Para hoy tenemos:
- ¿ Qué habéis hecho del hijo que confié a vuestros cuidados ?
- Siempre en paz
- Gesto anónimo
- A los médiums
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¿QUÉ HABÉIS HECHO DEL HIJO QUE CONFIÉ A VUESTROS CUIDADOS?
“¿Qué habéis hecho del hijo que confié a vuestros cuidados?”
San Agustín,
(El Evangelio según el Espiritismo, cap. XIV, ít. 9)
En una sociedad en la que se valora el tener en detrimento del ser, lo natural es que se dé más importancia a tener hijos que a ser padres y madres.
El tener hijos está relacionado con la posesión y el dominio. Según esa visión, el hijo debe satisfacer las expectativas de sus progenitores, quienes lo consideran como un prolongamiento de ellos, un proyecto para realizar sus intereses o superar sus frustraciones.
Con el fin de lograr afecto, el hijo intenta atender a la voluntad de sus progenitores y, en ese proceso, tiene dificultad en desarrollar su identidad y puede perder la capacidad de decir no, de poner límite a las demás personas así como la espontaneidad en ser coherente con lo que piensa y siente.
Cuando no logra cumplir con las expectativas de sus progenitores o busca tomar decisiones según su propia voluntad, el hijo, aunque ya sea adulto, puede sentirse culpable, como si ello constituyera un fracaso, una falta de respeto o hasta una traición. Los progenitores, a su vez, pueden dejar de considerarlo como un buen hijo, pasar a tratarlo como un ingrato y cobrar por todo lo que le hicieron.
En esa relación de posesión y dominio, a la vez que el hijo pierde su individualidad, los progenitores no sólo conservan la suya, sino que no abren mano de su individualismo. Desean que los hijos estén a su disposición, pero ellos no están a disposición de los hijos. El tiempo de los progenitores es escaso para los hijos, pues ya está ocupado por otros compromisos y responsabilidades. De ese modo, los hijos se transforman en huérfanos de progenitores vivos.
Hay progenitores que se justifican diciendo que no tienen tiempo porque trabajan mucho para poder garantizar el bienestar de sus hijos. Aunque se trate de familias que pasan por necesidades, no de progenitores más interesados en sus carreras profesionales y en sus ambiciones personales, se debe tener en cuenta que el bienestar no se limita a lo material: los objetos no pueden sustituir el afecto. La mayor necesidad del ser humano es el amor.
La propuesta de la Doctrina Espírita con relación a este tema no es simplemente tener hijos, sino ser madres y padres. Para ello, es necesario comprender que el ser confiado a nuestros cuidados es hijo de Dios, no nuestro, lo que, lejos de eximirnos de nuestra responsabilidad, la resalta. Como madres y padres, tenemos el deber de orientar a los hijos en el camino del bien, y responderemos ante Dios por el modo como hayamos cumplido ese deber, que es una verdadera misión.
La herramienta fundamental para conducir a los hijos al bien es el amor. Solamente amando verdaderamente a los hijos es que podremos educarlos para que aprendan a amar, lo que favorecerá su perfeccionamiento y, por lo tanto, su bienestar, no sólo en la existencia presente, sino también en la vida futura.
Cuando hay verdadero amor, no hay espacio para la posesión y el dominio. Los hijos no están sometidos al autoritarismo de los progenitores, sino que deben cumplir con la voluntad de Dios, que los creó para ser Espíritus puros y, por ende, para desarrollar todas sus potencialidades. Les corresponde a las madres y a los padres colaborar, en todo lo que esté a su alcance, para que los hijos puedan alcanzar el nivel de progreso espiritual planeado para la existencia física actual.
Libres de la posesión y del dominio, los hijos maduran psicológicamente, desarrollan la capacidad de tomar decisiones y de asumir responsabilidades y, al tener respetada su identidad, cuentan con mejores condiciones de profundizar su proceso de autoconocimiento, indispensable a la transformación moral.
A pesar de que padres e hijos preservan su individualidad, en la educación para el amor no hay lugar para el individualismo, sino se demuestra, por el ejemplo, el bienestar que generan la abnegación, la renuncia, la paciencia, la ternura y especialmente la caridad en su triple aspecto de benevolencia, indulgencia y perdón.
La educación para el amor se dirige, pues, a la conquista de las realizaciones interiores, a diferencia de otros patrones educacionales que tienen como objetivo la adquisición de las realizaciones exteriores: una posición relevante en la sociedad, posesión de bienes materiales, triunfo político, artístico o cultural, entre otras. Las realizaciones exteriores pueden generar placer, que es siempre efímero, pero, sin la base de las realizaciones interiores, suelen desarmonizar al individuo, llevarlo al vacío existencial en la vida presente y comprometer desfavorablemente su futuro espiritual.
A fin de educar para la conquista de las realizaciones interiores, es necesario comprender que los hijos, como todos nosotros, son Espíritus inmortales, que tuvieron existencias corporales anteriores y que, por lo tanto, traen, al renacer, experiencias y tendencias propias. Desde pequeños, los niños manifiestan inclinaciones malas y buenas, provenientes de vidas pasadas. Debemos estar atentos y hacer todo lo posible para que los hijos superen las malas inclinaciones, sin esperar que ellas echen raíces profundas, a la vez que los ayudamos a fortalecer y a desarrollar las buenas tendencias.
Si, por nuestra responsabilidad, los hijos no progresan espiritualmente, los veremos entre los Espíritus que sufren, cuando podríamos haberlos ayudado a ser felices. En esa situación, torturados por remordimientos, solicitaremos reparar esa falta en una nueva existencia física, durante la cual envolveremos a esos hijos en mayores cuidados y sobre todo en amor.
Por otro lado, si hacemos todo lo posible por el adelanto moral de los hijos y no obtenemos el éxito deseado, nuestra conciencia puede estar tranquila. A pesar de la natural amargura que podamos experimentar por el fracaso de nuestros esfuerzos, Dios nos reserva el consuelo que proviene de la certeza de que ese fracaso es solamente una postergación, pues podremos concluir, en otra existencia, la obra que empezamos en esta, hasta que los hijos sigan por el camino del bien.
¿Qué he hecho del hijo que Dios confió a mis cuidados? Es una pregunta que siempre debemos hacernos, sin esperar el término de la existencia corporal, a fin de que podamos, desde ahora, cambiar, si es el caso, la educación que le estamos dando. Si es necesario cambiarla, debemos, ante todo, cambiarnos a nosotros mismos –educarnos a nosotros mismos para el amor–, pues, para educar a los otros, es fundamental nuestro propio ejemplo. En el proceso educacional de los hijos, por lo tanto, no sólo ellos pueden progresar espiritualmente, sino también nosotros, madres y padres.
Que, en lugar de tener hijos, seamos madres y padres a servicio de Dios, cocreadores de la obra divina, instrumentos de auxilio para que los hijos confiados a nuestros cuidados cumplan fielmente con el planeamiento establecido para su existencia física actual y sean hombres y mujeres de bien. Si así lo hacemos, también avanzaremos en el camino del bien y, juntos con los hijos, formaremos una familia unida por los lazos indestructibles del amor.
Simoni Privato Goidanich
Referencias bibliográficas:
- El libro de los Espíritus, Allan Kardec.
- El evangelio según el espiritismo, Allan Kardec.
- Serie Psicológica de Joanna de Ângelis
Siempre en paz
Una conciencia tranquila, que no trae remordimientos de actos pasados, ni teme acciones futuras, genera armonía.
Nada externo perturba un corazón tranquilo, que pulsa al compás del deber correctamente cumplido.
La paz merece todo tu esfuerzo para conseguirla.
Juana de Ángelis
Médium : Divaldo P. Franco
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GESTO ANÓNIMO
Casi siempre cuando
realizamos algún acto de bondad esperamos las gracias. Deseamos que alguien
reconozca nuestro acto, que al menos haya observado y percibido nuestro noble
gesto.
O, entonces, en el ansia
de ayudar a alguien, dejamos percibir
como nuestra dadiva puede ser embarazosa para una persona sensible. O,
aun, como pudo haber pensado quien lo recibe, el deber de la gratitud.
Dar es un acto de
sabiduría. Un escritor inglés habla de una familia más o menos prospera, que
cierta vez conoció.
Una tía suya, ya
anciana, vivía con pocos recursos y, por eso mismo con dificultades. Más ella
alimentaba verdadero horror a cualquier cosa que pudiese parecer caridad.
Cuando supo, a través de
un abogado, que la tía pobre y orgullosa había heredado una pequeña herencia de
un primo lejano, en verdad solamente algunas libras que serian gastadas en poco
tiempo, arreglo secretamente con el abogado para que fuese adicionada la
herencia a un capital considerable que el mismo providenció.
Así se hizo y la tía
vivió confortablemente, sin jamás sospechar de lo que hizo aquel bondadoso
sobrino.
En realidad, dentro del
círculo familiar encontramos, alguna veces, innumerables oportunidades de
auxilio oculto.
Se cuenta el caso de un
tal Sr. Hubert que encontró una excelente solución para un constreñido problema
de familia
El padre, que moraba con
el, había sido famoso por sus esculturas de madera. Con la edad, mucha de su
habilidad se perdiera.
Así, el anciano iba
frecuentemente a dormir con el corazón partido por constatar que no conseguía
esculpir antes.
Pues el Sr. Hubert tuvo
la idea de levantarse a la noche, en cuanto el padre dormía, para retocar el
trabajo que aquel hacia durante el día.
Con hábiles golpes,
corregía los defectos. Por la mañana, cuando el viejo padre se levantaba y
miraba el trabajo, decía satisfecho:
¡Nada mal! ¡Nada mal!
Aun voy a hacer alguna cosa muy bonita
de esto de aquí.
En determinado país
europeo existe una maternidad con un ala especial para las madres solteras.
Todas las veces que allí nace un bebe de una de esas mozas, llega un gran
ramillete de flores.
Con él, viene solamente
un mensaje: “de alguien que comprende.”
Durante años cientos de
mozas, sintiéndose abandaonadas y desesperadamente solas, han encontrado
esperanza, aliento para una nueva vida,
simplemente, por este acto de solicitud de una criatura anónima, jamás
identificada.
La dádiva secreta no
precisa ser muy cara o requerir mucho tiempo. Exige apenas percepción aguda y
un corazón que comprenda.
Cierto medico,
sabiendo que uno de sus pacientes
precisaba mucho medicamento caro, por encima de sus posibilidades, dispuso para
que una firma mayorista de productos farmacéuticos enviase el remedio necesario
con una etiqueta de “muestra gratis” colocada en el rotulo, mientras el mismo,
naturalmente, costeaba todo.
Tales criaturas que así
proceden entendieron muy bien lo que
nuestro maestro y modelo, Jesús, nos enseño: “no sepa tu mano izquierda lo que
de vuestra mano derecha…”
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Mucha gente lamenta no
poder hacer todo el bien que quisieran por falta de recursos suficientes.
Más con Jesús aprendemos
que, quien desea verdaderamente ser útil a sus hermanos, encontrará siempre el
medio de realizar deseo.
¿Quien existe que no
pueda donar de su trabajo, de su tiempo, de su reposo para el prójimo?
Esta es la dadiva mayor,
la que podemos considerar preciosa como óbolo de la viuda de que nos habla el
evangelio de Jesús
- Merchita-
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