martes, 20 de agosto de 2019

La Vejez

 INQUIETUDES ESPÍRITAS

1.- ¿ El Cielo existe?
2.-  El Ejercicio de la Mediumnidad
3.-  Los buenos espíritas
        Frase de Emmanuel
4.-  ¿ Por qué creo en la inmortalidad?
5.-   La Vejez





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        ¿EL CIELO EXISTE?





¿El Cielo existe? Hablar del “Cielo” con cierto rigor es una misión casi imposible, por la cantidad de connotaciones religiosas que lleva aparejado este concepto. Ya de por sí, el término es asociado a un lugar determinado. Según definición de la RAE (Real Academia de la Lengua): “En la tradición cristiana, morada en que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan de la presencia de Dios”.
 Durante siglos, y como ya hemos comentado en otras ocasiones, ha existido la firme e implacable voluntad por parte de las autoridades religiosas de controlar las creencias y las posturas que eran consideradas aceptables respecto al Más Allá. La vida futura quedaba reducida a una serie de alternativas, de premios o castigos, consecuencia de la naturaleza de los actos de la vida, y la predisposición al arrepentimiento de los pecados y la posibilidad del perdón divino. Si eras malo ibas al Infierno, si eras bueno y cumplías con los preceptos religiosos, ibas al Cielo. Un Cielo que es representado como una especie de oasis contemplativo, con la visión permanente de Dios y de toda su inmensidad. Hasta ahí llega la imaginación, se para y ya no da para más.
Se trata de un Cielo donde sus pobladores no poseen ni la capacidad para contactar ni la de intervenir en el plano físico; de eso se encargan los ángeles que han sido creados al margen del resto, son seres privilegiados que no han hecho ningún mérito para ser lo que son. Al mismo tiempo, el reencuentro con los seres queridos solo será posible, según esta idea, cuando todos hayan muerto. Mientras tanto, a los que todavía se encuentran en el mundo físico, y como sólo se vive una vez, apenas queda la esperanza y el consuelo de aspirar a alcanzar ese mismo Cielo feliz a través del bien y el cumplimiento de los preceptos establecidos; de lo contrario, y según estas ideas ya desfasadas, el reencuentro será eternamente imposible.
Esta visión tan limitante como ilógica de lo que se ha considerado como Cielo, según estas creencias dogmáticas, es uno de los motivos que explican la distancia que ha existido entre la ciencia y la espiritualidad hasta hace unas décadas. La ciencia, siguiendo su camino, nos ha demostrado que no somos, ni mucho menos, el centro del universo. La visión limitada de la vida y del cosmos se ha visto superada por los enormes avances científicos. Hoy día se habla de otras dimensiones, de varios niveles de conciencia que hacen que la felicidad sea un estado interior y que no dependa de lo externo. Las creencias limitantes han dado paso a un escenario de reflexión, de amplitud de miras, de fe razonada que nos abre un sinfín de posibilidades. Como decía Ortega y Gasset: “En las creencias estamos”. No obstante, la realidad es tozuda y no paramos de descubrir nuevos ángulos de esa misma realidad. Somos nosotros los que tenemos la llave, la libertad y la posibilidad de cambiar para ser capaces de captar la grandeza que nos rodea.
“En esa inmensidad sin límites, ¿dónde se halla el Cielo? Por doquier, pues no tiene límites; los mundos felices son las últimas estancias antes de llegar a él; las virtudes abren el camino, los vicios cortan el acceso”. Capítulo III; 18. Allan Kardec.
Tampoco podemos creer que lo que podríamos denominar como Cielo sea un lugar de inactividad y de contemplación perpetua. No olvidemos la inolvidable respuesta del Maestro cuando le increpaban porque curaba en sábado, día festivo para los judíos: “Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo”. (San Juan; 5, 17).                                                                                                                             El mensaje del Maestro es muy claro y profundo. El Padre trabaja desde la noche de los tiempos. No nos podemos imaginar un solo instante de inactividad. Para ello sólo basta observar el Universo, los distintos soles y planetas formando los casi infinitos sistemas solares, en constante movimiento armónico. O aquí mismo, en nuestro planeta, podemos examinar a la naturaleza cómo actúa sin cesar, la propia vida esforzándose por abrirse paso. Nada permanece estático. Si además, por las informaciones que poseemos, el plano material es un pálido reflejo de la realidad espiritual, en consecuencia nos podremos dar cuenta fácilmente de que la actividad en los planos superiores, inmateriales, debe de ser todavía mucho mayor.
“El Universo es, al mismo tiempo, un mecanismo inconmensurable conducido por un número no menos inconmensurable de inteligencias; un inmenso gobierno donde cada ser inteligente tiene su parte de acción bajo la mirada del soberano Señor, cuya voluntad única mantiene en todas partes, la unidad”. (La Génesis, Capítulo XVIII, 4Allan Kardec).                                             
El espíritu, desde que es creado, trae una misión a cumplir; para ello, comienza su largo periplo de crecimiento, de expansión de su conciencia, de control de sus instintos para dar paso a las percepciones más sutiles y elevadas. Muchas existencias de trabajo, sacrificio, dolor, caídas y ascensiones. El Homo sapiens va dando paso al Homo spiritualis. Las imperfecciones morales poco a poco van perdiendo fuerza en el espíritu a través de las pruebas que la vida una, durante sus múltiples existencias, le proporciona. Del mismo modo, con el paso del tiempo el espíritu se engrandece, las cualidades y virtudes se desarrollan, así como sus capacidades de trabajo y servicio, aumentando sus responsabilidades en el concierto universal. Es, en definitiva, una ascensión perpetua hacia la plenitud, hacia la perfección.
“Las atribuciones de los espíritus guardan relación directa con su progreso, iluminación, capacidad, experiencia y grado de confianza que inspiren al Soberano Señor. No existen privilegios ni favores… Las misiones más importantes son confiadas a quienes Dios los sabe capaces de cumplirlas sin fallar”. (Capítulo III; 13.- Allan Kardec; El Cielo y el Infierno).
Por lo tanto, podemos decir que el grado de felicidad está en relación directa con el grado de progreso alcanzado. Esto es algo que al espíritu evolucionado le permite desarrollar misiones cada vez más delicadas e importantes en el concierto universal, lo cual aumenta su grado de satisfacción y de alegría interior. Estamos hablando de estados de conciencia y de percepción del espíritu que en el actual grado de evolución, así como el hecho de estar encarnados en un plano material, con los sentidos físicos, nos es muy difícil, por no decir imposible, comprender todavía.
Formamos parte, como hemos visto ya, de una unidad. Formamos parte de un todo, en donde la confianza de lo Alto nos la tenemos que ganar día a día. Dios asigna responsabilidades a todos los espíritus desde que son creados, desde las más ínfimas a las más grandes. Todas son importantes, todas tienen un porqué y para qué, un sentido superior. Hasta que no las cumplimos, no podemos pasar a otras más importantes, de mayor envergadura. Nada es producto del azar. Cuando nos preguntamos cuál es nuestra misión en la vida, debemos hacer un alto en el camino y, con serenidad y humildad, observar a nuestro alrededor para comprobar que tenemos una misión para con nosotros mismos, tratando de ser cada día mejores; tenemos una misión con la familia, dando ejemplo y ayudando en la medida de lo posible; tenemos una misión en nuestro trabajo, con los compañeros; también con los amigos, con la sociedad; etc.
Por otro lado, sabemos que existen distintos grados de evolución de los planetas; del mismo modo, existen distintos planos espirituales. A mayor elevación, mayor perfección y belleza. Las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM) nos dejan multitud de testimonios; luz y paz inefables al final de un túnel, descripciones maravillosas de realidades paralelas, como es el caso del archiconocido doctor Eben Alexander que nos habla de un escenario de gran hermosura. Son multitud de testimonios de personas a las que se les ha permitido, durante  momentos muy críticos de salud, debatiéndose entre la vida y la muerte, visitar regiones impensables para la gran mayoría de personas corrientes como nosotros. Son pruebas evidentes de una realidad que está al margen de creencias o supersticiones.
No es ya cuestión de una fe ciega, sino de una fe razonada y avalada por estos testimonios fuertemente vividos, así como otras vías de información espiritual que nos hablan de esa realidad espiritual, como es el ejemplo de las informaciones recogidas a través de la mediumnidad, donde nos hablan los propios espíritus de lugares paradisiacos, alejados de las sombras y de las miserias características de mundos como el nuestro, sin desdeñar la grandeza que también albergan.
Las experiencias vividas por esas personas, así como el resto de testimonios que por diferentes medios nos van llegando, nos permiten poseer una claridad que nos ofrece seguridad sobre el porvenir. Ya no es tiempo para las utopías, ya no es momento para sostener unas creencias dogmáticas que no resistan al análisis, a la razón.
El Cielo existe, pero no como nos lo habían contado. El Cielo se construye y se gana día a día, superando los conflictos y las pruebas temporales que nos preparan para las adquisiciones, los valores del espíritu eterno e inmortal. La seguridad en el porvenir reporta al espíritu mayor fuerza y mayor ánimo, le facilita el éxito en sus empresas, calma y paciencia en las batallas de la vida y resignación ante aquello que no puede cambiar, pues estamos en manos de alguien infinitamente sabio que sabe lo que nos conviene, en el transcurso de una preparación meticulosa hacia un futuro lleno de posibilidades y de plenitud.
¿El Cielo existe? por: José M. Meseguer                                                                 Amor, Paz y Caridad
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EL EJERCICIO DE LA MEDIUMNIDAD
Nada grande se obtiene sin trabajo. Una lenta y laboriosa iniciación se impone a todos los que buscan los bienes superiores. Como todas las cosas, la formación y el ejercicio de la mediumnidad encuentran dificultades señaladas ya muchas veces, y nos parece necesario volver a tratar de ellas e insistir, a fin de poner a los médiums en guardia contra las falsas interpretaciones y contra las causas de error y desaliento. 
Tan luego como las falcultades del sujeto, ya un tanto educadas por un trabajo preparatorio, empiezan a dar resultados, es casi siempre por medio de relaciones establecidas con los elementos inferiores del mundo invisible. 
Estamos rodeados de una multitud de espíritus ávidos siempre de entrar en comunicación con los humanos. Esta multitud se compone especialmente de almas poco adelantadas, de espíritus ligeros, malos a veces, a quienes la densidad de los fluidos mantiene encadenados a nuestro mundo. Las inteligencias elevadas, de fluidos sutiles, de aspiraciones puras, no quedan confinadas en nuestra atmósfera después de la separación carnal. Ellas suben más alto, hacia los centros que les asigna su grado de adelanto. Es cierto que descienden de ellos, con frecuencia, para velar por los seres queridos, se mezclan con nosotros; pero solamente con un objeto útil y en casos de importancia. 
Resulta de esto que los principiantes no obtienen generalmente más que comunicaciones sin valor, respuestas triviales, guasonas, inconvenientes a veces, que les disgustan y les desalientan. En otros casos, el médium inexperimentado recibe por la mesa o por el lápiz (1), mensajes firmados por nombres célebres, conteniendo revelaciones apócrifas que captan su confianza y le llenan de entusiasmo. El inspirador invisible, conociendo sus lados flacos, lisonjea a su amor propio y sus ideas, sobreexcita su vanidad colmándole de elogios y prometiéndole maravillas. Le aparta poco a poco de otra influencia, de todo consejo ilustrado, y le lleva a aislarse en sus trabajos. Es el principio de una obsesión, de un acaparamiento que puede conducir al médium a resultados deplorables* 
LEÓN DENIS 
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                LOS BUENOS ESPÍRITAS 
4. El Espiritismo bien comprendido, pero, sobre todo, bien  sentido, conduce forzosamente a los resultados expresados anteriormente, que caracterizan al verdadero espírita como al  verdadero cristiano, que son la misma cosa.  El Espiritismo no creó ninguna moral nueva; facilita a los hombres la inteligencia y la  práctica de la moral de Cristo, dando una fe sólida y esclarecida a los que dudan o vacilan. 
  Pero muchos de los que creen en los hechos de las manifestaciones, no comprenden ni sus consecuencias, ni su alcance moral; o, si los comprenden, no se las aplican a sí mismos. ¿A qué se debe esto? ¿A falta de precisión de la doctrina? No, porque no contiene ni alegorías ni figuras que puedan dar lugar a falsas   interpretaciones; su esencia misma es la claridad y esto es lo que constituye su fuerza, porque va directo a la inteligencia. Nada tiene de misteriosa y sus iniciados no están en posesión de ningún secreto oculto para el vulgo. 
Para comprenderla, ¿es preciso una inteligencia fuera de lo común? No, porque se ven hombres de una capacidad notoria que no la comprenden, mientras que inteligencias vulgares y aun de jóvenes apenas salidos de la adolescencia, comprenden sus matices más delicados con admirable precisión. Esto depende de que la parte de algún modo material de la ciencia, sólo requiere vista para observar, mientras que la parte esencial requiere cierto grado de sensibilidad que se puede llamar la madurez del sentido moral, madurez independiente de la edad y del grado de instrucción, porque es inherente al desarrollo, en un sentido especial, del Espíritu  encarnado. 
En algunos, los lazos de la materia son aún muy tenaces para permitir al Espíritu desprenderse de las cosas de la Tierra; la niebla que los rodea les quita la vista del infinito; por esto no rompen fácilmente ni sus gustos, ni sus costumbres, ni   comprenden nada mejor de lo que ellos poseen; la creencia en los Espíritus es para ellos un simple hecho, pero modifica muy poco o nada, sus tendencias instintivas; en una palabra, sólo ven un rayo de luz insuficiente para conducirles y darles una aspiración poderosa y capaz de vencer sus inclinaciones. Se apegan más a los fenómenos que a la moral, que les parece banal y monótona; piden sin cesar a los Espíritus que les inicien en nuevos misterios, sin preguntar si se han hecho dignos de entrar en los secretos del Creador. Estos son los espíritas imperfectos, de los cuales algunos se quedan en el camino o se alejan de sus hermanos en creencia,  porque retroceden ante la obligación de reformarse, o reservan sus simpatías para los que participan de sus debilidades o de sus prevenciones. Sin embargo, la aceptación del principio de la doctrina es un primer paso que les hará el segundo más fácil en otra existencia. 
El que puede con razón ser calificado de verdadero y sincero espírita, está en un grado superior de adelantamiento moral; el Espíritu que domina más completamente la materia, le da una percepción más clara del porvenir; los principios de la doctrina hacen vibrar en él las fibras que permanecen mudas en los primeros; en una palabra, fue tocado en el corazón; su fe es también a toda prueba. Uno es como el músico que se conmueve con ciertos acordes, mientras que el otro sólo comprende los sonidos. Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones; mientras el uno se complace en un horizonte limitado, el otro, que comprende alguna cosa mejor, se esfuerza para librarse de él y lo consigue cuando tiene una voluntad firme. 
EL EVANGELIO SEGÚN EL ESPIRITISMO 
ALLAN KARDEC. 
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"Feliz aquel que transmite lo que sabe y aprende de lo que enseña".
-Emmanuel- (Camino, Verdad y Vida)

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¿POR QUÉ CREO EN LA INMORTALIDAD?




                   Fotografía: Materialización del Espíritu Kati King
                           

   Hace muchos siglos, Cícerón escribió: hay en el espíritu de los hombres, no sé porque, un cierto presagio de una existencia futura, la cual crea raíces profundas en los mayores genios y en las almas más sublimes.”

    Hellen Keller, escritora, conferencista y consejera de la Fundación Americana de los Ciegos, declaro: “El hecho de ser ciega y sorda para el mundo material me ayuda a desenvolver la conciencia del mundo invisible, espiritual. Conozco  a mi amigos no por la apariencia física, sino  por su espíritu.Gracias a eso, la muerte  no me separa de aquellos que amo. El cualquier momento puedo traerlos para cerca de mí,  con el fin de alegrar mi soledad. Por tanto, para mi no hay muerte en el sentido de la cesación de la vida.
   Los que ven acostumbran  a confiar exclusivamente en lo que ven. Cuando un ente querido muere  y deja de ser visto, pierden el contacto con él.
   Tengo   embotado el sentido de lo invisible, al paso que el sentido interior  me proporciona la visión de lo invisible.
   Cuando vagueo por la oscuridad, deparando con dificultades, tengo conciencia de voces animadoras que murmuran en el mundo del espíritu.
Emparedada en el silencio y en las tinieblas poseo la luz que me dará la visión mil veces más clara  cuando la muerte me ponga en  libertad.”

¡El teólogo y filosofo inglés, Hames Matineau dijo, cuando conmemoraba sus 80 años: “como fue reducida la parte del trabajo de  mi vida que conseguí ejecutar!
   “Nada es tan claro como esto: la vida en la Tierra, aun la más plenamente vivida; es apenas un fragmento. Así, la vida intelectual y espiritual del hombre en la Tierra no es un círculo perfecto  y completo, sino una parábola que cada vez más se extiende para el infinito.
    Esta tierra no nos da a beber de la copa hasta el final de la vida. Nos permite sólo un sorbo de amor, la belleza, el carácter y la verdad."
“Si la muerte es el fin de todo, el trofeo está, por así decir, irónicamente apartado de nosotros. Un Dios digno de confianza no procedería así."

Hornell Hart, profesor emérito de sociología en la Universidad de Duke, así se expreso en los años 60: “Mi creencia personal de la inmortalidad ha sido inmensurablemente  fortalecida por la investigación física.   Esa investigación, hace más de 75 años, esclareció una cuestión que me afligió por largo espacio de tiempo: ¿“el yo, el Espíritu, el alma sobrevive a la muerte?
   “Más de 3 millones de experiencias, como las efectuadas en la Universidad de Duke, por el Dr. Joseph Banks Rhine, y en otros lugares, demostraron que el Espíritu humano puede funcionar independientemente de espacio y tiempo,  como nosotros entendemos.”
“El Hecho de poder nuestra conciencia observar  y operar separadamente del cerebro  y del organismo material refuerza mi creencia en que el alma transciende al cuerpo.”

Esas anotaciones demuestran que la inmortalidad es individualidad del alma, bien como su consecuente evolución infinita, es una necesidad lógica para todos aquellos que acreditan en un Dios sabio y justo.

   ¿Usted sabe?

   Que el Dr. Charles Richet,, premio Nobel de Fisiología en 1913 y creador de la Metapsíquica, estudió, por largo tiempo, los fenómenos de apariciones tangibles  de personas ya fallecidas?

   El pudo observar y conversar con esos espíritus, materializados, obteniendo de ellos informaciones valiosas acerca de la vida después de la muerte.   Sus principales obras en esa materia fueron: “Tratado de Metapsíquica”, “El Sexto sentido”, “El futuro de la Premonición” Y “La Gran Esperanza”.

Redacción de Momento Espirita 

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     La Vejez






ancianosLa vejez es el otoño de la vida; en su último declive, es su invierno. Sólo con pronunciar la palabra vejez, sentimos el frío en el corazón; la vejez, según la estimación común de los hombres, es la decrepitud, la ruina; recapitula todas las tristezas, todos los males, todos los dolores de la vida; es el preludio melancólico y desolado del adiós final. En esto hay un grave error. Primero, por regla general, ninguna fase de la vida humana está totalmente desheredada de los dones de la naturaleza, y todavía menos de las bendiciones de Dios.
¿Por qué la última etapa de nuestra existencia, aquella que precede inmediatamente el coronamiento del destino, debería ser más afligida que las otras? Sería una contradicción y no correspondería con la obra divina, pues todo en ella es armonía, como en la viva composición de un concierto impecable. Al contrario, la vejez es bella, es grande, es santa; y vamos a estudiarlo un instante, a la luz pura y serena del Espiritismo.
Cicerón escribió un elocuente tratado de la vejez. Sin duda, encontramos en estas páginas célebres algo del genio armonioso de este gran hombre; sin embargo, es una obra puramente filosófica y que contiene sólo puntos de vista fríos, una resignación estéril, y de abstracciones puras. Es en otro punto de vista que hay que colocarse, para comprender y para admirar esta peroración augusta de la existencia terrestre.
La vejez recapitula todo el libro de la vida, resume los dones de otras épocas de la existencia, sin tener las ilusiones, las pasiones, ni los errores. El anciano ha visto la nada de todo lo que deja; ha entrevisto la certeza de todo lo que va a venir, es un vidente. Sabe, cree, ve, espera. Alrededor de su frente, coronada de una cabellera blanca como de una cinta hierática de los antiguos pontífices, alisa una majestad totalmente sacerdotal. A falta de reyes, en ciertos pueblos, eran los Ancianos quienes gobernaban. La vejez todavía es, a pesar de todo, una de las bellezas de la vida, y ciertamente una de sus armonías más altas.
A menudo decimos: ¡que guapo anciano! Si la vejez no tuviera su estética particular, ¿a qué dicha exclamación?
No obstante, no hay que olvidar que en nuestra época, como ya lo decía Chauteaubriand, hay muchos viejos y pocos ancianos, lo que no es la misma cosa. El anciano, en efecto, es bueno e indulgente, ama y anima a la juventud, su corazón no envejeció en absoluto, mientras que los viejos son celosos, malévolos y severos; y si nuestras jóvenes generaciones no tienen ya hacia los abuelos el culto de otros tiempos es, precisamente en este caso, porque los viejos perdieron la gran serenidad, la benevolencia amable que hacía antaño la poesía de los antiguos hogares. La vejez es santa, es pura como la primera infancia; es por ello que se acerca a Dios y que ve más claro y más lejos en las profundidades del infinito.
Es, en realidad, un comienzo de desmaterialización. El insomnio, que es la característica ordinaria de esta edad, es la prueba material. La vejez se parece a la víspera prolongada. En vísperas de la eternidad el anciano es como el centinela avanzado en el límite de la frontera de la vida; ya tiene un pie en la tierra prometida y ve la otra orilla y la segunda ladera del destino. De ahí esas «ausencias extrañas», esas distracciones prolongadas, que se toma por un debilitamiento mental y que son en realidad sólo exploraciones momentáneas del más allá, es decir, fenómenos de expatriación pasajera. He aquí lo que no se comprende siempre. La vejez, como tan a menudo decimos: es el ocaso de la vida, es la noche. El ocaso de la vida, es verdad; ¡pero hay tardes muy bellas y puestas del sol qué tienen reflejos apoteósicos! Es la noche, también es verdad; ¡pero la noche es muy bella con sus adornos de constelaciones! ¡Como la noche, la vejez tiene sus Vías Lácteas, sus caminos blancos y luminosos, reflejo espléndido de una vida larga plena de virtud, de bondad y de honor!
La vejez es visitada por los Espíritus de lo invisible; tiene iluminaciones instintivas; un don maravilloso de adivinación y de profecía: es la mediumnidad permanente y sus oráculos son el eco de la voz; de Dios. Es por eso que las bendiciones del anciano son santas dos veces; debemos guardar en su corazón los últimos acentos del anciano que muere, como el eco lejano de una voz querida por Dios y respetada por los hombres.
La vejez, cuando es digna y pura, se parece al noveno libro de Sybille que él sólo, vale lo que todos los demás, porque los recapitula y porque resumiendo todo el destino humano, anula a los otros. Persigamos nuestra meditación sobre la vejez, y estudiemos el trabajo interior que se cumple en ella. «De todas las historias, se dice, la más bella es la de las almas.» Y esto es verdad. Es bello penetrar en este mundo interior y sorprender en él las leyes del pensamiento, los movimientos secretos del amor.
La vejez contemplada en toda su realidad, devuelve al alma la verdadera juventud y el nuevo renacimiento en un mundo mejor. El alma del anciano es una cripta misteriosa, alumbrada por el alba inicial del sol del otro mundo. Lo mismo que las iniciaciones antiguas se cumplían en las salas profundas de las Pirámides, lejos de la mirada y lejos del ruido de mortales distraídos e inconscientes es, parsimoniosamente, en la cripta subterránea de la vejez que se cumplen las iniciaciones sagradas que preludian a las revelaciones de la muerte.
Las transformaciones o, mejor dicho, las transfiguraciones operadas en las facultades del alma por la vejez son admirables. Este trabajo interior se resume en una sola palabra: la sencillez. La vejez es eminentemente simplificadora de toda cosa. Simplifica primero el lado material de la vida; suprime todas las necesidades ficticias, las mil necesidades artificiales que la juventud y la edad madura habían creado, y que habían hecho de nuestra complicada existencia una verdadera esclavitud, una servidumbre, una tiranía. Lo diremos más alto: es un principio de espiritualización.
El mismo trabajo de simplificación se cumple en la inteligencia. Las cosas admitidas se vuelven más transparentes; en el fondo de cada palabra encontramos la idea; en el fondo de cada idea divisamos a Dios. El anciano tiene una facultad preciosa: la de olvidar. Todo lo que fue fútil, inútil en su vida, se borra; guarda en su memoria, como en el fondo de un crisol, sólo lo que fue sustancial. La frente del anciano no tiene ya nada de la actitud orgullosa y provocadora de la juventud y de la edad viril; se inclina bajo el peso del pensamiento como de la espiga madura. El anciano baja la cabeza y la inclina sobre su corazón. Se esfuerza en convertir en amor todo lo que queda en él de facultades, de vigor y de recuerdos. La vejez no es pues una decadencia: realmente es un progreso; una marcha adelante hacia el término: a este título es una de las bendiciones del Cielo.
La vejez es el prefacio de la muerte; es lo que la hace santa como la víspera solemne que hacían los antiguos iniciados antes de levantar el velo que cubría los misterios. La muerte es pues una iniciación. Todas las religiones, todas filosofías intentaron explicar a la muerte; bien poco conservaron de su verdadero carácter. El cristianismo la divinizó; sus santos la miraron frente a frente noblemente, sus poetas la cantaron como una liberación.
Sin embargo, los santos del catolicismo vieron en ella sólo la exoneración de las servidumbres de la carne, el rescate del pecado; y a causa de esto, hasta los ritos funerarios de la liturgia católica difunden un tipo de espanto por esta peroración, sin embargo tan natural, la existencia terrestre. La muerte simplemente es un segundo nacimiento; dejamos este mundo de la misma forma que entramos en él, según la orden de la misma ley. Un tiempo antes de la muerte, un trabajo silencioso se cumple: la des-materialización ya ha comenzado. A ciertos signos podríamos comprobarlo si los que rodean el moribundo no están distraídos en otras cosas. La enfermedad desempeña aquí un papel considerable: termina en algunos meses, en algunas semanas, en algunos días puede, lo que el trabajo lento de la edad había preparado: es la obra de «disolución» de la que habla el apóstol Pablo. Esta palabra «disolución» es muy significativa: indica claramente que el organismo se desagrega y que el periespíritu se «desata» del resto de la carne con la que fue envuelto.
¿Qué sucede en ese momento supremo que todas las lenguas llaman » la agonía «, es decir, decir el último combate? Lo presentimos, lo adivinamos. Un gran poeta moribundo tradujo este instante solemne con este verso: “Está aquí el combate del día y de la noche.”
En efecto, el alma entró en un estado crepuscular; está en el límite extremo, en la frontera de ambos tipos de mundo y visitada por las visiones iniciales de aquel en el que va a entrar. El mundo que deja le envía los fantasmas del recuerdo, y toda una comitiva de Espíritus le llega del lado de la aurora. Jamás morimos solos, igual que jamás nacemos solos. Los invisibles que nos conocieron, que nos amaron, que nos prestaron asistencia aquí abajo vienen para ayudar al moribundo a desembarazarse de las últimas cadenas de la cautividad terrestre. En esta hora solemne, las facultades crecen; el alma, medio liberada, se dilata; comienza a volver a su atmósfera natural, a repetir su vida vibratoria normal, y es para esto para lo que en este instante se revelan en algunos moribundos fenómenos curiosos de mediumnidad. La Biblia está llena de estas revelaciones supremas. La muerte del patriarca Jacob es el tipo consumado de desmaterialización y de sus leyes. Sus doce hijos están reunidos alrededor de su lecho, como viva corona fúnebre. El anciano se recoge, y después de haber recapitulado su pasado, sus memorias, profetiza a cada uno de ellos el futuro de su familia y su raza. Su vista todavía se extiende más lejos; percibe en la extremidad de los tiempos al que debe un día recapitular toda la mediumnidad secular del viejo Israel: el Mesías; y muestra como el último retoño de su raza, será el que resumirá toda la gloria de la posteridad de Jacob. Ningún faraón, en su orgullo, murió con semejante grandeza como este anciano oscuro e ignorado que expiraba en un rincón de la tierra de Gessen.
El ocaso de la vida, es el fin de un viaje penoso y a menudo de una prueba dura, es el momento de la reflexión en la que el pensamiento tranquilo y sereno se eleva hacia las regiones infinitas.
Volvamos al mismo acto de la muerte. La desmaterialización se cumplió, el periespíritu se libra del envoltorio carnal, que vive todavía algunas horas, algunos días tal vez, de una vida puramente vegetativa. Así los estados sucesivos de la personalidad humana se celebran en el orden inverso al que dirigió el nacimiento. La vida vegetativa que había comenzado en el seno materno se apaga aquí esta vez, la última; la vida intelectual y la vida sensitiva son las dos primeras en partir.
¿Qué sucede entonces? El Espíritu, es decir, el alma y su envoltorio fluídico, y por consiguiente el yo, se lleva la última impresión moral y física que le golpea sobre la tierra; la guarda un tiempo más o menos prolongado, según su grado de evolución. Es por eso que es importante rodear la agonía de los moribundos de palabras dulces y santas, de pensamientos elevados, porque son los últimos ruidos, estos últimos gestos, estas últimas imágenes que se imprimen sobre las hojas del libro subconsciente de la conciencia; es la última línea que leerá el muerto desde su entrada al más allá o tan pronto como sea consciente de su nuevo modo de ser.
La muerte es pues, en realidad, un paso; es una transición y una traslación. Si debíamos tomar de la vida moderna una imagen, lo compararíamos de buena gana con un túnel. En efecto, el alma avanza en el desfile de la muerte más o menos lentamente, según su grado de desmaterialización y espiritualidad.
La muerte es pues una mentira, ya que la vida, parece apagada, reaparece cada vez más radiante, en la certeza de la inmortalidad del alma. Es el despertar bendito.
Las almas superiores, que siempre vivieron en las altas esferas del pensamiento y de la virtud, atraviesan esta oscuridad con la rapidez del expreso que desemboca en un instante en la luz plena del valle; pero es el privilegio de un pequeño número de espíritus evolucionados: son los elegidos y los sabios.
No hablaremos aquí de criminales, seres animalizados a los instintos groseros, quiénes vivieron o más bien vegetaron toda una existencia en las bajuras, fondo del vicio o en la cloaca del crimen. Para ellos, es la noche, y una noche llena de horrorosas pesadillas. Nos cuesta, sin embargo, creer que las fronteras del más allá y el paso del tiempo a la vida errática sean pueblos de estos seres horrorosos que los ocultistas llaman los elementales.
Hay que ver en ello sólo símbolos e imágenes reflejos de las pasiones, los vicios, los crímenes que los perversos cometieron aquí abajo. Contemplemos aquí sólo las vidas ordinarias, las existencias que siguen tranquilamente las fases lógicas del destino. Es la condición común de la inmensa mayoría de los mortales. El alma entró en la galería sombría: queda allí en la oscuridad o en la penumbra próxima de la luz. Es el crepúsculo del más allá. Los poetas devolvieron muy afortunadamente este estado y describieron este medio día, este claro oscuro del mundo extraterreno.
Aquí, las analogías entre el nacimiento y la muerte son sorprendentes. El niño permanece varias semanas sin poder ver la luz y tomar conciencia de lo que le rodea. Sus ojos todavía no están abiertos, no más que la radiación de su pensamiento. Así, ante el nuevo nacimiento al mundo invisible, él mismo permanece también algún tiempo antes de darse cuenta de su modalidad de ser y de su destino. Oye a la vez los murmullos lejanos o próximos de los dos mundos; divisa movimientos y gestos que no sabría precisar ni definir.
Entrando despacio en la cuarta dimensión, pierde la noción precisa de la tercera, en la cual había siempre evolucionado. No se da cuenta más de la cantidad, ni del número, ni del espacio, ni del tiempo, ya que sus sentidos que, como tantos instrumentos de óptica, le ayudaban a calcular, a medir y pesar, se cerraron de pronto como una puerta para siempre condenada. ¡Qué estado extraño el de este alma el que busca a tientas, como el ciego, sobre el camino del más allá! Y sin embargo este estado es real. En este momento, las influencias magnéticas de la oración, de la memoria, del amor pueden desempeñar un papel considerable y apresurar el acceso de las claridades reveladoras que van a iluminar esta conciencia todavía adormecida, esta alma «en pena» de su destino. La oración, en este caso, es una evocación verdadera; es el llamamiento al alma indecisa y flotante. He aquí porque el olvido de los muertos, el descuido de su culto son culpables y nos hacen más tarde merecedores de olvidos semejantes. No obstante, este período de transición, esta parada en el túnel de la muerte son absolutamente necesarios, como preparación para la visión de luz que debe suceder a la oscuridad. Hace falta que los sentidos psíquicos se proporcionen gradualmente al nuevo hogar que va a alumbrarlos. Un paso súbito, sin transición alguna, de esta vida a la otra, sería un deslumbramiento que produciría una confusión prolongada. «Natura no facit saltus» (La naturaleza no da saltos) dice el gran Limado; esta ley rige parsimoniosamente las etapas progresivas del desempeño espiritual.
Es preciso que la visión del alma aumente para que el ave nocturna, que no puede fijar la subida de la aurora, consolide su endrina y pueda, como el águila, mirar frente a frente el sol, de un ojo intrépido. Este trabajo de preparación se cumple progresivamente, durante la parada más o menos prolongada en el túnel que precede la vida errática propiamente dicha, poco a poco la luz se hace primero muy pálida, como el alba inicial que se levanta sobre la cresta de los montes; luego, al amanecer sucede la aurora; esta vez, el alma divisa el nuevo mundo que habita: se mira y se comprende, gracias a una luz sutil que la penetra en toda su esencia.
Gradualmente, todo su destino, con sus vidas anteriores y sobre todo con la noción consciente y refleja de la última, va a revelarse como en un cliché cinematográfico vibratorio y animado. El espíritu, entonces, comprende lo que es, dónde está, lo que vale. Las almas van con un instinto infalible a la esfera proporcionada a su grado de evolución, en su facultad de iluminación, a su aptitud actual de perfectibilidad. Las afinidades fluídicas le conducen, como una brisa dulce pero imperiosa que empuja una barquita, hacia otras almas similares, con las cuales va a unirse en un tipo de amistad, de parentesco magnético; y así la vida, la vida verdaderamente social pero de un grado superior, se reconstituye absolutamente como en otro tiempo aquí abajo, porque el alma humana no sabría renunciar a su naturaleza. Su estructura íntima, su facultad de brillo le imponen la sociedad que merece.
En el más allá se reforman las familias, los grupos de almas, los círculos de espíritus, según las leyes de la afinidad y de la simpatía. El purgatorio es visitado por los ángeles, dicen los místicos teólogos. El mundo errático es visitado, dirigido, armonizado por los Espíritus superiores, diremos nosotros. Aquí abajo, entre los elegidos del genio, de la santidad y de la gloria, hubo y habrá siempre unos iniciadores. Son predestinados, misioneros, que recibieron para tarea de hacer adelantar al mundo en la verdad y la justicia, al precio de sus esfuerzos, de sus lágrimas y algunas veces de su sangre. Las altas misiones del alma jamás cesan. Los Espíritus sublimes, que instruyeron y mejoraron a sus semejantes sobre la tierra, continúan en un mundo superior, en un marco más vasto, su apostolado de luz y su redención de amor.
Es así, como lo decíamos al principio de estas páginas, que la historia eternamente recomienza y se torna cada vez más universal. La ley circular que preside el eterno progreso de los estados y de los mundos se celebra sin cesar en esferas y en orbes cada vez mayores; todo empieza de nuevo arriba, en virtud de la misma ley que hace que todo evolucione abajo. Todo el secreto del universo está allí. Las almas que son conscientes de haber carecido de su última existencia comprenden la necesidad de reencarnarse y se preparan para ello. Todo se agita, todo se mueve en estas esferas siempre en vibración y en movimiento. Es la actividad incesante, ininterrumpida, progresiva y eterna. El trabajo de los pueblos sobre la tierra no es nada en comparación de este trabajo armonioso de lo Invisible. Allá arriba, ninguna traba material, ningún obstáculo carnal detiene los arranques, desanima o disminuye el vuelo. Ninguna vacilación, ninguna ansiedad, ninguna incertidumbre. El alma ve el fin, sabe los medios, se precipita en la dirección donde debe alcanzarlo. ¿Quién nos describirá la armonía en estas inteligencias puras, el esfuerzo de estas voluntades derechas, el arranque de estos amores más fuertes que la muerte? ¿Qué lengua jamás podrá repetir la comunión sublime y fraternal de estos espíritus que tienen entre ellos diálogos ardientes como la luz, sutiles como perfumes, donde cada vibración magnética tiene su eco en el corazón mismo de Dios? Tal es la vida celeste; ¡tal es la vida eterna, y estas son las perspectivas que la muerte abre indefinidamente delante de nosotros! ¡Oh hombre! Comprende pues tu destino, sé orgulloso y feliz de vivir; ¡no blasfemes la ley del amor y de la belleza qué traza delante de ti caminos tan amplios y tan radiantes! Acepta la vida tal como es, con sus fases, sus alternativas, sus vicisitudes; es sólo el prefacio, el preludio de una vida más alta, donde planearás como el águila en la inmensidad, después de haberse arrastrado a duras penas en un mundo material e imperfecto. No es pues en absoluto por un himno fúnebre que hay que acoger a la muerte, sino por un canto de vida; porque no es en absoluto el astro de tarde que se levanta, cruel, sino más bien la estrella radiante de la verdadera mañana. Canta, oh alma, el himno triunfal, hosanna del siglo nuevo, en el cual todo va a nacer para destinos más gloriosos. Monta siempre más alto en la pirámide infinita de luz; ¡y como el héroe de la leyenda de Excelsior, ves a plantar tu tienda sobre el Tabor radiante de lo inconmensurable, de lo Eterno!
- León Denis-
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