1-Hablemos del aborto
2-En el infinito y en la eternidad
3-Convergencia de hechos
4-El Consolador Prometido
5-Dios y el Universo
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HABLEMOS DEL ABORTO
Hace unas semanas, cuando a raíz de las declaraciones de algunos políticos la cuestión del aborto regresaba a las páginas de los periódicos, la ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo zanjaba el asunto con unas declaraciones para enmarcar: “Cuestionar el aborto no es volver al 85 sino a la Edad Media”. Lo que daba la oportunidad a Enrique García-Máiquez, siempre rápido al quite, de recordar aquel aforismo de Nicolás Gómez Dávila sobre la “Edad Media” como catalizador para detectar a los bobos.
Y es que, como acertadamente señala Alejandro Navas en su reciente y valiosísimo libro, Hablemos del aborto [1], quienes defienden la licitud de matar a los niños antes de que nazcan se van quedando sin argumentos a la luz de los últimos avances en genética y embriología y no les queda más que refugiarse en un voluntarismo irracional que funciona a base de eslóganes, gritos y amenazas, que eleva el aborto a la categoría de lo “sagrado intocable” pero donde ya no cabe la reflexión serena y rigurosa.
Pero precisamente ese tipo de reflexión es lo que aporta el libro de Alejandro Navas desde el convencimiento der que no podemos guardar silencio sobre un tema tabú pero que tiene enormes consecuencias. Cita Navas, por ejemplo, cómo los más sutiles análisis demográficos mantienen un increíble silencio sobre el aborto. Revisando un reciente estudio sobre el sombrío futuro demográfico de nuestro país que enumera cinco causas se sorprende de que entre ellas no se encuentre el aborto: “Más de dos millones de abortos en los últimos treinta años dejan huella demográfica. ¿Cómo se pasa por alto un fenómeno de tal magnitud”.
Fenómeno sin el que no puede entenderse el malestar de fondo que recorre la cultura occidental y que lleva a Alejandro Navas a proponer una audaz hipótesis que, no obstante, va cobrando sentido a medida que avanzamos en la lectura de esta obra: “la raíz profunda de la desmoralización que sufrimos está en el desprecio a la vida humana, manifestado en prácticas como el aborto o la eutanasia. La aceptación social y legal del aborto primero y de la eutanasia después constituye el big bang que ha generado un nuevo tipo de cultura. Si una sociedad juzga tolerable, más aún, da por bueno que podemos eliminar el embrión en el seno materno o acabar con el ya nacido cuya vida no reúne la calidad deseable, las demás infracciones acabarán pareciéndonos minucias, desviaciones sin importancia… Si se puede matar, ¿por qué no se va a poder insultar, agredir, violar, engañar, manipular?”.
Estamos ante el libro de un filósofo y sociólogo que no se deja contagiar nunca por el clima de griterío y aspavientos que suele rodear el debate sobre el aborto
Así, la raíz de los males que sacuden nuestras sociedades permanece oculta, es el tabú de nuestro tiempo, algo sobre lo que no queremos pensar (no sea que lleguemos a conclusiones incómodas) y que incluso preferimos ni nombrar, como si el negarle la palabra anulase su existencia, un poco como aquellos niños que, tapándose los ojos creen que hacen desaparecer aquello que les amenaza.
‘Hablemos del aborto’ parte del enfoque contrario: hay que hablar, hay que analizar, hay que reflexionar, hay que argumentar. Aun sabiendo que la inmensa mayoría de los defensores del aborto no quieren escuchar (y en esto Navas es muy realista), pero también sabiendo que es crucial romper esa barrera de silencio impuesta por la corrección política. Y lo hace con un tono pausado y cuidado, poco dado al histrionismo y muy rico en profusión de datos, no en vano estamos ante el libro de un filósofo y sociólogo que no se deja contagiar nunca por el clima de griterío y aspavientos que suele rodear el debate sobre el aborto.
El libro va pasando revista a las múltiples caras del fenómeno abortista, mostrando cómo éste no es algo anecdótico sino que su impronta se va dejando notar de múltiples maneras. Así, el autor se detiene en aspectos jurídicos, como por ejemplo la capitulación del Estado de Derecho, que con el aborto ya no puede pretender consistir en el sometimiento del más fuerte al imperio de la ley: “los débiles vuelven a quedar a merced de los fuertes en este retorno imprevisto a la ley de la selva”. También señala la evolución de la legislación abortista, citando a Mons. Chaput: “Ninguna persona, ninguna sociedad y ninguna nación pueden servir a dos señores. El mal no soporta a sus críticos. El mal no desea ser tolerado; tiene que ser reivindicado como derecho”.
Se detiene Navas en la incoherencia de reconocer los derechos de los discapacitados en el papel al mismo tiempo que se los detecta y elimina masivamente antes de nacer, o en la creciente protección a animales y plantas al mismo tiempo que se desprotege al niño en el seno materno (recuerda el autor que Clemente de Alejandría fustigaba ya en el siglo II a una sociedad en la que “hacen expósitos a los niños concebidos en casa y acogen a pajaritos, no admiten a un niño huérfano y crían papagayos”, nihil novum sub sole).
Sigue Alejandro Navas su esclarecedora revisión señalando el peligro de pasar a priorizar la santidad de la vida a la calidad de esa vida; se detiene luego a analizar el enorme negocio del aborto, tremendamente opaco y sobre el que los partidarios del aborto han impuesto un “apagón informativo”. Aborda también la manipulación del lenguaje, los mecanismos psicológicos por los que nos podemos llegar a acostumbrar a convivir con el asesinato masivo de seres humanos (y lo hace, no sólo desde el plano teórico, sino trayendo varios casos concretos de personas concretas y sus diferentes reacciones). Explica el fanatismo abortista de una izquierda escasa de argumentos, pero tampoco ahorra críticas a la miopía e incoherencia de una derecha complaciente y cobarde capaz de sacrificar la vida de miles de niños en aras a su bienestar económico (la aplicación fraudulenta de la ley del aborto del 85 ha sido ampliamente tolerada por los respectivos gobiernos del centroderecha español). Y no se deja el autor en el tintero ni el síndrome postaborto, ni el papel de las organizaciones supranacionales como naciones Unidas en la imposición del aborto a los países necesitados de ayudas, en lo que supone un neoimperialismo de la muerte.
No quiero alargarme mucho más, pero les animo a que echen un vistazo al índice para que comprueben la riqueza e importancia de este libro. Y una última recomendación: los capítulos dedicados a las distintas concepciones de la libertad son iluminadores y ayudan mucho a comprender los problemas de fondo de nuestra civilización.
Estamos ante un libro importante, muy documentado y que aborda el fenómeno del aborto en toda su amplitud y consecuencias, por lo que no dudamos en afirmar que debería de ser una especie de manual en las manos de todos aquellos que nos preocupamos por el futuro de nuestro mundo. Si es preciso romper el artificial silencio que se ha decretado sobre el aborto, el libro del profesor Navas es un tesoro que nos abre la puerta a múltiples y apasionantes debates que urge iniciar.
Art. tomado de Actuall
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EN EL INFINITO Y EN LA ETERNIDAD
Todas las religiones que se han sucedido en la
historia de la humanidad, desde la teogonía de los arios,
que parece datar de hace quince mil años y nos ofrece
el tipo más antiguo, hasta el babismo de Asia, que data
de este siglo y cuenta ya sin embargo con numerosos
sectarios; desde las teologías más vastas y asentadas,
como el budismo en Asia, el cristianismo en Europa y el
islamismo en África, han dominado sobre inmensas zonas
y a lo largo de largos siglos, hasta los sistemas aislados
y muertos al nacer quienes, como la iglesia francesa
del abad Chatel, o la religión fusionaria de Toureil, o el
templo positivista de Auguste Compte, no han vivido
más allá de una mañana. Todas las religiones, digo, tienen
como meta y finalidad el conocimiento de la vida eterna.
Ninguna empero ha podido decirnos hasta el
presente, qué es la vida eterna; ninguna tampoco ha
podido enseñarnos qué es la vida actual, en qué difiere
o en qué se adhiere a la vida eterna; qué es la Tierra
donde vivimos; qué es el cielo hacia el cual todas las
miradas ansiosas se elevan para demandarle el secreto
del gran problema.
La impotencia de todas las religiones antiguas y
modernas para explicarnos el sistema del mundo moral
ha sido la causa de que la filosofía, descorazonada por
sus silencios o sus ficciones, haya llegado a formar en su
seno una escuela de escépticos, quienes, no solamente
dudaron de la existencia del mundo moral, sino que
llevaron la exageración hasta dudar de la presencia de
Dios en la naturaleza y la inmortalidad de las almas
intelectuales.
Nuestra filosofía espiritualista de las ciencias,
fundada sobre la síntesis de las ciencias positivas, y
especialmente sobre las consecuencias metafísicas de
la moderna astronomía, es más sólida que ninguna de
las antiguas religiones, más bella que todos los sistemas
filosóficos, más fecunda que ninguna de las doctrinas, de
las creencias, o de las opiniones emitidas hasta hoy por el
espíritu humano. Nacida en el silencio del estudio, nuestra
doctrina crece en la penumbra y se perfecciona sin cesar
por una interpretación cada vez más desarrollada del
conocimiento del universo; sobrevivirá a los sistemas
teológicos y psicológicos del pasado, porque es la
naturaleza misma la que observamos, sin prejuzgar, sin
especular y sin temor.
Cuando en medio de una noche profunda y
silenciosa, nuestra alma solitaria se eleva hacia esos
lejanos mundos que brillan por encima de nuestras
cabezas, buscamos instintivamente interpretar los
rayos que nos vienen de las estrellas, porque sentimos
que esos rayos son como otros tantos lazos fluídicos,
enlazando los astros entre ellos en la red de una inmensa
solidaridad. Ahora que las estrellas ya no son para
nosotros clavos de oro fijados en la bóveda de los cielos;
ahora que sabemos que esas estrellas son otros tantos
soles análogos al nuestro, centros de variados sistemas
planetarios, y diseminados a terroríficas distancias a
través del infinito de los espacios; ahora que la noche
ya no es para nosotros un hecho extendido al universo
entero, sino simplemente una sombra pasajera situada
detrás del globo terrestre en relación al sol, sombra que
se extiende hasta una cierta distancia pero no hasta las
estrellas, y que atravesamos cada día durante algunas
horas debido a la rotación diaria del globo; aplicamos
esos conocimientos físicos a la explicación filosófica
de nuestra situación en el universo, y constatamos que
habitamos la superficie de un planeta que, lejos de ser
el centro y la base de la creación, no es más que un
islote flotante del gran archipiélago, arrastrado, al mismo
tiempo que miríadas de otros análogos, por las fuerzas
directoras del universo, y que no ha sido marcado por el
Creador por ningún privilegio especial.
Sentirnos arrastrados en el espacio es una
condición útil a la exacta comprensión de nuestro lugar
relativo en el mundo; pero físicamente no tenemos ni
podemos tener esa sensación, porque estamos anclados
a la Tierra por su atracción y participamos integralmente
de todos sus movimientos. La atmosfera, las nubes,
todos los objetos móviles o inmóviles pertenecientes a la Tierra, son arrastrados por ella, atados a ella, y por
consiguiente relativamente inmóviles. Sea la que sea
la altura a la cual nos elevamos en la atmósfera, no
conseguiríamos nunca colocarnos fuera de la atracción
terrestre y aislarnos de su movimiento para constatarlo;
la misma Luna, a 96.000 leguas de aquí, es arrastrada en
el espacio por la traslación de la Tierra. No podemos
pues sentir el movimiento de nuestro planeta más que
por el pensamiento. ¿Nos sería posible llegar a sentir esa
curiosa sensación? Intentémoslo.
¡Pensemos antes que nada que el globo sobre el
cual nos encontramos, navega en el vacío a razón de
660.000 leguas por día, o 27.500 leguas por hora! 30.550
metros por segundo: es una velocidad cincuenta veces
más rápida que la de una bala de cañón (siendo ésta
de 550 metros). Podemos, no figurarnos exactamente
esa rapidez inaudita, pero sí formarnos una idea que
represente una línea de 458 leguas de largo, y pensar que el
globo terrestre la recorre en un minuto. Perpetuamente,
sin parada, sin tregua, la Tierra vuela así. Suponiéndonos
situados en el espacio y esperándola cerca de su camino,
para verla pasar ante nosotros como un tren expreso,
la veríamos llegar de lejos bajo la forma de una brillante
estrella. Cuando no estuviese más que a 6 o 700.000
leguas de nosotros, es decir veinte y cuatro horas antes
de que nos alcance, parecería más grande que ninguna
estrella conocida, menos grande que la Luna nos parece:
como un gran bólido parecido a los que atraviesan a
veces el cielo. Cuatro horas antes de su llegada, parece
casi catorce veces más voluminosa que la Luna, y
continuando hinchándose desmesuradamente, pronto
ocupa una cuarta parte del cielo. Ya distinguimos sobre su
superficie los continentes y los mares, los polos cargados
de nieve, las franjas nubosas de los trópicos, Europa con
sus costas desdentadas… y quizás distinguimos una
pequeña plaza verdosa que no es más que la milésima
parte de la superficie del globo, y que llaman Francia…
Ya hemos constatado su movimiento de rotación sobre
su eje… pero hinchándose, hinchándose más, de repente
el globo se extiende como una gigantesca sombra sobre
la totalidad del cielo, tarda seis minutos y medio en pasar,
lo que nos permite quizás oír los gritos de los animales
salvajes de los bosques ecuatoriales y el cañón de los
pueblos humanos, y alejándose con majestuosidad en las
profundidades del espacio, se hunde, empequeñeciendo
en la inmensidad abismal, sin dejar más huella de su paso
que un asombro mezclado de terror en nuestra mirada
petrificada.
Es sobre esta colosal bala celeste de 3.000
leguas de diámetro y de un peso de 5.875 millón de
millones de millares de Kg., que estamos diseminados,
pequeños seres imperceptibles, arrastrados con una
energía indescriptible por sus diversos movimientos
de translación, de rotación, de balanceo, y por sus
inclinaciones alternas, más o menos como las motas de
polvo adheridas a una bala de cañón lanzada al espacio.
Conocer esa marcha de la Tierra y sentirla, es poseer una
de las primeras y de las más importantes condiciones
del saber cosmográfico.
Así vuela la Tierra en el cielo. La descripción de ese
movimiento puede parecer pertenecer exclusivamente
al dominio astronómico. Constataremos dentro de un
rato que la filosofía religiosa está altamente interesada
en esos hechos, y que el conocimiento del universo
físico da en realidad las bases de la religión del porvenir.
Continuemos el examen científico de nuestro planeta.
Las teologías, no más que cualquier edificio, no
pueden ser construidas sobre el vacío. Han tomado,
como armazón, el antiguo sistema del mundo que
suponía a la Tierra inmóvil en el centro. La moderna
astronomía demostrando la vanidad de la antigua ilusión,
demuestra la vanidad de las teologías basadas sobre ella.
Este planeta está poblado por un número
considerable de especies vivas, que se han clasificado
en dos grandes divisiones naturales: el reino vegetal y
el reino animal. Cada uno de esos seres difiere de las
cosas puramente materiales, de los objetos inanimados,
en que está formado por una unidad anímica que rige
su organismo. Al considerar una planta, un animal o un
hombre, se constata que lo que constituye la vida es un
principio especial, dotado de la facultad de actuar sobre
la materia, de formar un ser determinado, un rosal, por
ejemplo, un roble, un lagarto, un perro, un hombre; de
fabricar órganos, como una hoja, un pistilo, una etamina,
un ala, un ojo, - principio especial cuyo carácter distintivo
es el de ser personal.
Para centrarnos en la raza humana, que después
de cien siglos ha establecido sobre este planeta el reino
de la inteligencia, destacamos que está actualmente
constituida por 1.200 millones de individuos viviendo
una media de 34 años. En Europa la duración de la vida
media, que ha aumentado en un 9% desde hace un siglo
con el progreso del bienestar, es hoy de 38 años. Pero
existen todavía sobre la Tierra razas atrasadas, menos
alejadas de la primitiva barbarie, miserables y débiles,
cuya vida media no sobrepasa los 28 años. En números
redondos, mueren por año 32 millones de individuos
humanos, 80.000 por día o casi 1 por segundo. Nacen
33 millones por año, o casi un poco más de 1 por
segundo. Cada pulsación de nuestros corazones, marca
aproximadamente el nacimiento y la muerte de un ser
humano sobre la Tierra.
Sin dejar de correr en el espacio con la rapidez que
le hemos reconocido más arriba, la Tierra ve pues su
población humana renovarse constantemente con una
rapidez que no deja de ser también muy sorprendente.
Segundo a segundo un alma se encarna en el mundo
corporal y otra alma se desprende. Una sexta parte de
los recién nacidos mueren en el primer año, una cuarta
parte ha muerto antes de cumplir los 4 años, un tercio
a la edad de 14 años, la mitad a la edad de 42 años.
¿Qué ley preside los nacimientos? ¿Qué ley preside las muertes? Es un problema que la ciencia, y sólo la ciencia,
resolverá un día.
Es importante, para todo hombre que busca
la verdad, ver las cosas cara a cara, tal como son, y
adquirir así nociones exactas sobre la organización del
universo. Constatemos en principio los hechos, pura y
simplemente, y sirvámonos de la realidad para intentar
penetrar las leyes desconocidas cuyos hechos físicos son
su realización.
¡Pues bien! Por un lado constatamos que la Tierra es
un astro del cielo, en el mismo rango que Júpiter o Sirio,
y que circula en el espacio infinito con movimientos
que nos dan una medida de tiempo: los años y los días,
medida del tiempo que esos movimientos crean en ellos
mismos y que no existen en el espacio infinito. Por otra
parte observamos que los seres vivos, en particular los
hombres, están formados por un alma organizadora,
que es de principio inmaterial, independiente de las
condiciones de espacio y tiempo y de las propiedades
físicas que caracterizan la materia, y que las existencias
humanas no son la meta de la creación, si no que más
bien dan una idea de pasajes, de medios. La vida sobre
la Tierra no es la meta en sí misma. Es lo que resalta
incontestablemente de la organización misma de la vida
y de la muerte aquí abajo.
Además, la vida terrestre no es ni un comienzo ni
una finalidad. Se da en el universo, al mismo tiempo que
un gran número de otros modos de existencias, después
de otros muchos que han tenido lugar en los mundos
pasados, y antes que muchos otros que se efectuarán en
los mundos por venir. La vida terrestre no está opuesta
a otra vida celeste, como lo han supuesto teólogos que
no se apoyaban en la naturaleza. La vida que florece
en la superficie de nuestro planeta es una vida celeste,
tanto como la que florece sobre Mercurio o Venus.
Estamos actualmente en el cielo, tan exactamente como
si habitáramos la estrella polar o la nebulosa de Orión.
Así la Tierra, suspendida en el espacio sobre el hilo
de la atracción solidaria de los mundos, arrastra en la
extensión, las generaciones humanas que eclosionan,
brillan algunos años y se apagan en su superficie. Todo
está en movimiento, y la circulación de los seres a través
del tiempo no es menos cierta ni menos rápida que
su circulación a través del espacio. Este aspecto del
universo nos sorprende, sin duda, y nos parece por
cierto difícil de definirlo bien. El aspecto aparente con
el que nos hemos contentado durante tantos siglos
era mucho más simple: la Tierra, inmóvil, era la base del
mundo físico y espiritual. La raza de Adán era la única
raza humana del universo; estaba colocada aquí para
vivir lentamente, orar, llorar, hasta el día en que el fin
del mundo decretado, Dios corporal, asistido de los
santos y de los ángeles, descendería del empíreo para
juzgar la Tierra e inmediatamente después transformar
el universo en dos grandes secciones: el cielo y el
infierno. Ese sistema, más teológico que astrológico era,
lo repito, muy simple, y asentado sobre las veneradas
tradiciones de un conocimiento quince veces secular.
Cuando pues en este decimonoveno siglo, me avengo
a decir: «En verdad, nuestras antiguas creencias están
fundadas sobre apariencias engañosas, y debemos ahora
no reconocer otra filosofía religiosa que la que deriva de
la ciencia», se puede, evidentemente, no estar preparado
para aceptar inmediatamente la inmensa transformación
que resulta de nuestros modernos estudios, y querer
examinar severamente nuestra doctrina antes de
reconocerse discípulo de ella. Pero es precisamente eso
lo que queremos todos; la libertad de conciencia debe
preceder todo juicio en las almas, y todas las opiniones
deben ser libre y sucesivamente ordenadas siguiendo las
indicaciones del espíritu y del corazón.
La Tierra es un astro habitado, planeando en el
cielo en compañía de miríadas de otros astros, habitados
como ella. Nuestra vida terrestre actual forma parte de
la vida universal y eterna, y lo mismo sucede con la vida
actual de los habitantes de otros mundos. El espacio
está poblado por colonias humanas viviendo al mismo
tiempo, sobre globos alejados los unos de los otros, y
ligadas entre ellas por leyes de las cuales no conocemos
sin duda más que las más aparentes.
El esbozo general de nuestra fe en la vida eterna se
compone, pues de los puntos siguientes:
1º La Tierra es un astro del cielo.
2º Los otros astros son habitados como ella.
3º La vida de la humanidad terrestre es un
departamento de la vida universal.
4º La existencia actual de cada uno de nosotros es
una fase de su vida eterna, tanto en el pasado como en
el porvenir.
Este simple esbozo general de nuestra concepción
de la vida eterna, aunque apoyada sobre la observación y
el razonamiento, e indestructible en sus cuatro principios
elementales, está aún lejos sin embargo de no permitir
ninguna objeción; un cierto número de dificultades, al
contrario, pueden serle opuestas, y ya lo han sido, bien
por los partidarios de las antiguas teologías, o bien por
los filósofos anti-espiritualistas. Éstas son las principales
dificultades:
¿Qué pruebas podemos obtener de que nuestra
existencia actual sea una fase de una pretendida vida
espiritual? ¿Si el alma sobrevive al cuerpo, cómo puede existir sin materia y privada de los sentidos que la ponen
en relación con la naturaleza? – ¿Si preexiste, de qué
manera se ha encarnado en nuestro cuerpo, y en qué
momento? ¿Qué es el alma? ¿En qué consiste ese ser?
¿Ocupa algún lugar? ¿Cómo actúa sobre la materia? - ¿Si
hemos vivido con anterioridad, por qué en general no
tenemos ningún recuerdo? - ¿Cómo la personalidad de
un ser puede existir sin la memoria? ¿Nuestros recuerdos
están en nuestro cerebro o en nuestra alma? - ¿Si nos
reencarnamos sucesivamente de mundo en mundo,
cuando terminará esa transmigración, y para qué sirve?
etc., etc.
En vez de alejar las objeciones o de que parezca
que las desdeñamos, nuestro deber, nosotros que
buscamos la verdad y que creemos obtenerla solamente
por el trabajo, es provocarlas, al contrario, y obligarnos
por medio de ellas a no hacernos ilusiones y a no
imaginarnos que nuestras creencias estén fundadas e
inatacables. La ciencia marcha lenta y progresivamente,
y es sondeando la profundidad de los problemas y
atacando las cuestiones de frente que aplicaremos a
esos estudios filosóficos, la severidad y el rigor necesario
para asegurar a nuestros argumentos la solidez que les
conviene. La moderna revelación no desciende de la
boca de un Dios encarnado, sino de los esfuerzos de la
inteligencia humana hacia el conocimiento de la verdad.
Buscaremos en un próximo estudio saber cuál es
la naturaleza del alma, aplicando a este examen no los
silogismos de la logomaquia escolástica con los cuales
se ha perorado durante quince siglos sin llegar a nada
serio, sino los procedimientos del método científico
experimental al cual nuestro siglo debe toda su grandeza.
Hoy, hemos establecido un primer aspecto muy
importante del problema natural (y no sobrenatural) de
la vida eterna: es el de saber que nuestra vida actual
se desarrolla en el cielo, que forma parte de la serie
de existencias celestes que constituyen la vida universal,
y que estamos actualmente en el cielo de Dios, y en
presencia del Espíritu eterno, tan completamente como
si habitásemos otro astro cualquiera del gran archipiélago
estrellado.
¡Que esa certeza física inspire en nuestras almas
una simpatía más directa, más humana, hacia los mundos
que irradian en la noche, y que hasta ahora mirábamos
vagamente como siéndonos extraños! ¡Esas son las
residencias de las humanidades hermanas, las residencias
menos lejanas! Mirando una estrella que se eleva en
el horizonte, estamos en la misma situación que un
observador que contempla desde su balcón los árboles
de un lejano paisaje, o que se asoma sobre el parapeto de
un navío o del aerostato para examinar una nave sobre
el mar o una nube en la atmósfera; ya que la Tierra es
un navío celeste que boga en el espacio, y miramos a su
costado, cuando nuestros ojos se dirigen hacia los otros
mundos que aparecen y desaparecen siguiendo nuestro
surco. Sí, esos otros mundos son otras tantas tierras
análogas a la nuestra, mecidas en la extensión bajo los
rayos del mismo sol, y todas esas estrellas centelleantes
son soles alrededor de los cuales gravitan planetas
habitados. Sobre esos mundos, como sobre el nuestro,
hay paisajes silenciosos y solitarios. Sobre su superficie
también hay diseminadas ciudades populosas y activas.
Ahí también hay puestas de sol de nubes inflamadas y
amaneceres de mágicos deslumbramientos. Ahí también
hay mares de profundos suspiros, riachuelos de suave
murmullo, pequeñas flores de tiernas corolas, bañando
en el agua límpida sus cabezas perfumadas. Ahí también
hay tupidos bosques bajo los cuales reside la inalterable
paz de la naturaleza; ahí también hay lagos de tranquilos
espejos que parecen sonreír a los cielos, y montañas
formidables que levantan su sublime frente por encima
de las nubes cargadas de rayos, y que, desde lo alto de
los aires tranquilos, miran todo desde arriba. Pero en
esos variados mundos, hay además de esos panoramas
inenarrables, desconocidos de la Tierra, esa inimaginable
variedad de cosas y de seres que la naturaleza ha
desarrollado con profusión en su imperio sin límites.
¿Quién nos desvelará el espectáculo de la creación
sobre los anillos de Saturno? ¿Quién nos desvelará las
maravillosas metamorfosis del mundo de los cometas?
¿Quién nos desarrollará los mágicos sistemas de soles
múltiples y coloridos, dando a sus mundos las más
singulares variedades de años, de estaciones, de días, de
luz y de calor? ¿Quién nos hará adivinar sobre todo la
innombrable variedad de formas vivas que las fuerzas de
la naturaleza han construido sobre los otros mundos, con
la diversidad específica de cada mundo según su volumen,
su peso, su densidad, su constitución geológica y química,
las propiedades físicas de sus diversas substancias, en una
palabra, con la infinita variedad de la cual la materia y las
fuerzas son susceptibles? Las metamorfosis de la antigua
mitología no son más que un sueño, comparadas con las
obras universales de la naturaleza celeste.
Hemos esbozado hoy la situación cosmográfica
del alma en su encarnación terrestre. Nuestro próximo
estudio tendrá por objeto la naturaleza misma del alma,
y resolverá por ella misma las objeciones resumidas
más arriba. Es estudiando separadamente los diferentes
puntos del gran problema, que podremos conseguir
alcanzar la solución esperada desde hace tantos siglos.
1 Sirviéndome aquí de la palabra fe, no quiero atribuirle el sentido teológico
bajo el cual es aún empleada hoy. Hablo aquí de la fe científica, razonada, que
no es más que la consecuencia legítima del estudio filosófico del universo.
Revista Espírita (1869) Camille Flammarion
EN EL INFINITO Y EN LA ETERNIDAD Revista Espírita (1869) Camille Flammarion Astrónomo francés (1842-1925), autor de numerosas obras de popularización de la astronomía. En 1861 entra en contacto con Allan Kardec y Victor Hugo, y se dedica al estudio y divulgación del Espiritismo a través de obras como Dios en la naturaleza.
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CONVERGENCIA DE HECHOS
Hay doce puntos fundamentales respecto a los cuales se encuentran de acuerdo todos los espíritus que han transmitido mensajes.
En base a los rasgos comunes de esos mensajes, se puede establecer el siguiente cuadro:
1) Los espíritus afirman que el mundo espiritual, todos se encontraron en forma humana.
2) En el interín de un tiempo que puede ser más o menos largo, ignoran que están muertos.
3) Dicen que poco después del transcurso de la crisis preagónica, pasaron por la reminiscencia sintetizada y panorámica de los acontecimientos de su existencia.
4) Confirman haber sido recibidos en el mundo espiritual, por los espíritus de sus familiares y amigos fallecidos.
5) Casi todos afirman haber pasado por una fase más o menos larga de sueño reparador.
6) Casi todos dicen haberse encontrado dentro de un ambiente espiritual radiante y maravilloso; aquellos casos de fallecidos, moralmente normales; y en un ambiente tenebroso; aquellos moralmente depravados
7) Informan haber encontrado, que el ambiente espiritual, es un mundo objetivo, sustancial, real y análogo al medio ambiente terrestre, pero espiritualizado.
8) Supieron que esto se debía al hecho, que, el mundo espiritual, el pensamiento constituye una fuerza creadora, capaz de reproducir a su alrededor, el ambiente de sus recuerdos.
9) No tardaron en comprender que la trasmisión del pensamiento constituye el lenguaje espiritual, a pesar de que los espíritus recién llegados, se hacen ilusiones y creen comunicarse por medio de la palabra.
10) Han observado, que gracias a la facultad de visión espiritual, eran capaces de percibir los objetos por dentro y a través de ellos.
11) Han constatado, que los espíritus pueden transportarse instantáneamente de un lugar a otro, aunque sean muy distantes, gracias a un acto de voluntad, y pueden pasearse por el medio espiritual, o sobrevolar a cualquier distancia del cielo.
12) Igualmente, dicen saber que los espíritus de los fallecidos, gravitan, fatal y automáticamente, hacia la esfera que les conviene, gracias a la “ley de afinidad”.
- Ernesto Bozzano-
Adaptación: Oswaldo E. Porras Dorta
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EL CONSOLADOR PROMETIDO
Jesús prometió otro Consolador: es el Espíritu de Verdad, que el mundo no conoce aún, porque no tiene la suficiente madurez para comprenderle y que el Padre enviará para enseñar todas las cosas y para recordar lo que Cristo dijo. Pues, si el Espíritu de Verdad debe venir más tarde a enseñar todas las cosas, es porque Cristo no lo dijo todo; si viene para recordar lo que Cristo dijo, es porque eso fue olvidado o mal comprendido.
El Espiritismo viene, en el tiempo señalado, a cumplir la promesa de Cristo: el Espíritu de Verdad preside su institución, llama a los hombres a la observancia de la ley y enseña todas las cosas haciendo comprender lo que Cristo sólo dijo en parábolas. Cristo dijo: “Que oigan los que tengan oídos para oír”; el Espiritismo viene a abrir los ojos y los oídos, porque habla sin figuras y sin alegorías; levanta el velo dejado intencionalmente sobre ciertos misterios, y viene, por fin, a traer un consuelo supremo a los desheredados de la Tierra y a los que sufren, dando una causa justa y un fin útil a todos los dolores.
Cristo dijo: “Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados”; pero, ¿de qué forma se puede ser feliz, sufriendo, si no se sabe por qué se sufre? El Espiritismo le muestra la causa en las existencias anteriores y en el destino de la Tierra, donde el hombre expía su pasado; le muestra su objeto, indicando que los sufrimientos son como crisis saludables que conducen a la curación y que son la depuración que asegura la felicidad en las existencias futuras. El hombre comprende que merece sufrir y encuentra justo el sufrimiento; sabe que ese sufrimiento ayuda a su progreso y lo acepta sin murmurar, como el obrero acepta el trabajo que le debe valer su salario. El Espiritismo le da una fe a toda prueba en el porvenir, y la duda punzante ya no se abate sobre su alma; haciéndole ver desde lo alto, la importancia de las vicisitudes terrestres se pierde en el vasto y espléndido horizonte que devela, los infelices extraviados que, viendo el cielo, caen en el abismo el error. Creed, amad, meditad las cosas que os son reveladas; no mezcléis la cizaña con el buen grano, las utopías con las verdades. ¡Espíritas! Amaos: he aquí la primera enseñanza; instruíos, he aquí la segunda. Todas las verdades se encuentran en el Cristianismo; los errores que se han arraigado en él son de origen humano y he aquí que, más allá de la tumba, donde creíais encontrar la nada, hay voces que os claman: ¡Hermanos! Nada perece; Jesucristo es el vencedor del mal, sed los vencedores de la impiedad.
El Espiritismo viene, en el tiempo señalado, a cumplir la promesa de Cristo: el Espíritu de Verdad preside su institución, llama a los hombres a la observancia de la ley y enseña todas las cosas haciendo comprender lo que Cristo sólo dijo en parábolas. Cristo dijo: “Que oigan los que tengan oídos para oír”; el Espiritismo viene a abrir los ojos y los oídos, porque habla sin figuras y sin alegorías; levanta el velo dejado intencionalmente sobre ciertos misterios, y viene, por fin, a traer un consuelo supremo a los desheredados de la Tierra y a los que sufren, dando una causa justa y un fin útil a todos los dolores.
Cristo dijo: “Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados”; pero, ¿de qué forma se puede ser feliz, sufriendo, si no se sabe por qué se sufre? El Espiritismo le muestra la causa en las existencias anteriores y en el destino de la Tierra, donde el hombre expía su pasado; le muestra su objeto, indicando que los sufrimientos son como crisis saludables que conducen a la curación y que son la depuración que asegura la felicidad en las existencias futuras. El hombre comprende que merece sufrir y encuentra justo el sufrimiento; sabe que ese sufrimiento ayuda a su progreso y lo acepta sin murmurar, como el obrero acepta el trabajo que le debe valer su salario. El Espiritismo le da una fe a toda prueba en el porvenir, y la duda punzante ya no se abate sobre su alma; haciéndole ver desde lo alto, la importancia de las vicisitudes terrestres se pierde en el vasto y espléndido horizonte que devela, los infelices extraviados que, viendo el cielo, caen en el abismo el error. Creed, amad, meditad las cosas que os son reveladas; no mezcléis la cizaña con el buen grano, las utopías con las verdades. ¡Espíritas! Amaos: he aquí la primera enseñanza; instruíos, he aquí la segunda. Todas las verdades se encuentran en el Cristianismo; los errores que se han arraigado en él son de origen humano y he aquí que, más allá de la tumba, donde creíais encontrar la nada, hay voces que os claman: ¡Hermanos! Nada perece; Jesucristo es el vencedor del mal, sed los vencedores de la impiedad.
(EL ESPÍRITU DE VERDAD, París, 1860).
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DIOS Y EL UNIVERSO
Necesario es aclarar que no vamos a hacer una definición de DIOS, de esa Grandiosidad Cósmica, indefinible e incomprendida todavía por nuestra limitada inteligencia humana, pues, lo limitado no puede definir lo ilimitado. No obstante, para aquellos de vosotros que vuestra religión de herencia familiar os haya inculcado ideas de una Divinidad a semejanza del hombre de nuestro mundo, necesario es hacer algunas consideraciones que os ayuden a adquirir una idea más amplia de la Realidad Divina.
Comencemos por analizar el concepto de ese Dios que nos enseñaron desde la infancia, de ese “Dios” del Antiguo Testamento, implacable en su ira, celoso, vengativo y cruel; concepto admisible para humanidades de la edad de piedra formada entre la furia de los elementos, y sostenido también por los guías de las humanidades de las siguientes edades de barbarie, pero inadmisible en esta era de luces. El primer mandamiento dice: “Ama a Dios sobre todas las cosas”, y por otro lado presenta a un Dios celoso, iracundo y vengativo. Esto es un contrasentido porque nadie puede amar aquello que teme. Pero si consideramos a Dios como Amor permanente, origen de todo bien, que se da a quien quiere recibirlo, podremos llegar a comprenderlo mejor y amarlo; pero difícil resulta amar lo que no se conoce. Amemos a Dios, sí, pero amémosle en aquello que vemos y comprendemos, amémosle en sus criaturas, en su creación. Porque ese Dios que nos presentan con las imperfecciones de una humanidad atrasada como la nuestra es completamente inadmisible.
Ese “Dios” vengativo y cruel, hermanos míos, no existe, nunca ha existido; es creación mental de conciencias todavía poco evolucionadas. Ese Dios que exige adoración, que condena eternamente al hombre por el hecho de un momento de debilidad o pasión, o por no cumplir ciertos requisitos establecidos, ese Dios no existe, nunca ha existido.
La Realidad Divina es para nosotros los humanos algo imposible de concebir en su plenitud, y cualquier especulación filosófica y teológica que lo defina, no puede dar de Ella más que una idea vaga y una remota aproximación. Pero si bien como humanos no podemos someter a concepto esa Grandiosidad Divina, ya que ello sería limitarla, necesitamos, no obstante, tener una idea aun cuando nuestra limitada capacidad humana nos impida comprender su magnificencia.
Tenemos que admitir que existe una Sabiduría Cósmica, que existe un Poder Cósmico transcendente, del cual tan sólo percibimos algunos de sus efectos. Negarlo sería negarnos a nosotros mismos. Necesario es comprender y admitir que existe una FUERZA CREADORA UNIVERSAL, una Fuerza poderosísima que transciende al Cosmos infinito, a toda su manifestación física visible e invisible; así como espiritual en otras dimensiones desconocidas de los humanos, y que está inmanente en ellas, que vibra en ellas, lo cual podremos apreciar fácilmente en las múltiples manifestaciones de vida en constante transformismo y evolución.
Aun dentro de nuestra limitada inteligencia humana, tenemos que comprender que existe una causa primera; que hay una fuerza creadora. Pues, esa Fuerza Creadora, que crea vida en su propia esencia, existe: llamémosle Dios o como queráis. Dos aspectos hemos de reconocer, dentro de nuestra comprensión humana: el aspecto espiritual, ya que Dios es Espíritu, y el aspecto físico. El primero como el cúmulo de todo Poder, Sabiduría y Amor del Cosmos, que es el TODO-DIOS en su aspecto espiritual transcendente; y el segundo, como inmanente en su creación, que es el TODO-CÓSMICO, en su aspecto físico.
Energía Creadora, causa suprema de toda vida, de todo bien, Dios es el Poder Creador Universal y de las grandes leyes que transcienden a todas las galaxias distribuidas en el Cosmos infinito, y cuyas leyes los humanos no acertamos a comprender aún; pero que iremos comprendiendo a medida que vayamos evolucionando.
Y esa Energía creadora y renovadora, Fuerza poderosísima, Causa Suprema de toda vida y de todo bien, a lo que pobremente llamamos Dios, vibra permanentemente en amor hacia toda su creación. Amor que es armonía generadora de felicidad, por lo que, si queremos ser felices, unámonos a ÉL, vibrando como ÉL constantemente en amor.
Art. de : Sebastián de Arauco.
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