Todo iba muy bien hasta aquel día. Ella era una mujer casada. Y muy bien casada. Era feliz. Su marido, un alto ejecutivo, a pesar de los constantes viajes que lo retenía fuera del hogar a periodos regulares, él era un hombre atento.
Nada había que ella desease que él no desease satisfacer. Una casa confortable, seguridad, cariño. Hasta aquel día, cuando la noticia llegó de repente: él sufrió un infarto. Ni una última palabra, un último abrazo. Nada.
El entierro fue triste y silencioso. Después sólo quedó una inmensa nostalgia. Todo era motivo de recuerdo.
Los libros de él, el jardín donde paseaban juntos. En todo la presencia-ausencia de él. Los días eran amargos.
Entonces, ella recibió una carta. Venía de otro Estado y estaba firmada por una mujer. En pocas líneas, la desconocida le hacía saber que el hombre por el cual lloraba había sido también su amor.
Y, como fruto de su relación de algunos años, ella tenía dos niñas pequeñas. Describía su drama. Las dificultades profesionales, las facturas que se amontonaban, las necesidades que crecían.
Rogaba disculpas por atormentarla, pero pedía auxilio para sus dos niñas.
La primera reacción fue de rebeldía, de rabia. Se sintió traicionada, amargada. Con el paso de los días, aquello fue arreciando y dando lugar a otro sentimiento.
Pensó en el amor que su marido debería tener por sus hijas. Ahora estaban huérfanas.
Por amarlo mucho, tomó una decisión. Respondió a la carta diciendo que se quedaría con las dos hijas. Asumiría su educación. Con una condición: la madre debería entregarlas a su cuidado indefinidamente.
Ajustaron detalles y decidieron un encuentro. Ella quería a las niñas. Pedazos de su amor que se fue. Habría de tratarlas como sus hijas. Eran amores de su marido.
En el aeropuerto se encontraron. De lejos, ella vio a la otra: joven, bonita. Era una silfide. Sintió celos. Las niñas eran bonitas.
La joven, con lágrimas en los ojos, se despidió de ellas, les hizo recomendaciones y se dispuso a partir.
Las niñas se fueron a ella, sollozando. La escena era conmovedora. Entonces la mujer sintió una onda de cariño invadirla y llamó a la joven madre. Vamos a ser una única y gran familia. Quédese con nosotros también. Seremos amigas y madres de las dos niñas sin padre.
Era el ‘milagro’ del perdón.
No del perdón de los labios, sino el perdón del corazón. El verdadero. El que coloca un velo sobre el pasado.
El único que es tenido en cuenta, pues Dios no se satisface con las apariencias. Él sonda la intimidad y conoce los más secretos pensamientos de los hombres.
El olvido completo y absoluto de las ofensas es propio de las grandes almas. Perdonar es pedir perdón para sí mismo. Al final, ¿quién de nosotros no necesita de el? ¿Quién de nosotros puede decir, en sana conciencia, que no comete equívocos?
Si alguien nos perjudicó, un motivo más para el ejercicio del perdón, pues el mérito es proporcionado a la gravedad del mal.
Olvidar el mal. Pensamos en el bien que se puede hacer. Cuidamos de retirar del corazón todo sentimiento de rencor. Dios sabe lo que se tarda en el fondo del alma de cada uno de Sus hijos.
Redação do Momento Espírita
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Redação do Momento Espírita
Bendigamos aquellos que se preocupan de nosotros, que nos aman, que atienden nuestras necesidades.... Valoremos al amigo que nos socorre, que se interesa por nosotros, que nos escribe,que nos telefonea para saber como nos va.... La amistad es un don de Dios, que más tarde habremos de sentir ante la falta de aquellos que no nos dejaron experimentar la soledad ¡.
- Chico Xavier -
( Ver blog elespiritadealbacete.blogspot.com )
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