viernes, 29 de abril de 2016

Fatalidad y destino




UN ESPIRITU RELATA EL MOMENTO DE SU DESENCARNACIÓN

Experiencia: En las zonas inferiores 

Guardaba la impresión de haber perdido la idea del tiempo. La noción del espacio, hacía mucho había desaparecido. 

Estaba convencido de que no pertenecía ya al número de los encarnados en el mundo, sin embargo, mis pulmones respiraban ampliamente. 

¿Desde cuándo me había vuelto juguete de fuerzas irresistibles? ¡Imposible aclararlo!

En verdad, me sentía amargado duende en las rejas oscuras del horror. Con los cabellos erizados, el corazón dando saltos y un miedo terrible enseñoreándose de mí, muchas veces grité como un loco, imploré la piedad y clamé contra el doloroso desánimo que subyugaba mi espíritu; pero cuando el silencio implacable no absorbía mi estentórea voz, lamentos más conmovedores que los míos, respondían a mis clamores.


Otras veces, carcajadas siniestras rasgaban la quietud ambiental. Algún compañero desconocido estaría, a mi ver, prisionero de la locura. Formas diabólicas, rostros deformes, expresiones embrutecidas, surgían de cuando en cuando, agravando mi asombro. El paisaje cuando no era totalmente obscuro, parecía bañado en luz cenicienta, como amortajado en neblina espesa, que los rayos del Sol calentasen desde muy lejos.


El extraño viaje proseguía… ¿Con qué fin? ¿Quién lo podría decir? Apenas sabía que huía siempre… El miedo me impelía de golpe. ¿Dónde estaban el hogar, la esposa y los hijos? Había perdido toda noción de rumbo. ¡El recelo a lo ignoto, el pavor de las tinieblas, absorbían todas las facultades de mi razón, después de haberme desprendido de los últimos lazos físicos en pleno sepulcro!


Atormentábame la consciencia; hubiera preferido la ausencia total de la razón, el no ser.
Al comienzo, las lágrimas lavaban incesantemente mi rostro y apenas en raros minutos, me beneficiaba la bendición del sueño. Pero bruscamente se interrumpía la sensación de alivio. Seres monstruosos me despertaban irónicos; era imprescindible huir de ellos.


Reconocía ahora, que una esfera diferente se levantaba de la polvareda del mundo, pero ya era tarde. Pensamientos angustiosos trituraban mi cerebro. Mal de lineaba proyectos de solución, cuando numerosos incidentes me impelían a consideraciones torturadoras. En momento alguno surgió tan profundamente a mi vista el problema religioso. Los principios puramente filosóficos, políticos y científicos, se me figuraban ahora, extremadamente secundarios para la vida humana. Significaban, a mi ver, un valioso patrimonio en los planos de la Tierra, pero urgía reconocer que la Humanidad no se constituye de generaciones transitorias, y sí de Espíritus eternos, camino a un glorioso destino.


Verificaba que algo permanece por encima de toda consideración meramente intelectual. Ese algo es la fe, manifestación divina en el hombre. Pero, semejante análisis surgía tardío.De hecho, había conocido las letras del AntiguoTestamento, y muchas veces ojeara el Evangelio; sin embargo,era forzoso reconocer que nunca procurara las letras sagradas con la luz del corazón. Las identificaba a través de la crítica de escritores poco afectos al sentimiento y a la conciencia,o en pleno desacuerdo con las verdades esenciales.En otras ocasiones, las había interpretado de acuerdo con el sacerdocio organizado, pero sin salir jamás del círculo de contradicciones, donde me había estacionado voluntariamente.


En verdad, no había sido un criminal, según mi propio concepto. Empero, la filosofía del inmediatismo,me había absorbido. La existencia terrestre, que la muerte transformara, no era señalada con aspectos diferentes a los de la masa común de los hombres.
Hijo de padres tal vez demasiado generosos, conquisté títulos universitarios sin grandes sacrificios, participé de los vicios de la juventud de mi tiempo, organicé mi hogar, tuve hijos, perseguí situaciones estables que garantizasen la tranquilidad económica de mi grupo familiar; pero, examinándome atentamente, algo me hacía experimentar la noción del tiempo perdido, con la silenciosa acusación de mi propia conciencia. Habité la Tierra y disfruté de sus bienes, de las bendiciones de la vida, pero no le había retribuido ni un centavo del enorme débito contraído.Tuve padres cuya generosidad y sacrificios por mí nunca supe valorar; esposa e hijos que prendiera ferozmente en las telas rígidas del egoísmo destructor.
Tuve un hogar que cerré a todos los que transitaban en el desierto de la angustia. Me sentí feliz con los júbilos de mi familia, olvidando extender esa bendición divina a la inmensa familia humana, sordo a los más elementales deberes de fraternidad.


En fin, como flor de estufa, no soportaba ahora el clima de las realidades eternas. No había desarrollado las semillas divinas que el Señor de la Vida colocara en mi alma. Más bien, las sofocara, criminalmente, en el deseo desbordado del propio bienestar. No adiestrara órganos para la vida nueva. Era justo, pues, que despertara en ella a la manera de un minusválido que, restituido al río infinito de la eternidad, no pudiese acompañar satisfactoriamente la carrera incesante de las aguas; o como el mendigo infeliz que, exhausto en pleno desierto, deambula a merced de impetuosos tifones.


¡Oh, amigos de la Tierra! ¿Cuántos de vosotros podréis evitar el camino de la amargura con la preparación de los campos interiores del corazón? Encended vuestras luces antes de atravesar la gran sombra. Buscad la verdad, antes de que la verdad os sorprenda. ¡Sudad ahora para no tener que llorar después!

Médium psicográfico Francisco Cândido Xavier
Reproducido del capítulo 1 del libro "Nuestro Hogar, La Vida en el Mundo Espiritual"

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EL PERDÓN. 


        La creencia en la existencia del perdón y de la gracia, tal como muchos la entienden, es la causa de tantos errores y maldades; es la valla que detiene el progreso moral de la humanidad de nuestro mundo occidental. 
Si bien es verdad que el más favorecido por el perdón es precisamente la víctima, o sea, quien perdona; porque no se une al victimario por los lazos de odio, que tanto daño hace al alma y a la salud del cuerpo, y aún al pasar el umbral del Más Allá; el perdón de la víctima, no puede borrar la falta del victimario. Porque, toda acción es una fuerza psicocinética que graba, mancha, densifica el alma de quien la realiza. Así, las acciones, sentimientos y pensamientos de maldad, impregnan el alma de un magnetismo denso, deletéreo que, ni el arrepentimiento ni el perdón, podrán borrar, ya que el perdón de la víctima no da al victimario la tranquilidad perdida; sino el dolor purificador, pasando por el mismo sufrimiento que haya causado. Empero, el Eterno Amor, ofrece un recurso maravilloso para depurar el alma de ese magnetismo deletéreo: el AMOR; el amor sentido y realizado en la práctica del bien. 
       Sólo cuando estemos vibrando en Amor (con mayúscula), cuando amemos a nuestros semejantes como nos amamos a nosotros mismos y entremos en la práctica del bien, aliviando el sufrimiento humano y otras múltiples modalidades; sólo entonces nos asemejaremos a Cristo, porque estaremos unidos a esa vibración divina, poderosa, y nuestra alma irá depurándose. 
       Es increíble que se acepten ciertas creencias que un detenido análisis rechaza por ilógicas e inadmisibles, y son contrarias a la ley del progreso del ser espiritual. Pero, como son más cómodas..., como ellas no piden el esfuerzo de la propia superación, son las que siguen las mentalidades infantiles que aún continúan creyendo en la cigüeña y en los Reyes Magos. 
        De todo lo expuesto se deduce que, TODO EL BIEN O EL MAL QUE HAGAMOS A LOS DEMÁS, LO HACEMOS A NOSOTROS MISMOS. Tenemos libertad de acción, podemos hacer lo que nos plazca; pero, somos responsables de las consecuencias de nuestros actos, pensamientos, sentimientos y deseos. 
       De aquí, se desprende esta conclusión: cada vez que hagamos un bien o un mal a alguien, estamos haciéndolo para nosotros mismos: porque nadie puede escapar a las consecuencias de sus propias acciones. 
     Cuando la humanidad haya asimilado este principio fundamental para una mejor convivencia humana, ¡qué mundo maravilloso será el nuestro! 
     Por ello, aquel reformador social —el sublime Profeta Nazareno— repetía con frecuencia a quienes presenciaban sus famosas sanaciones: «HAZ CON TU PRÓJIMO COMO QUIERES QUE SE HAGA CONTIGO». 

Sebastián de Arauco

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 " Sigue adelante y si las lágrimas te encharcan al punto

de sentir la noche dentro de los ojos, entrega las propias

 manos en las manos de Jesús y continúa sirviendo, en

la certeza de que la vida hace resurgir el pan de la tierra

labrada y de que el sol de Dios, mañana, nos traerá un

 nuevo día".

Emmanuel/Chico Xavier.

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Fatalidad y destino 


      Fatalidad y destino son dos términos que se emplean, a menudo, para expresar la fuerza determinante e irrevocable de los acontecimientos de la vida, así como el arrastre irresistible del hombre para tales sucesos, independientes a su voluntad. ¿Estaríamos nosotros, realmente, a merced de esa fuerza y de ese arrastre? Razonemos: Si todas las cosas estuviesen previamente determinadas y nada se pudiese hacer para impedirlas o modificar su curso, la criatura humana sería una simple máquina, sin libertad y enteramente irresponsable. En consecuencia, los conceptos del Bien y del Mal quedarían sin base, anulando todo y cualquier principio dictado por la Moral. Ahora, es evidente que, casi siempre, nuestras decepciones, fracasos y tristezas ocurren, no por nuestra “mala estrella”, como creen los supersticiosos, sino pura y simplemente por nuestra manera errónea de proceder, de nuestra falta de aptitud para conseguir lo que ambicionamos, o por una expectativa exageradamente optimista sobre lo que este mundo nos pueda ofrecer. 


Debemos reconocer, entretanto, que, aunque gran parte de aquello que nos ocurre sean consecuencias naturales de hechos conscientes o inconscientes practicados por nosotros, o por otros, con o sin la intención de alcanzarnos, existen vicisitudes, disgustos y aflicciones que nos alcanzan sin que podamos atribuirles una causa inteligente, dentro de los cuadros de nuestra existencia actual. 

Sírvannos de ejemplo ciertos accidentes personales, determinadas enfermedades y lesiones, desastres financieros absolutamente imprevisibles, que ninguna providencia nuestra o de quien quiera que sea hubiera podido evitar, o el caso de personas duramente heridas en sus afectos o cuyos crueles reveses no dependieron de su inteligencia, ni de sus esfuerzos. Las doctrinas que niegan la pluralidad de las existencias, imposibilitadas de presentar una explicación satisfactoria para esa importante cuestión, se limitan a decir que los designios de Dios son inescrutables, o recomiendan paciencia y resignación a los desgraciados, como si eso fuese suficiente para saciar la sed de las mentes investigadoras y tranquilizar los corazones heridos por el dolor. 

La Doctrina Espírita, al contrario, con la clave de la reencarnación, nos hace comprender claramente el porqué de todos los problemas relacionados con nuestra supuesta “mala suerte”. Los acontecimientos que nos hieren y amargan, en el cuerpo o en el alma, sin causa inmediata ni remota en esta vida, lejos de constituirse azares de la fatalidad o caprichos de un destino ciego, son efectos de la Ley de Retorno, por la cual cada uno recibe de vuelta aquello que ha dado. 

En anterior (es) existencia (s), tuvimos la facultad de escoger entre el amor y el odio, entre virtud y vicio, entre la justicia y la iniquidad; ahora, sin embargo, tenemos que sufrir, inexorablemente, el resultado de nuestras decisiones, porque “la siembra es libre, pero la cosecha es obligatoria”. 

Cuando no es así, las dificultades y los sufrimientos por los que pasamos forman parte de las pruebas escogidas por nosotros mismos, antes de reencarnarnos, con el objetivo de desarrollar cualquier buena cualidad de la que aún nos resentimos, activando, de ese modo, nuestro perfeccionamiento, a fin de merecer el acceso a planos más felices donde la paz y la armonía reinan soberanamente. 

En resumen, algunas circunstancias graves, capaces de proporcionar nuestro progreso espiritual, pueden, sí, ser fatales; pero ya vimos que somos nosotros mismos, en el ejercicio del libre albedrío, que generamos sus causas determinantes. Nuestro presente no es más, por tanto, que el resultado de nuestro pasado, así como nuestro futuro está siendo construido ahora, por los pensamientos, palabras y acciones de cada momento. Tratemos, entonces, de dignificar nuestra presencia en la faz de la Tierra, actuando siempre de conformidad con las leyes divinas, para que nuestras amarguras de hoy se transformen, mañana, solamente en bendiciones y alegrías, bienestar y tranquilidad. (Cap. X, preg. 851 y siguientes. El libro de los Espíritus) 

Rodolfo Calligaris 
Extraído del libro “Las leyes morales” 
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“Yo no he venido a traer la paz sino la guerra”

    Esta frase del maestro Jesús, que solía hablar siempre en alegorías para ser comprendido por quien estuviese en condiciones de comprender su mensaje, como tantas otras ha sido mal comprendida a lo largo de los siglos de Cristianismo.
    Esto dio lugar a diversas interpretaciones y a que se fueran formando alrededor de ellas, grupos y sectas que se enfrentaron entre ellas, dando lugar a tantas guerras por la religión, a tantos crímenes y a tantas muertes en nombre de un mismo Dios..
    Evidentemente el odio y las luchas fraticidas no fueron el mensaje de Jesús, pues el suyo fue un mensaje de Amor, de Perdón y de un camino a seguir por cada ser humano para el propio adelantamiento ético y moral, que en su conjunto impulsase a una transformación global de la sociedad humana hacia  mas y mejores niveles de convivencia, justicia y perfección.
     Tras estos veintiún largos siglos desde que el Cristo fisicamente habitó entre nosotros, vemos con preocupación como la sociedad humana sigue estancada por esa falta de comprensión del  verdadero sentido fraterno, con sus viejos egoísmos, envidias, y malquerencias que impiden la realización de una sociedad en donde el Amor y la fraternidad sean su única ley.
     Así nos encontramos en un momento crítico en que el natural proceso evolutivo nos empuja hacia un nuevo mundo de Regeneración, con una nueva sociedad impregnada de unos valores éticos que deberemos conquistar cada uno para merecer ser parte de ella y dejar atrás como el recuerdo de una pesadilla, este mundo de expiación y de pruebas con una sociedad llena de horror y de injusticias, que a nadie puede hacer sentirse plenamente feliz.  El problema que nos plantea este cambio, es que podría haber sido realizado de forma gradual, sin convulsiones ,violencias y desequilibrios planetarios, y sin embargo vemos como esto no está siendo así.  Los tiempos son llegados, y desgraciadamente a la Humanidad le ha sorprendido con sus deberes de transformación moral sin hacer.
    Como bien señala Kardec, no es la doctrina de Jesús la que ha fallado, sino todos nosotros que enlodados en defectos morales, no hemos querido seguir siempre la recta senda del Amor y de la fraternidad que nos dejó trazada el Divino Maestro.
    Su recomendación fue el que considerásemos a todos los hombres como hermanos y que tratásemos de  ser siempre misericordiosos unos con otros, haciéndonos todo el bien posible.
    Le dijo también a su discípulo Pedro que el que a espada mata, a espada muere. Sencillamente estaba señalando que existe una leu natural que siempre se cumple y que hoy nosotros conocemos como  la ley de acción y reacción, ley de Causa y Efecto o ley del Karma.
    Asimismo Jesús conocía que dada la condición humana, estos enfrentamientos y guerras religiosas por la diversidad de interpretación de sus enseñanzas  acontecerían, y aun  tendrían que pasar siglos para que  estas  enseñanzas empezaran a ser bien comprendidas y aplicadas. De modo que cuando fue el momento adecuado llegó a la Humanidad el Consolador prometido por El, para que nos esclareciese con sus enseñanzas. Este es el Espíritu de la Verdad representado por diversos Espíritus Superiores que forjaron la Codificación Espírita con Allan Kardec y los diversos mediums que con él colaboraron. 
    No caigamos nunca en la trampa del fanatismo que nos empuja a creernos poseedores de la verdad absoluta y da alas a querer imponer nuestros pensamientos, recurriendo al enfrentamiento y hasta la violencia verbal por querer quedar siempre por encima de los demás.
-  José Luis Martín -
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