables experiencias y acontecimientos.
El individuo que no acepta la responsabilidad por sus actos y, constantemente, crea alivios y recurre a simulaciones, culpando a los otros, es denominado inmaduro
El hombre adulto se caracteriza por el hecho de que él mismo delimita su código de conducta moral, ya alcanzó un cierto grado de independencia interior y hace sus juicios basado en su autonomía.
Los ya maduros lograron un buen nivel de relación consigo mismos y, consecuentemente, con los otros; por eso, resuelven fácilmente tanto los conflictos internos como los externos. De esa manera, asumen la responsabilidad que les compete y están despiertos para la realidad.
La fase primordial de la vida se inicia en la total inconsciencia y, a partir de entonces, el principio inteligente progresa de manera gradual y constante rumbo a una cada vez mayor conciencia de sí, esto es, a la creciente iluminación de sus facultades y actividades íntimas. Las criaturas comienzan a notar primeramente los principios que les parecen venir de fuera y, después, en el correr del progreso espiritual perciben que todo se encuentra en su intimidad. No es el mundo el que se transforma; lo que acontece es que ellos cambian de niveles de conciencia, alternado el mundo en sí mismas.
En virtud de eso, el emérito pensador y escritor espirita León Denis resumió y estructuró, de modo coherente y homogéneo, que el psiquismo duerme en el mineral, sueña en el vegetal, siente en el animal piensa en el hominal y, por fin, llega a la vasta habilidad intuitiva en la fase angelical, dando continuidad a su proceso evolutivo por el infinito universo.
La propuesta del “despertar” de las almas es antiquísima y es encontrada en diversos pasajes del Nuevo Testamento. El Apóstol Páblo, el incomparable divulgador de la Buen Nueva, escribiendo a los Efesios, en el capitulo V; versículo 14, así se reporta: “Despierta tu que duermes, y levántate de entre los muertos…”
Despertar, entretanto, es condición ineludible para que lleguemos a las verdades trascendentes, reavivando en nosotros la conciencia para los objetivos esenciales de la eternidad.
Todos los esfuerzos de la criatura sirven a un único objetivo: tornarla más consciente, esto es, ampliar su propio modo de ver las cosas. No nos olvidemos, pues, de que la evolución de nuestras almas nada crea de nuevo; lo que hace es mejorar, progresivamente, nuestra forma de ver lo que siempre existió.
Sobre esa cuestión, los Espíritus Superiores aseveran, con mucha sabiduría, que la alteración en el rumbo de los acontecimientos, provocada por el hombre, puede darse”… si ese aparente cambio en el orden de los hechos tuviera cabida en la secuencia de la vida que el eligió…”. Por tanto, no podrá haber madurez vivencial sin que el individuo se conciencie plenamente de su libre albedrío y de que todo lo que sufre, o goza, percibe y experimenta es nada más que el reflejo de sí mismo.
Extraído del libro “Dolores del Alma” del espíritu Santo Neto por el espíritu Hammed
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"Porque no hay fe inalterable sino la que puede mirar frente a frente a la razón en todas las edades de la humanidad"
Kardec-
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