lunes, 7 de marzo de 2011

Toma de conciencia y estado de necesidad


Sólo cuando la necesidad ha llamado a la puerta de la Humanidad hemos buscado soluciones a nuestros problemas; ha sido el motor de las sucesivas civilizaciones. Xavier Llobet apunta más alto cuando incide en que la respuesta a nuestras necesidades espirituales actuales y a nuestro sufrimiento lo encontraremos en la responsabilidad y la concienzación de nuestro ser imperfecto, heredero de múltiples ocasiones fallidas, y la libre elección del bien como meta."

El espíritu trabaja con la intención de salvar óbices en cumplimiento de su instinto de conservación, siendo incitado a salvaguardar igualmente la vida de cuantos le rodean y recaigan sentimientos de amor, provocando el estímulo de sus facultades psíquicas y morales que a lo largo de las experiencias carnales va desarrollando.

La acumulación de experiencias reencarnatorias conjugadas con el libre albedrío, suponen que el ser reencarnado camina sobre una estrecha tabla y que cualquier paso en falso le conllevaría a una forzosa caída.

Los verdaderos males de los que sufre el espíritu, son sin duda gestados por sí mismo, por sus vicios en el amplio concepto del término. La voz de la conciencia es la que indica en cada momento cuándo y dónde debe pisar sobre seguro, es el registro donde queda instaurada la Ley de Dios, es el mejor libro Espírita abierto.

Sin embargo, junto a todo mal reside un remedio. Llega el instante en que el exceso de mal moral se vuelve intolerable y el hombre siente la necesidad de cambiar. Es precisamente este estado de necesidad en el que se sumerge el espíritu, reencarnado o en la erraticidad, lo que forzosamente lo empuja a su adelantamiento intelectual, psíquico y moral. La necesidad es la fiel compañera que le hace caminar firmemente y adoptar las mejores resoluciones una vez se haya precipitado en el angustioso abismo de sus errores y excesos.

Imperioso es que el ser pensante se adelante con respecto a las condiciones adversas que le afligen ocasionadas por sus propios errores. La toma de conciencia para establecer nuevos rumbos es el centro y motivo principal de la experiencia en la vestidura carnal. No únicamente es la expiación por la que se sufre, no únicamente es la prueba por la que se aprende, sino que el tiempo reencarnatorio también sirve para la concientización a fin de que el ser reencarnado logre acortar su proceso expiatorio.

De entre los atributos que imprimen la figura del Ser Supremo, nos encontramos con la Sabiduría, la Justicia y la Bondad.

La conjugación de estos tres predicados conlleva a la plasmación de Sus ideas en un acto de realización sublime, cuyo soplo divino gesta la aparición del espíritu sencillo e ignorante. Así, nos vemos compelidos a desarrollar nuestra actividad en un océano ilimitado en la inmensidad del universo.

Cuando observamos a nuestro alrededor, percibimos que todo lo que nos envuelve se encuadra en un dualismo del que no podemos escapar. La noche y el día; el frío y el calor; el sueño y la vigilia. En toda la naturaleza se observan concatenaciones de valores opuestos cuya persistencia en unos ahora, y en otros después, desembocan al movimiento, al cambio, al progreso.

Asimismo acontece con las ideas del Bien y del Mal, que reposan a uno y otro extremo de una balanza en constante movimiento, pues dependiendo de su mayor o menor relevancia la decantan hacia un lado o a otro.

La existencia del mal es una obviedad y su análisis ha sido objeto de estudio en todas las corrientes filosóficas de todos los tiempos. Igualmente a nosotros nos es preciso adentrarnos en las causas de ese mal; ubicar su origen, su procedencia, su dirección, saber dónde está ubicado, de dónde ha venido y hacia dónde se dirige.

Muchas son las corrientes del pensamiento que atestiguan que ante la magnanimidad del Ser Supremo, señalan a éste como el origen de la existencia del mal, pues es Él quien todo lo crea. Sin embargo, nuestra creencia espiritual, nos indica que de los atributos divinos no puede surgir ni una sola circunstancia que denote la presencia del mal. Entonces sólo nos cabría pensar en que el mal como atributo, podría recaer sobre un “ser especial”, que comúnmente se le otorga el nombre de Satanás en otras corrientes espirituales.

Aquí existirían dos opciones a dilucidar. La primera sería situar a ese ser maléfico en el mismo nivel de superioridad que Dios. Si bien, Kardec afirma que “esta hipótesis es inconciliable con la unidad que revela el orden universal”.1

La segunda hipótesis, nos haría pensar en un ser subordinado a la Figura Divina, aunque ello implicaría que su creación obedecería a la voluntad de Dios, cuestión que descartamos en atención a que pondríamos en tela de juicio la bondad de Dios “(…) ya que habría dado vida al espíritu del mal”.2

Los diferentes males que asolan la humanidad en general, y a los espíritus encarnados en particular, pueden o no depender de su propia voluntad. Los segundos serían todos aquellos que escapan a las riendas libres de actuación de todo ser pensante. Así, tendríamos el caso de las catástrofes naturales.

A lo largo de la evolución histórica de la humanidad, vamos observando como en el empeño de salvaguardar la propia existencia, el ser ha ido estableciendo mecanismos preventivos unos, de defensa otros y paliativos los últimos, a fin y efecto de contrarrestar todas y cada una de las consecuencias que determinados acontecimientos naturales pudieran afligir al hombre. En un claro ejercicio de su intelecto ha ido materializando vías tendentes a paliar o suprimir en la medida de lo posible las consecuencias de ese mal, en principio no generado por el espíritu a título individual.

Como consecuencia de ello, es extraíble la conclusión que determinadas circunstancias adversas han conllevando al desarrollo de la inteligencia y por ende a evitar estados de ociosidad, pereza o estancamiento.

El espíritu trabaja con la intención de salvar óbices en cumplimiento de su instinto de conservación, siendo incitado a salvaguardar igualmente la vida de cuantos le rodean y recaigan sentimientos de amor, provocando el estímulo de sus facultades psíquicas y morales que a lo largo de las experiencias carnales va desarrollando.

La acumulación de experiencias reencarnatorias conjugadas con el libre albedrío, suponen que el ser reencarnado camina sobre una estrecha tabla y que cualquier paso en falso le conllevaría a una forzosa caída.

Los verdaderos males de los que sufre el espíritu, son sin duda gestados por sí mismo, por sus vicios en el amplio concepto del término. La voz de la conciencia es la que indica en cada momento cuándo y dónde debe pisar sobre seguro, es el registro donde queda instaurada la Ley de Dios, es el mejor libro Espírita abierto.

“Si el hombre actuase conforme a las leyes Divinas evitaría los males más agudos y viviría feliz sobre la Tierra. Si no lo hace, es en virtud de su libre albedrío y por eso sufre las consecuencias que merece”.3

Sin embargo, junto a todo mal reside un remedio. Llega el instante en que el exceso de mal moral se vuelve intolerable y el hombre siente la necesidad de cambiar. Es precisamente este estado de necesidad en el que se sumerge el espíritu, reencarnado o en la erraticidad, lo que forzosamente lo empuja a su adelantamiento intelectual, psíquico y moral. La necesidad es la fiel compañera que le hace caminar firmemente y adoptar las mejores resoluciones una vez se haya precipitado en el angustioso abismo de sus errores y excesos.

Para el materialismo el mal y el dolor es una constante universal que siempre ha recaído en la humanidad. Determinadas corrientes religiosas, personifican el mal y el dolor en un ser superior al espíritu reencarnado, amo y señor de lúgubres lugares donde residen aquéllas almas que han contravenido las leyes o dogmas de la correspondiente doctrina; mientras que raros elegidos son aptos para residir en determinados paraísos en los que reina la felicidad.

Para el creyente de determinados movimientos religiosos, la separación definitiva de los seres que se aman con posterioridad a la desencarnación es tan perpetua como la de cualquier corriente materialista.

Sin embargo, el Espiritismo enseña el carácter transitorio del mal, en atención a la propia voluntad del sufridor, teniendo presente que a más tardar este mal desaparecerá cuando resurja aquel estado de necesidad, y que la referida voluntad podrá ponerse en práctica y actuar gracias a la Ley de Justicia que recae sobre la Reencarnación.

Imperioso es que el ser pensante se adelante con respecto a las condiciones adversas que le afligen ocasionadas por sus propios errores. La toma de conciencia para establecer nuevos rumbos es el centro y motivo principal de la experiencia en la vestidura carnal. No únicamente es la expiación por la que se sufre, no únicamente es la prueba por la que se aprende, sino que el tiempo reencarnatorio también sirve para la concientización a fin de que el ser reencarnado logre acortar su proceso expiatorio.

La Ley de Acción y Reacción es sabia, justa y bondadosa. La Ley de la Reencarnación es el claro ejemplo de la nueva oportunidad concedida de forma satisfecha y envuelta con la Paciencia y la Confianza del Creador. Éste permanece paciente observando cómo nuestro espíritu deudor evoluciona gracias al movimiento inevitable de la balanza del Bien y del Mal cuyo vaivén provocamos a nuestra voluntad.

Nuestra voluntad pondrá en marcha todos los mecanismos aptos para que acontezca aquél estado de concientización. Caso que no ocurra, nos veríamos abocados a la espera, surgimiento o resurgimiento de ese inevitable estado de necesidad, exponente de la Ley del Progreso.

Gracias a la bondadosa Dádiva Divina, la Ley de Causa y Efecto permite al reencarnado moldear las características intrínsecas del dolor que se encuadran en su estipulada vivencia expiatoria. Así, toda expiación resulta maleable en atención al trabajo y al esfuerzo de su sufriente. Éste no queda punido en una sentencia proveniente de la aplicación de la ley del talión. Mas al contrario, dependiendo del rumbo que adopte en su marcha expiatoria podrá observar cómo se aminora la dureza de la prueba, mutando aquellas circunstancias a su alrededor, desapareciendo unas o surgiendo otras indicándole en consecuencia que sigue el camino correcto de su recuperación anímica, facilitándole por ello la labor, como respuesta a su toma de conciencia.

Mientras el ser no se concientice ni mude su casa mental, las durezas de las pruebas y expiaciones continuarán su curso hasta que sea necesario, hasta que aparezca irremediablemente ese estado de necesidad.

Joanna de Ángelis nos indica que en la edad temprana se sitúa el momento en que empiezan a movilizarse los mecanismos de discernimiento y de actuación del ser humano para trabajar de conformidad con la Ley Divina. En efecto, “la experiencia del Bien y del Mal comienza en la infancia delante de las actitudes de los padres y de los demás familiares”4. Ello puede acontecer por un lado gracias a las directrices de comportamiento que los adultos ofrecen a los menores y, por otro lado, a los ejemplos de que puedan valerse los primeros frente a la cálida y atenta observación de los segundos.

Las correcciones comportamentales de los infantes, deben establecerse bajo el prisma seguro de estar obrando conforme al Bien. En caso contrario, la ausencia de explicaciones, respuestas o consecuencias adecuadas en el ánimo de corregir y educar pueden generar la incomprensión de lo suministrado y exigido al menor, interpretando éste dicha información o actuación requerida a cambio de la recriminada como apta simplemente por el hecho de evitar puniciones futuras. En estos casos, puede surgir el sentimiento de culpabilidad del menor que tendrá como única vía de escape reacciones enmascaradas con el odio o por el resentimiento cuando se sienta ya liberto de la imposición del “ascendiente moral”, acarreando con posterioridad posibles episodios depresivos o de trastorno de la personalidad.

Ello indica que el Bien no se impone, que el Bien en ningún caso puede ser revestido de los caracteres de la represión. En razón de eso, continúa Joanna de Ángelis, “(…)se hace más difícil la asimilación e incorporación de los valores del Bien en un adulto aclimatado a la agresión, a las luchas, en las cuales predominó el Mal, tuvo su victoria, los resultados placenteros del ego, la vitalización de los comportamientos opresores, que generan héroes poderosos, pero que no escaparon de las áreas de los conflictos por donde continúan transitando”.5

Así, en edad adulta la tarea es doble y más lenta “porque tendrá que modificar las constricciones del ego y a través de la reflexión, de los ejercicios de meditación y evaluación de la conducta, sustituir los hábitos enraizados por nuevos comportamientos compensadores para el yo superior”.

Cuando quien pauta su existencia bajo los prismas de la negatividad, de la inquietud o de la enfermedad, bajo aspectos perturbadores y de insatisfacción, únicamente transmite desarmonía a su rededor, enfermedad, depresión y alucinaciones crueles, pudiendo, en su declive y por falta de la toma de conciencia en la adopción del rumbo correcto, constituir psicopatologías de los más diversos grados y adentrarse igualmente en las áreas de la obsesión espiritual o de la autoobsesión.

Aquí la toma de conciencia sugiere al ser sufriente ya en estos términos, el indemorable cambio de actitud mental hacia el encuentro con el Bien, antes de ser abocado al estado de necesidad del cambio, cuando cansado del mal busque remedio en el Bien, dilatando y retardando sus estadías carnales con ocasión de no haber movilizado los recursos que tienden a aminorar las duras pruebas.

Tales recursos reposan en la oscura conciencia del reencarnado, lugar que precisa ser iluminado por el Espiritismo como Consolador prometido por Jesús y que viene a traernos “el conocimiento de las cosas (…), el llamamiento a los verdaderos principios de la Ley de Dios y el consuelo por la fe y la esperanza”.6

Tres estadios distintos nos ofrece la Doctrina Espírita entre los que nos podemos encontrar a título individual: el estadio del conocimiento doctrinario; una vez adquirido ese conocimiento aparece el estadio de la consolación de los dolores presentes ocasionados de pretéritas actuaciones; y finalmente el llamamiento a los verdaderos principios de la Ley de Dios, esto es, al cambio o mudanza de nuestro vida mental a fin y efecto que se vaya modificando nuestra vida comportamental. Lógicamente el primer paso es conocer la Doctrina, el segundo paso y una vez conocida, nos ofrece el consuelo necesario a nuestras atribuladas vidas, y finalmente una vez consolados, nos incita a responder a ese llamamiento a los verdaderos principios de la Ley de Dios a fin de no generar nuevas deudas. Pues como así elucidó Chico Xavier, aunque nadie pueda volver atrás y hacer un nuevo comienzo, cualquiera puede comenzar ahora y hacer un nuevo fin.

Y usted, ¿En cuál de los tres estadios se encuentra?


Xavier Llobet
Centro Espírita Irene Solans, Lleida
Artículo publicado en el número 4 de la revista "Actualidad Espiritista"

Blog del mismo autor y temáticas:  elespiritistadealbacete.blogspot.com

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