jueves, 21 de marzo de 2019

Hablemos del aborto

 INQUIETUDES ESPÍRITAS

1-Hablemos del aborto
2-En el infinito y en la eternidad
3-Convergencia de hechos
4-El Consolador Prometido
5-Dios y el Universo


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                 HABLEMOS DEL ABORTO


Hace unas semanas, cuando a raíz de las declaraciones de algunos políticos la cuestión del aborto regresaba a las páginas de los periódicos, la ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo zanjaba el asunto con unas declaraciones para enmarcar: “Cuestionar el aborto no es volver al 85 sino a la Edad Media”. Lo que daba la oportunidad a Enrique García-Máiquez, siempre rápido al quite, de recordar aquel aforismo de Nicolás Gómez Dávila sobre la “Edad Media” como catalizador para detectar a los bobos.
Y es que, como acertadamente señala Alejandro Navas en su reciente y valiosísimo libro, Hablemos del aborto [1], quienes defienden la licitud de matar a los niños antes de que nazcan se van quedando sin argumentos a la luz de los últimos avances en genética y embriología y no les queda más que refugiarse en un voluntarismo irracional que funciona a base de eslóganes, gritos y amenazas, que eleva el aborto a la categoría de lo “sagrado intocable” pero donde ya no cabe la reflexión serena y rigurosa.
Pero precisamente ese tipo de reflexión es lo que aporta el libro de Alejandro Navas desde el convencimiento der que no podemos guardar silencio sobre un tema tabú pero que tiene enormes consecuencias. Cita Navas, por ejemplo, cómo los más sutiles análisis demográficos mantienen un increíble silencio sobre el aborto. Revisando un reciente estudio sobre el sombrío futuro demográfico de nuestro país que enumera cinco causas se sorprende de que entre ellas no se encuentre el aborto: “Más de dos millones de abortos en los últimos treinta años dejan huella demográfica. ¿Cómo se pasa por alto un fenómeno de tal magnitud”.
Fenómeno sin el que no puede entenderse el malestar de fondo que recorre la cultura occidental y que lleva a Alejandro Navas a proponer una audaz hipótesis que, no obstante, va cobrando sentido a medida que avanzamos en la lectura de esta obra: “la raíz profunda de la desmoralización que sufrimos está en el desprecio a la vida humana, manifestado en prácticas como el aborto o la eutanasia. La aceptación social y legal del aborto primero y de la eutanasia después constituye el big bang que ha generado un nuevo tipo de cultura. Si una sociedad juzga tolerable, más aún, da por bueno que podemos eliminar el embrión en el seno materno o acabar con el ya nacido cuya vida no reúne la calidad deseable, las demás infracciones acabarán pareciéndonos minucias, desviaciones sin importancia… Si se puede matar, ¿por qué no se va a poder insultar, agredir, violar, engañar, manipular?”.
Estamos ante el libro de un filósofo y sociólogo que no se deja contagiar nunca por el clima de griterío y aspavientos que suele rodear el debate sobre el aborto
Así, la raíz de los males que sacuden nuestras sociedades permanece oculta, es el tabú de nuestro tiempo, algo sobre lo que no queremos pensar (no sea que lleguemos a conclusiones incómodas) y que incluso preferimos ni nombrar, como si el negarle la palabra anulase su existencia, un poco como aquellos niños que, tapándose los ojos creen que hacen desaparecer aquello que les amenaza.
‘Hablemos del aborto’ parte del enfoque contrario: hay que hablar, hay que analizar, hay que reflexionar, hay que argumentar. Aun sabiendo que la inmensa mayoría de los defensores del aborto no quieren escuchar (y en esto Navas es muy realista), pero también sabiendo que es crucial romper esa barrera de silencio impuesta por la corrección política. Y lo hace con un tono pausado y cuidado, poco dado al histrionismo y muy rico en profusión de datos, no en vano estamos ante el libro de un filósofo y sociólogo que no se deja contagiar nunca por el clima de griterío y aspavientos que suele rodear el debate sobre el aborto.
El libro va pasando revista a las múltiples caras del fenómeno abortista, mostrando cómo éste no es algo anecdótico sino que su impronta se va dejando notar de múltiples maneras. Así, el autor se detiene en aspectos jurídicos, como por ejemplo la capitulación del Estado de Derecho, que con el aborto ya no puede pretender consistir en el sometimiento del más fuerte al imperio de la ley: “los débiles vuelven a quedar a merced de los fuertes en este retorno imprevisto a la ley de la selva”. También señala la evolución de la legislación abortista, citando a Mons. Chaput: “Ninguna persona, ninguna sociedad y ninguna nación pueden servir a dos señores. El mal no soporta a sus críticos. El mal no desea ser tolerado; tiene que ser reivindicado como derecho”.
Se detiene Navas en la incoherencia de reconocer los derechos de los discapacitados en el papel al mismo tiempo que se los detecta y elimina masivamente antes de nacer, o en la creciente protección a animales y plantas al mismo tiempo que se desprotege al niño en el seno materno (recuerda el autor que Clemente de Alejandría fustigaba ya en el siglo II a una sociedad en la que “hacen expósitos a los niños concebidos en casa y acogen a pajaritos, no admiten a un niño huérfano y crían papagayos”, nihil novum sub sole).
Sigue Alejandro Navas su esclarecedora revisión señalando el peligro de pasar a priorizar la santidad de la vida a la calidad de esa vida; se detiene luego a analizar el enorme negocio del aborto, tremendamente opaco y sobre el que los partidarios del aborto han impuesto un “apagón informativo”. Aborda también la manipulación del lenguaje, los mecanismos psicológicos por los que nos podemos llegar a acostumbrar a convivir con el asesinato masivo de seres humanos (y lo hace, no sólo desde el plano teórico, sino trayendo varios casos concretos de personas concretas y sus diferentes reacciones). Explica el fanatismo abortista de una izquierda escasa de argumentos, pero tampoco ahorra críticas a la miopía e incoherencia de una derecha complaciente y cobarde capaz de sacrificar la vida de miles de niños en aras a su bienestar económico (la aplicación fraudulenta de la ley del aborto del 85 ha sido ampliamente tolerada por los respectivos gobiernos del centroderecha español). Y no se deja el autor en el tintero ni el síndrome postaborto, ni el papel de las organizaciones supranacionales como naciones Unidas en la imposición del aborto a los países necesitados de ayudas, en lo que supone un neoimperialismo de la muerte.
No quiero alargarme mucho más, pero les animo a que echen un vistazo al índice para que comprueben la riqueza e importancia de este libro. Y una última recomendación: los capítulos dedicados a las distintas concepciones de la libertad son iluminadores y ayudan mucho a comprender los problemas de fondo de nuestra civilización.
Estamos ante un libro importante, muy documentado y que aborda el fenómeno del aborto en toda su amplitud y consecuencias, por lo que no dudamos en afirmar que debería de ser una especie de manual en las manos de todos aquellos que nos preocupamos por el futuro de nuestro mundo. Si es preciso romper el artificial silencio que se ha decretado sobre el aborto, el libro del profesor Navas es un tesoro que nos abre la puerta a múltiples y apasionantes debates que urge iniciar.
Art. tomado de Actuall

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  EN EL INFINITO Y EN LA ETERNIDAD


     Todas las religiones que se han sucedido en la historia de la humanidad, desde la teogonía de los arios, que parece datar de hace quince mil años y nos ofrece el tipo más antiguo, hasta el babismo de Asia, que data de este siglo y cuenta ya sin embargo con numerosos sectarios; desde las teologías más vastas y asentadas, como el budismo en Asia, el cristianismo en Europa y el islamismo en África, han dominado sobre inmensas zonas y a lo largo de largos siglos, hasta los sistemas aislados y muertos al nacer quienes, como la iglesia francesa del abad Chatel, o la religión fusionaria de Toureil, o el templo positivista de Auguste Compte, no han vivido más allá de una mañana. Todas las religiones, digo, tienen como meta y finalidad el conocimiento de la vida eterna. 

    Ninguna empero ha podido decirnos hasta el presente, qué es la vida eterna; ninguna tampoco ha podido enseñarnos qué es la vida actual, en qué difiere o en qué se adhiere a la vida eterna; qué es la Tierra donde vivimos; qué es el cielo hacia el cual todas las miradas ansiosas se elevan para demandarle el secreto del gran problema. 

    La impotencia de todas las religiones antiguas y modernas para explicarnos el sistema del mundo moral ha sido la causa de que la filosofía, descorazonada por sus silencios o sus ficciones, haya llegado a formar en su seno una escuela de escépticos, quienes, no solamente dudaron de la existencia del mundo moral, sino que llevaron la exageración hasta dudar de la presencia de Dios en la naturaleza y la inmortalidad de las almas intelectuales. 

    Nuestra filosofía espiritualista de las ciencias, fundada sobre la síntesis de las ciencias positivas, y especialmente sobre las consecuencias metafísicas de la moderna astronomía, es más sólida que ninguna de las antiguas religiones, más bella que todos los sistemas filosóficos, más fecunda que ninguna de las doctrinas, de las creencias, o de las opiniones emitidas hasta hoy por el espíritu humano. Nacida en el silencio del estudio, nuestra doctrina crece en la penumbra y se perfecciona sin cesar por una interpretación cada vez más desarrollada del conocimiento del universo; sobrevivirá a los sistemas teológicos y psicológicos del pasado, porque es la naturaleza misma la que observamos, sin prejuzgar, sin especular y sin temor. 

    Cuando en medio de una noche profunda y silenciosa, nuestra alma solitaria se eleva hacia esos lejanos mundos que brillan por encima de nuestras cabezas, buscamos instintivamente interpretar los rayos que nos vienen de las estrellas, porque sentimos que esos rayos son como otros tantos lazos fluídicos, enlazando los astros entre ellos en la red de una inmensa solidaridad. Ahora que las estrellas ya no son para nosotros clavos de oro fijados en la bóveda de los cielos; ahora que sabemos que esas estrellas son otros tantos soles análogos al nuestro, centros de variados sistemas planetarios, y diseminados a terroríficas distancias a través del infinito de los espacios; ahora que la noche ya no es para nosotros un hecho extendido al universo entero, sino simplemente una sombra pasajera situada detrás del globo terrestre en relación al sol, sombra que se extiende hasta una cierta distancia pero no hasta las estrellas, y que atravesamos cada día durante algunas horas debido a la rotación diaria del globo; aplicamos esos conocimientos físicos a la explicación filosófica de nuestra situación en el universo, y constatamos que habitamos la superficie de un planeta que, lejos de ser el centro y la base de la creación, no es más que un islote flotante del gran archipiélago, arrastrado, al mismo tiempo que miríadas de otros análogos, por las fuerzas directoras del universo, y que no ha sido marcado por el Creador por ningún privilegio especial. 

    Sentirnos arrastrados en el espacio es una condición útil a la exacta comprensión de nuestro lugar relativo en el mundo; pero físicamente no tenemos ni podemos tener esa sensación, porque estamos anclados a la Tierra por su atracción y participamos integralmente de todos sus movimientos. La atmosfera, las nubes, todos los objetos móviles o inmóviles pertenecientes a la Tierra, son arrastrados por ella, atados a ella, y por consiguiente relativamente inmóviles. Sea la que sea la altura a la cual nos elevamos en la atmósfera, no conseguiríamos nunca colocarnos fuera de la atracción terrestre y aislarnos de su movimiento para constatarlo; la misma Luna, a 96.000 leguas de aquí, es arrastrada en el espacio por la traslación de la Tierra. No podemos pues sentir el movimiento de nuestro planeta más que por el pensamiento. ¿Nos sería posible llegar a sentir esa curiosa sensación? Intentémoslo. 

    ¡Pensemos antes que nada que el globo sobre el cual nos encontramos, navega en el vacío a razón de 660.000 leguas por día, o 27.500 leguas por hora! 30.550 metros por segundo: es una velocidad cincuenta veces más rápida que la de una bala de cañón (siendo ésta de 550 metros). Podemos, no figurarnos exactamente esa rapidez inaudita, pero sí formarnos una idea que represente una línea de 458 leguas de largo, y pensar que el globo terrestre la recorre en un minuto. Perpetuamente, sin parada, sin tregua, la Tierra vuela así. Suponiéndonos situados en el espacio y esperándola cerca de su camino, para verla pasar ante nosotros como un tren expreso, la veríamos llegar de lejos bajo la forma de una brillante estrella. Cuando no estuviese más que a 6 o 700.000 leguas de nosotros, es decir veinte y cuatro horas antes de que nos alcance, parecería más grande que ninguna estrella conocida, menos grande que la Luna nos parece: como un gran bólido parecido a los que atraviesan a veces el cielo. Cuatro horas antes de su llegada, parece casi catorce veces más voluminosa que la Luna, y continuando hinchándose desmesuradamente, pronto ocupa una cuarta parte del cielo. Ya distinguimos sobre su superficie los continentes y los mares, los polos cargados de nieve, las franjas nubosas de los trópicos, Europa con sus costas desdentadas… y quizás distinguimos una pequeña plaza verdosa que no es más que la milésima parte de la superficie del globo, y que llaman Francia… Ya hemos constatado su movimiento de rotación sobre su eje… pero hinchándose, hinchándose más, de repente el globo se extiende como una gigantesca sombra sobre la totalidad del cielo, tarda seis minutos y medio en pasar, lo que nos permite quizás oír los gritos de los animales salvajes de los bosques ecuatoriales y el cañón de los pueblos humanos, y alejándose con majestuosidad en las profundidades del espacio, se hunde, empequeñeciendo en la inmensidad abismal, sin dejar más huella de su paso que un asombro mezclado de terror en nuestra mirada petrificada. 

    Es sobre esta colosal bala celeste de 3.000 leguas de diámetro y de un peso de 5.875 millón de millones de millares de Kg., que estamos diseminados, pequeños seres imperceptibles, arrastrados con una energía indescriptible por sus diversos movimientos de translación, de rotación, de balanceo, y por sus inclinaciones alternas, más o menos como las motas de polvo adheridas a una bala de cañón lanzada al espacio. 

    Conocer esa marcha de la Tierra y sentirla, es poseer una de las primeras y de las más importantes condiciones del saber cosmográfico. 

    Así vuela la Tierra en el cielo. La descripción de ese movimiento puede parecer pertenecer exclusivamente al dominio astronómico. Constataremos dentro de un rato que la filosofía religiosa está altamente interesada en esos hechos, y que el conocimiento del universo físico da en realidad las bases de la religión del porvenir. Continuemos el examen científico de nuestro planeta. 

    Las teologías, no más que cualquier edificio, no pueden ser construidas sobre el vacío. Han tomado, como armazón, el antiguo sistema del mundo que suponía a la Tierra inmóvil en el centro. La moderna astronomía demostrando la vanidad de la antigua ilusión, demuestra la vanidad de las teologías basadas sobre ella. 

    Este planeta está poblado por un número considerable de especies vivas, que se han clasificado en dos grandes divisiones naturales: el reino vegetal y el reino animal. Cada uno de esos seres difiere de las cosas puramente materiales, de los objetos inanimados, en que está formado por una unidad anímica que rige su organismo. Al considerar una planta, un animal o un hombre, se constata que lo que constituye la vida es un principio especial, dotado de la facultad de actuar sobre la materia, de formar un ser determinado, un rosal, por ejemplo, un roble, un lagarto, un perro, un hombre; de fabricar órganos, como una hoja, un pistilo, una etamina, un ala, un ojo, - principio especial cuyo carácter distintivo es el de ser personal. 

    Para centrarnos en la raza humana, que después de cien siglos ha establecido sobre este planeta el reino de la inteligencia, destacamos que está actualmente constituida por 1.200 millones de individuos viviendo una media de 34 años. En Europa la duración de la vida media, que ha aumentado en un 9% desde hace un siglo con el progreso del bienestar, es hoy de 38 años. Pero existen todavía sobre la Tierra razas atrasadas, menos alejadas de la primitiva barbarie, miserables y débiles, cuya vida media no sobrepasa los 28 años. En números redondos, mueren por año 32 millones de individuos humanos, 80.000 por día o casi 1 por segundo. Nacen 33 millones por año, o casi un poco más de 1 por segundo. Cada pulsación de nuestros corazones, marca aproximadamente el nacimiento y la muerte de un ser humano sobre la Tierra. 

    Sin dejar de correr en el espacio con la rapidez que le hemos reconocido más arriba, la Tierra ve pues su población humana renovarse constantemente con una rapidez que no deja de ser también muy sorprendente. Segundo a segundo un alma se encarna en el mundo corporal y otra alma se desprende. Una sexta parte de los recién nacidos mueren en el primer año, una cuarta parte ha muerto antes de cumplir los 4 años, un tercio a la edad de 14 años, la mitad a la edad de 42 años. ¿Qué ley preside los nacimientos? ¿Qué ley preside las  muertes? Es un problema que la ciencia, y sólo la ciencia, resolverá un día. 

    Es importante, para todo hombre que busca la verdad, ver las cosas cara a cara, tal como son, y adquirir así nociones exactas sobre la organización del universo. Constatemos en principio los hechos, pura y simplemente, y sirvámonos de la realidad para intentar penetrar las leyes desconocidas cuyos hechos físicos son su realización. 

    ¡Pues bien! Por un lado constatamos que la Tierra es un astro del cielo, en el mismo rango que Júpiter o Sirio, y que circula en el espacio infinito con movimientos que nos dan una medida de tiempo: los años y los días, medida del tiempo que esos movimientos crean en ellos mismos y que no existen en el espacio infinito. Por otra parte observamos que los seres vivos, en particular los hombres, están formados por un alma organizadora, que es de principio inmaterial, independiente de las condiciones de espacio y tiempo y de las propiedades físicas que caracterizan la materia, y que las existencias humanas no son la meta de la creación, si no que más bien dan una idea de pasajes, de medios. La vida sobre la Tierra no es la meta en sí misma. Es lo que resalta incontestablemente de la organización misma de la vida y de la muerte aquí abajo. 

    Además, la vida terrestre no es ni un comienzo ni una finalidad. Se da en el universo, al mismo tiempo que un gran número de otros modos de existencias, después de otros muchos que han tenido lugar en los mundos pasados, y antes que muchos otros que se efectuarán en los mundos por venir. La vida terrestre no está opuesta a otra vida celeste, como lo han supuesto teólogos que no se apoyaban en la naturaleza. La vida que florece en la superficie de nuestro planeta es una vida celeste, tanto como la que florece sobre Mercurio o Venus. Estamos actualmente en el cielo, tan exactamente como si habitáramos la estrella polar o la nebulosa de Orión. 

    Así la Tierra, suspendida en el espacio sobre el hilo de la atracción solidaria de los mundos, arrastra en la extensión, las generaciones humanas que eclosionan, brillan algunos años y se apagan en su superficie. Todo está en movimiento, y la circulación de los seres a través del tiempo no es menos cierta ni menos rápida que su circulación a través del espacio. Este aspecto del universo nos sorprende, sin duda, y nos parece por cierto difícil de definirlo bien. El aspecto aparente con el que nos hemos contentado durante tantos siglos era mucho más simple: la Tierra, inmóvil, era la base del mundo físico y espiritual. La raza de Adán era la única raza humana del universo; estaba colocada aquí para vivir lentamente, orar, llorar, hasta el día en que el fin del mundo decretado, Dios corporal, asistido de los santos y de los ángeles, descendería del empíreo para juzgar la Tierra e inmediatamente después transformar el universo en dos grandes secciones: el cielo y el infierno. Ese sistema, más teológico que astrológico era, lo repito, muy simple, y asentado sobre las veneradas tradiciones de un conocimiento quince veces secular. Cuando pues en este decimonoveno siglo, me avengo a decir: «En verdad, nuestras antiguas creencias están fundadas sobre apariencias engañosas, y debemos ahora no reconocer otra filosofía religiosa que la que deriva de la ciencia», se puede, evidentemente, no estar preparado para aceptar inmediatamente la inmensa transformación que resulta de nuestros modernos estudios, y querer examinar severamente nuestra doctrina antes de reconocerse discípulo de ella. Pero es precisamente eso lo que queremos todos; la libertad de conciencia debe preceder todo juicio en las almas, y todas las opiniones deben ser libre y sucesivamente ordenadas siguiendo las indicaciones del espíritu y del corazón. 

    La Tierra es un astro habitado, planeando en el cielo en compañía de miríadas de otros astros, habitados como ella. Nuestra vida terrestre actual forma parte de la vida universal y eterna, y lo mismo sucede con la vida actual de los habitantes de otros mundos. El espacio está poblado por colonias humanas viviendo al mismo tiempo, sobre globos alejados los unos de los otros, y ligadas entre ellas por leyes de las cuales no conocemos sin duda más que las más aparentes. 

    El esbozo general de nuestra fe en la vida eterna se compone, pues de los puntos siguientes: 
1º La Tierra es un astro del cielo. 
2º Los otros astros son habitados como ella. 
3º La vida de la humanidad terrestre es un departamento de la vida universal. 
4º La existencia actual de cada uno de nosotros es una fase de su vida eterna, tanto en el pasado como en el porvenir. 

    Este simple esbozo general de nuestra concepción de la vida eterna, aunque apoyada sobre la observación y el razonamiento, e indestructible en sus cuatro principios elementales, está aún lejos sin embargo de no permitir ninguna objeción; un cierto número de dificultades, al contrario, pueden serle opuestas, y ya lo han sido, bien por los partidarios de las antiguas teologías, o bien por los filósofos anti-espiritualistas. Éstas son las principales dificultades: 

    ¿Qué pruebas podemos obtener de que nuestra existencia actual sea una fase de una pretendida vida espiritual? ¿Si el alma sobrevive al cuerpo, cómo puede existir sin materia y privada de los sentidos que la ponen en relación con la naturaleza? – ¿Si preexiste, de qué manera se ha encarnado en nuestro cuerpo, y en qué momento? ¿Qué es el alma? ¿En qué consiste ese ser? ¿Ocupa algún lugar? ¿Cómo actúa sobre la materia? - ¿Si hemos vivido con anterioridad, por qué en general no tenemos ningún recuerdo? - ¿Cómo la personalidad de un ser puede existir sin la memoria? ¿Nuestros recuerdos están en nuestro cerebro o en nuestra alma? - ¿Si nos reencarnamos sucesivamente de mundo en mundo, cuando terminará esa transmigración, y para qué sirve? etc., etc. 

    En vez de alejar las objeciones o de que parezca que las desdeñamos, nuestro deber, nosotros que buscamos la verdad y que creemos obtenerla solamente por el trabajo, es provocarlas, al contrario, y obligarnos por medio de ellas a no hacernos ilusiones y a no imaginarnos que nuestras creencias estén fundadas e inatacables. La ciencia marcha lenta y progresivamente, y es sondeando la profundidad de los problemas y atacando las cuestiones de frente que aplicaremos a esos estudios filosóficos, la severidad y el rigor necesario para asegurar a nuestros argumentos la solidez que les conviene. La moderna revelación no desciende de la boca de un Dios encarnado, sino de los esfuerzos de la inteligencia humana hacia el conocimiento de la verdad. 

    Buscaremos en un próximo estudio saber cuál es la naturaleza del alma, aplicando a este examen no los silogismos de la logomaquia escolástica con los cuales se ha perorado durante quince siglos sin llegar a nada serio, sino los procedimientos del método científico experimental al cual nuestro siglo debe toda su grandeza. Hoy, hemos establecido un primer aspecto muy importante del problema natural (y no sobrenatural) de la vida eterna: es el de saber que nuestra vida actual se desarrolla en el cielo, que forma parte de la serie de existencias celestes que constituyen la vida universal, y que estamos actualmente en el cielo de Dios, y en presencia del Espíritu eterno, tan completamente como si habitásemos otro astro cualquiera del gran archipiélago estrellado. 

    ¡Que esa certeza física inspire en nuestras almas una simpatía más directa, más humana, hacia los mundos que irradian en la noche, y que hasta ahora mirábamos vagamente como siéndonos extraños! ¡Esas son las residencias de las humanidades hermanas, las residencias menos lejanas! Mirando una estrella que se eleva en el horizonte, estamos en la misma situación que un observador que contempla desde su balcón los árboles de un lejano paisaje, o que se asoma sobre el parapeto de un navío o del aerostato para examinar una nave sobre el mar o una nube en la atmósfera; ya que la Tierra es un navío celeste que boga en el espacio, y miramos a su costado, cuando nuestros ojos se dirigen hacia los otros mundos que aparecen y desaparecen siguiendo nuestro surco. Sí, esos otros mundos son otras tantas tierras análogas a la nuestra, mecidas en la extensión bajo los rayos del mismo sol, y todas esas estrellas centelleantes son soles alrededor de los cuales gravitan planetas habitados. Sobre esos mundos, como sobre el nuestro, hay paisajes silenciosos y solitarios. Sobre su superficie también hay diseminadas ciudades populosas y activas. Ahí también hay puestas de sol de nubes inflamadas y amaneceres de mágicos deslumbramientos. Ahí también hay mares de profundos suspiros, riachuelos de suave murmullo, pequeñas flores de tiernas corolas, bañando en el agua límpida sus cabezas perfumadas. Ahí también hay tupidos bosques bajo los cuales reside la inalterable paz de la naturaleza; ahí también hay lagos de tranquilos espejos que parecen sonreír a los cielos, y montañas formidables que levantan su sublime frente por encima de las nubes cargadas de rayos, y que, desde lo alto de los aires tranquilos, miran todo desde arriba. Pero en esos variados mundos, hay además de esos panoramas inenarrables, desconocidos de la Tierra, esa inimaginable variedad de cosas y de seres que la naturaleza ha desarrollado con profusión en su imperio sin límites. ¿Quién nos desvelará el espectáculo de la creación sobre los anillos de Saturno? ¿Quién nos desvelará las maravillosas metamorfosis del mundo de los cometas? ¿Quién nos desarrollará los mágicos sistemas de soles múltiples y coloridos, dando a sus mundos las más singulares variedades de años, de estaciones, de días, de luz y de calor? ¿Quién nos hará adivinar sobre todo la innombrable variedad de formas vivas que las fuerzas de la naturaleza han construido sobre los otros mundos, con la diversidad específica de cada mundo según su volumen, su peso, su densidad, su constitución geológica y química, las propiedades físicas de sus diversas substancias, en una palabra, con la infinita variedad de la cual la materia y las fuerzas son susceptibles? Las metamorfosis de la antigua mitología no son más que un sueño, comparadas con las obras universales de la naturaleza celeste. 

    Hemos esbozado hoy la situación cosmográfica del alma en su encarnación terrestre. Nuestro próximo estudio tendrá por objeto la naturaleza misma del alma, y resolverá por ella misma las objeciones resumidas más arriba. Es estudiando separadamente los diferentes puntos del gran problema, que podremos conseguir alcanzar la solución esperada desde hace tantos siglos. 

1 Sirviéndome aquí de la palabra fe, no quiero atribuirle el sentido teológico bajo el cual es aún empleada hoy. Hablo aquí de la fe científica, razonada, que no es más que la consecuencia legítima del estudio filosófico del universo.

 Revista Espírita (1869) Camille Flammarion

 EN EL INFINITO Y EN LA ETERNIDAD Revista Espírita (1869) Camille Flammarion Astrónomo francés (1842-1925), autor de numerosas obras de popularización de la astronomía. En 1861 entra en contacto con Allan Kardec y Victor Hugo, y se dedica al estudio y divulgación del Espiritismo a través de obras como Dios en la naturaleza. 

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             CONVERGENCIA DE HECHOS


Hay doce puntos fundamentales respecto a los cuales se encuentran de acuerdo todos los espíritus que han transmitido mensajes.
En base a los rasgos comunes de esos mensajes, se puede establecer el siguiente cuadro:

1)  Los espíritus afirman que el mundo espiritual, todos se encontraron en forma humana.
2)     En el interín de un tiempo que puede ser más o menos largo, ignoran que están muertos.
3)   Dicen que poco después del transcurso de la crisis preagónica, pasaron por la reminiscencia sintetizada y panorámica de los acontecimientos de su existencia.
4)   Confirman haber sido recibidos en el mundo espiritual, por los espíritus de sus familiares y amigos fallecidos.
5)  Casi todos afirman haber pasado por una fase más o menos larga de sueño reparador.
6)   Casi todos dicen haberse encontrado dentro de un ambiente espiritual radiante y maravilloso; aquellos casos de fallecidos, moralmente normales; y en un ambiente tenebroso; aquellos moralmente depravados
7)    Informan haber encontrado, que el ambiente espiritual, es un mundo objetivo, sustancial, real y análogo al medio ambiente terrestre, pero espiritualizado.
8)   Supieron que esto se debía al hecho, que, el mundo espiritual, el pensamiento constituye una fuerza creadora, capaz de reproducir a su alrededor, el ambiente de sus recuerdos.
9)  No tardaron en comprender que la trasmisión del pensamiento constituye el lenguaje espiritual, a pesar de que los espíritus recién llegados, se hacen ilusiones y creen comunicarse por medio de la palabra.
10)   Han observado, que gracias a la facultad de visión espiritual, eran capaces de percibir los objetos por dentro y a través de ellos.
11) Han constatado, que los espíritus pueden transportarse instantáneamente de un lugar a otro, aunque sean muy distantes, gracias a un acto de voluntad, y pueden pasearse por el medio espiritual, o sobrevolar a cualquier distancia del cielo.
12)   Igualmente, dicen saber que los espíritus de los fallecidos, gravitan, fatal y automáticamente, hacia la esfera que les conviene, gracias a la “ley de afinidad”.
Ernesto Bozzano-

Adaptación: Oswaldo E. Porras Dorta


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   EL CONSOLADOR PROMETIDO


 Jesús prometió otro Consolador: es el Espíritu de Verdad, que el mundo no conoce aún, porque no tiene la suficiente madurez para comprenderle y que el Padre enviará para enseñar todas las cosas y para recordar lo que Cristo dijo. Pues, si el Espíritu de Verdad debe venir más tarde a enseñar todas las cosas, es porque Cristo no lo dijo todo; si viene para recordar lo que Cristo dijo, es porque eso fue olvidado o mal comprendido.

El Espiritismo viene, en el tiempo señalado, a cumplir la promesa de Cristo: el Espíritu de Verdad preside su institución, llama a los hombres a la observancia de la ley y enseña todas las cosas haciendo comprender lo que Cristo sólo dijo en parábolas. Cristo dijo: “Que oigan los que tengan oídos para oír”; el Espiritismo viene a abrir los ojos y los oídos, porque habla sin figuras y sin alegorías; levanta el velo dejado intencionalmente sobre ciertos misterios, y viene, por fin, a traer un consuelo supremo a los desheredados de la Tierra y a los que sufren, dando una causa justa y un fin útil a todos los dolores.

Cristo dijo: “Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados”; pero, ¿de qué forma se puede ser feliz, sufriendo, si no se sabe por qué se sufre? El Espiritismo le muestra la causa en las existencias anteriores y en el destino de la Tierra, donde el hombre expía su pasado; le muestra su objeto, indicando que los sufrimientos son como crisis saludables que conducen a la curación y que son la depuración que asegura la felicidad en las existencias futuras. El hombre comprende que merece sufrir y encuentra justo el sufrimiento; sabe que ese sufrimiento ayuda a su progreso y lo acepta sin murmurar, como el obrero acepta el trabajo que le debe valer su salario. El Espiritismo le da una fe a toda prueba en el porvenir, y la duda punzante ya no se abate sobre su alma; haciéndole ver desde lo alto, la importancia de las vicisitudes terrestres se pierde en el vasto y espléndido horizonte que devela, los infelices extraviados que, viendo el cielo, caen en el abismo el error. Creed, amad, meditad las cosas que os son reveladas; no mezcléis la cizaña con el buen grano, las utopías con las verdades. ¡Espíritas! Amaos: he aquí la primera enseñanza; instruíos, he aquí la segunda. Todas las verdades se encuentran en el Cristianismo; los errores que se han arraigado en él son de origen humano y he aquí que, más allá de la tumba, donde creíais encontrar la nada, hay voces que os claman: ¡Hermanos! Nada perece; Jesucristo es el vencedor del mal, sed los vencedores de la impiedad.

 (EL ESPÍRITU DE VERDAD, París, 1860).

                                                                                              
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       DIOS Y EL UNIVERSO


                                                                                   
      Necesario es aclarar que no vamos a hacer una definición de DIOS, de esa Grandiosidad Cósmica, indefinible e incomprendida todavía por nuestra limitada inteligencia humana, pues, lo limitado no puede definir lo ilimitado. No obstante, para aquellos de vosotros que vuestra religión de herencia familiar os haya inculcado ideas de una Divinidad a semejanza del hombre de nuestro mundo, necesario es hacer algunas consideraciones que os ayuden a adquirir una idea más amplia de la Realidad Divina.

   Comencemos por analizar el concepto de ese Dios que nos enseñaron desde la infancia, de ese “Dios” del Antiguo Testamento, implacable en su ira, celoso, vengativo y cruel; concepto admisible para humanidades de la edad de piedra formada entre la furia de los elementos, y sostenido también por los guías de las humanidades de las siguientes edades de barbarie, pero inadmisible en esta era de luces. El primer mandamiento dice: “Ama a Dios sobre todas las cosas”, y por otro lado presenta a un Dios celoso, iracundo y vengativo. Esto es un contrasentido porque nadie puede amar aquello que teme. Pero si consideramos a Dios como Amor permanente, origen de todo bien, que se da a quien quiere recibirlo, podremos llegar a comprenderlo mejor y amarlo; pero difícil resulta amar lo que no se conoce. Amemos a Dios, sí, pero amémosle en aquello que vemos y comprendemos, amémosle en sus criaturas, en su creación. Porque ese Dios que nos presentan con las imperfecciones de una humanidad atrasada como la nuestra es completamente inadmisible.
   Ese “Dios” vengativo y cruel, hermanos míos, no existe, nunca ha existido; es creación mental de conciencias todavía poco evolucionadas. Ese Dios que exige adoración, que condena eternamente al hombre por el hecho de un momento de debilidad o pasión, o por no cumplir ciertos requisitos establecidos, ese Dios no existe, nunca ha existido.
  La Realidad Divina es para nosotros los humanos algo imposible de concebir en su plenitud, y cualquier especulación filosófica y teológica que lo defina, no puede dar de Ella más que una idea vaga y una remota aproximación. Pero si bien como humanos no podemos someter a concepto esa Grandiosidad Divina, ya que ello sería limitarla, necesitamos, no obstante, tener una idea aun cuando nuestra limitada capacidad humana nos impida comprender su magnificencia.
   Tenemos que admitir que existe una Sabiduría Cósmica, que existe un Poder Cósmico transcendente, del cual tan sólo percibimos algunos de sus efectos. Negarlo sería negarnos a nosotros mismos. Necesario es comprender y admitir que existe una FUERZA CREADORA UNIVERSAL, una Fuerza poderosísima que transciende al Cosmos infinito, a toda su manifestación física visible e invisible; así como espiritual en otras dimensiones desconocidas de los humanos, y que está inmanente en ellas, que vibra en ellas, lo cual podremos apreciar fácilmente en las múltiples manifestaciones de vida en constante transformismo y evolución.
   Aun dentro de nuestra limitada inteligencia humana, tenemos que comprender que existe una causa primera; que hay una fuerza creadora. Pues, esa Fuerza Creadora, que crea vida en su propia esencia, existe: llamémosle Dios o como queráis. Dos aspectos hemos de reconocer, dentro de nuestra comprensión humana: el aspecto espiritual, ya que Dios es Espíritu, y el aspecto físico. El primero como el cúmulo de todo Poder, Sabiduría y Amor del Cosmos, que es el TODO-DIOS en su aspecto espiritual transcendente; y el segundo, como inmanente en su creación, que es el TODO-CÓSMICO, en su aspecto físico.
   Energía Creadora, causa suprema de toda vida, de todo bien, Dios es el Poder Creador Universal y de las grandes leyes que transcienden a todas las galaxias distribuidas en el Cosmos infinito, y cuyas leyes los humanos no acertamos a comprender aún; pero que iremos comprendiendo a medida que vayamos evolucionando.
   Y esa Energía creadora y renovadora, Fuerza poderosísima, Causa Suprema de toda vida y de todo bien, a lo que pobremente llamamos Dios, vibra permanentemente en amor hacia toda su creación. Amor que es armonía generadora de felicidad, por lo que, si queremos ser felices, unámonos a ÉL, vibrando como ÉL constantemente en amor.
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