jueves, 13 de septiembre de 2018

El instintivo temor a la muerte



    Temas a tratar :

-  La débil fe de los religiosos cristianos
- ¡  Quiero ir al Cielo !
- Igualdad de derechos entre el hombre y la mujer
- El instintivo temor a la muerte
-   Opinión espírita sobre las oraciones diversas





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        LA DÉBIL  FE  DE  LOS RELIGIOSOS                             CRISTIANOS

Jesús nunca manifestó ninguna inclinación sobre el Espíritu sacerdotal, nadie como Él ha estado más alejado de las formas y de las prácticas exteriores. 

Todo en Él es sentimiento, elevación de las ideas, pureza de corazón y sencillez. Los que se dicen sus sucesores , han ignorado sus intenciones y sus ideales; dejándose dominar por los intereses materiales, y han sobrecargado a la religión católica  con un aparato pomposo bajo el cual ha quedado sofocada  la verdadera idea cristiana. 

Los papas se hacen llamar su santidad y se dejan incensar. 
Se han olvidado de las palabras del Evangelio: “Pero vosotros no querráis que os llamen Rabí, porque uno es vuestro Maestro, el Cristo y todos vosotros sois hermanos”. (Mateo 23: 8). 

Es lamentable que después del progreso que la humanidad tiene alcanzado, aún nada sepa sobre su porvenir, nada de la suerte que le espera al final de su vida. Es muy débil la fe que se tiene en la inmortalidad, aún en aquellos que se llaman cristianos; a veces, sus esperanzas vacilan bajo el soplo helado de la duda, por falta de pruebas y convencimiento, porque la fe ciega es poco convincente. 

El Obispo y el Sacerdote tienen conocimiento de esta realidad, pero no tienen argumentos para convencer a sus fieles porque ellos mismos son víctimas de la duda; ellos conocen su 
debilidad y que están sometidos a su ignorancia, lo mismo que aquellos a quienes tienen la pretensión de dirigir y si no fuese por no comprometer su situación material y su propia dignidad, reconocerían su equivocación, impuesta por su iglesia, y dejarían de ser ciegos guiando a otros ciegos, porque no saben nada de la vida futura ni de sus verdaderas leyes, y se atreven a hacer de conductores de los demás; es el ciego que citan en los Evangelios: “Y si un ciego guiase a otro ciego, ambos caerían en el hoyo”. (Mateo 15:14). 

Las sombras han invadido el Santuario. No hay un obispo que explique algo sobre las condiciones de la vida en el más allá; una realidad que no se puede ocultar más. Los espíritus se manifiestan por todas partes, nos revelan la existencia de un mundo que la Iglesia Romana se empeña en negar, y dentro de ella reina la duda, la indiferencia y la incredulidad. Esta situación ya afecta al ciudadano común que se deja influenciar por un sentimiento de incredulidad. 

El ideal cristiano, tan manipulado y falseado, ha perdido su influencia sobre el pueblo, y la vida moral se ha debilitado. La sociedad, ignorante del verdadero objetivo de su existencia, se arroja sin miramientos a la conquista de los goces materiales. Ha empezado un periodo de desorden y de descomposición, periodo que conducirá a la negación total de todos los principios evangélicos. Ante esta grave situación el Mundo Espiritual se moviliza y revela un nuevo ideal :  el Espiritismo que con su evidencia puede desvelar todos los misterios, iluminar las conciencias, consolar a los afligidos y reunir a todas las criaturas en una sola creencia: la fraternidad, el amor y la tolerancia, en un mundo de paz y armonía, respetando los derechos y creencias de cada pueblo. 

Durante más de mil años la Iglesia ha dominado a su gusto al ser humano; ha modelado su alma; la sociedad entera ha seguido sus normas. Todos los poderes han estado en sus manos, la autoridad dependía de ella. Disponía con entera libertad de las almas y de los cuerpos, reinaba por la palabra y por el libro, por el hierro y por el fuego. Era soberana absoluta en el mundo cristiano. Ningún poder jamás ha sido superior al de ella. 

Pues bien, ¿qué ha hecho de esta sociedad que es obra de ella?. Los abusos, los excesos, los errores del sacerdocio han engendrado la duda; la imposibilidad de creer en los dogmas por ella creados es lo que ha llevado a esta humanidad a la duda y a la negación. 

La enseñanza de la Iglesia no ha conseguido satisfacer a las inteligencias ni a las conciencias. Sus seguidores se adaptan a ella porque es fácil y cómoda, pero en el fondo no hay fe auiéntica, no hay convencimiento, porque sus manifestaciones solamente son exteriores y materiales. 

-José Aniorte Alcaraz-

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¡QUIERO IR AL CIELO!

Amalia Domingo Soler
Libro: La luz del futuro

Siempre he sido amante de la verdad, y como en las visitas de pésame se miente tanto, nunca he acudido a ver a mis amigos en los primeros momentos de llorar al ser amado, sino después del duelo oficial, cuando en torno de la viuda afligida, o de la madre desolada no ha habido una caterva de seres indiferentes que llevan el luto en el traje y la alegría o la indiferencia en el alma.
Por eso, cuando Clementina perdió a su esposo, no fui a verla hasta que se quedó sola con sus hijos y sus recuerdos; Clementina estaba inconsolable. Yo, que ya tenía algunas nociones del Espiritismo, traté de hacerle comprender que tras la tumba germinaba la vida; pero Clementina se reía amargamente de mis palabras, diciéndome con triste ironía: -Los que se van, no vuelven, esos son cuentos de viejas y leyendas de ilusos; el Espiritismo es otra de las muchas farsas del mundo.
 Una noche que estábamos hablando sobre si los muertos se comunicaban o no, entró el doctor Sánchez, amigo íntimo que fue del esposo de Clementina, a quien ella respetaba muchísimo, por su preclaro talento; oyó nuestra charla, y sonriéndo bondadosamente, dijo en tono festivo: - Señoras: escucho con gusto su discusión sobre muertos y espíritus.
 Y exclamó Clementina: -Figúrese usted qué disparate sostiene Amalia, asegura que los muertos se comunican. Si tal cosa sucediera, ya hubiera venido mi Pepe a decirme: “¡Clementina, no llores, que aquí estoy yo!” El doctor la miró fijamente, y volviéndose a mí, me preguntó: -¿Es usted espiritista?
 -Quiero serlo. -Yo también. -¡Usted!... –gritó Clementina en el colmo del asombro. -Sí, yo; ¿Por qué te admiras? . -¿Usted, tan formal y tan sabio?...
  Mi Pepe decía que no había en el mundo dos hombres como usted. 
-Tu marido me miraba con los ojos del cariño, y éste es el cristal de más aumento que se conoce; pero dejando a un lado mi suficiencia, lo que yo puedo decirte es que hay muertos que se comunican; no diré que sean todos, pero yo he tenido pruebas innegables de la comunicación de los espíritus.
 -Explíquese, por Dios; cuénteme… ¡Ay, si yo pudiese hablar con mi Pepe!...
 -Si te hablo así, es para demostrar que es muy aventurado decir sin conocimiento de causa: tal cosa no puede ser. Creer a ciegas, denota sobra de ignorancia, y negar porque sí, escasez de entendimiento. Dudar es de sabios; creer, es de tontos; negar, es de locos. 
-¡Ah!, no; si usted me asegura que hay muertos que se comunican, lo creeré; me merece toda la confianza.
 -Lo que voy a contarte no es para convencerte de si es verdad o no la comunicación de los espíritus; por otra parte, creyendo ciegamente en mí, correrías peligro de engañarte, Clementina, el hombre puede abdicar de todos sus derechos, hacer donación de todos sus bienes, pero no de su criterio, ni de su corazón. Ahora escucha:

A los dieciocho años me enamoré de Lidia, hermosa criatura, de la que podía decirse como dice Campoamor: 
“Es tan bella esa mujer, que bien se puede decir: sólo por verla…, nacer; después de verla…, morir.” 
Durante un año, viví en el paraíso. Lidia me quería con delirio, y vivíamos el uno para el otro. Andrés, mi hermano mayor, que estaba viajando, al volver y al ver a Lidia, quedó prendado de su belleza y de su bondad; pero supo ocultar su admiración y arregló las cosas de manera que mi padre me hiciera marchar a Sevilla, para acompañar a un hermano suyo, Deán de la Catedral, que estaba enfermo. Aprovechándose de mi ausencia, mi hermano interceptó nuestras cartas, y dijo a Lidia que yo estaba resuelto a seguir la carrera eclesiástica, por cuya causa me había reunido con mi tío el Deán. Así pudo Andrés lograr que le concediera su mano, aunque no su corazón.
 Mi madre, cuyas ilusiones se cifraban en que yo fuera sacerdote, creyendo la infeliz, en su ignorancia, que así me abría las puertas del cielo, ayudó a mi hermano en su inicua obra. Se hizo  el casamiento sin yo saberlo; los novios se fueron a viajar, y mi madre vino a Sevilla, a prepararme para recibir el fatal golpe. Creía yo en el amor de Lidia con tanta fe, la creía tan buena… tan santa… tan pura… que cuando mi madre, después de decirme que Dios me llamaba para ser uno de sus ministros, me participó el casamiento de Lidia con mi hermano, perdí la razón, de cuyas resultas estuve más de dos años demente.
 Al recobrar la lucidez de mi inteligencia, supe que Lidia había muerto a los diez meses de casada. Mi pobre madre, arrepentida de su obra, se convirtió en mi ángel tutelar: no me abandonó ni un segundo mientras estuve loco, ni después de recobrar el juicio, e hizo bien, porque yo conservaba tal odio a mi hermano, que hubiera sido un segundo Caín sin remordimiento alguno.
Mi madre había ayudado a mi desgracia; pero empleó después todo su cariño en reparar el mal hecho. Viendo que rechazaba yo el sacerdocio eclesiástico, ella misma se encargó de buscarme esposa, y me casé con una joven muy buena, a la cual hablé con toda franqueza, porque la imagen de Lidia no se borraba de mi mente.
Me conformé a todo, y me casé por transigir, por complacer a mi madre y por ver si teniendo hijos vivía mejor. Tuve mucha suerte, pues mi compañera ha sido discretísima. Su dulzura y su conformidad consiguieron despertar en mi alma un hondo afecto, que era menos que amor y más que amistad.
Cinco hijos, dos mujeres y tres varones, inundaron mi casa de muñecas y caballos, y entre mi madre, mi esposa y mis hijos, para el mundo he sido un hombre feliz, mientras que me he creído desgraciado.
Mi hermano mayor se estableció en la Habana, desde donde sostenía correspondencia con mi madre. Así pasaron dieciséis años. Por fin, una mañana ella entró en mi despacho, llorando; se sentó a mi lado, cogió mis manos entre las suyas y me dijo: -Felipe, tu hermano Andrés se ha casado nuevamente. Quiere volver a su país; quiere que tú le perdones; quiere que yo sea la madrina de su primer hijo. Si él pecó, bastante castigo ha tenido. El rencor es propio de almas ruines, y como tú eres bueno, no me podrás negar lo que voy a pedirte. Reflexiona que cuanto mayor es la ofensa, es más grande el que perdona. Tu hermano te escribe: lee. Y me entregó una carta de Andrés, escrita con la mayor humildad, acompañada de algunas líneas muy expresivas de su esposa.
Por un momento se me representó mi juventud, mi perdida felicidad, la perfidia de mi hermano; pero la entrada de una de mis hijas, que vino a referirme sus cuitas con motivo de haberle roto su hermano una muñeca, hizo olvidarme de mi agitación, y al sentarla en mis rodillas miré a mi pobre madre, que me suplicaba con sus ojos, y le dije: -No puedo negarle a usted nada, madre mía. Cuando venga Andrés, iré con toda la familia al muelle, y nada le diré de lo pasado.
¿Está usted contenta? La pobre me abrazó y me besó como si yo fuese un chiquillo: parecía loca de alegría. Un mes después llegó mi hermano a Sevilla, acompañado de su esposa. Fuimos a recibirle. Cuando le vi, no le conocí: parecía un viejo setentón, y eso que aún no contaba cincuenta años. Yo, en cambio, tenía más de cuarenta, y nadie me echaba treinta.
 Al verle, me convencí de que en la culpa va la penitencia. Nos abrazamos fraternalmente. Mi  madre, emocionada, nos estrechó a ambos en su seno, exclamando: -¡Ahora ya no me importa morir! La esposa de mi hermano a todos nos fue muy simpática: era uno de esos seres vividores que se granjea el cariño de todos. Formamos todos una sola familia. Mi cuñada Anita intimó mucho con mi mujer; mi hermano se convirtió en abuelo de mis hijos, y tanto los mimó, que al preguntarles quién era Dios, decían que su tío Andrés.
Al ver aquel cuadro, me sentí conmovido, y decía para mí: Este hombre que hoy es la alegría de mi casa, fue ayer mi desgracia, la causa de mi locura y del perjurio de Lidia. ¡Pobre niña!... ¡Tan buena… tan hermosa!...
Seis meses después, se verificó el parto de Anita, que tuvo una niña preciosa: mi madre y yo fuimos padrinos. Se le puso por nombre Consuelo. Desde el nacimiento de aquella niña me sentí feliz, sin explicarme la causa entonces; el inmenso vacío de mi corazón se llenó por completo con las inocentes caricias de la niñita mimada de todos.
Entre Consuelo y yo se estableció un cariño tal, que ni ella quería estar con nadie más que conmigo, ni yo gozaba con nada, sino teniéndola en mis brazos y llenándola de caricias y de besos. Seis años, fui completamente feliz. Lo que turbaba mi dicha era que mi sobrina aún no tenía dos años cuando ya me decía: “¡Tío, quiero ir al cielo!” Frase  que repetía con frecuencia, especialmente cuando por las noches fijaba su expresiva mirada en las estrellas. De pequeña se crió robusta; pero al ir creciendo enflaqueció y se puso pálida. Sus grandes ojos adquirieron una expresión melancólica, y cuando comenzó a andar diríase que dejó de ser niña, convirtiéndose en mujer. Yo, como médico, adivinaba el germen de una enfermedad incurable. La hice pasar largas temporadas en el campo, al pie de la sierra, y prolongué sus días en la Tierra cuanto la ciencia puede prolongarlos. Dábamos largos paseos por la tarde, y aun me parece verla con su vestido blanco y sus largas trenzas, pues tenía un cabello hermosísimo, que nunca permití se lo cortaran.
Al regresar a casa solía detenerse mirando al espacio, a la vez que con la mayor dulzura me decía: -Tío, quiero ir allá… Y señalaba el horizonte. -¿Pero no estás bien aquí? –Le replicaba yo-; ¿No te queremos todos mucho?... ¿Qué deseas? Dímelo y te lo daré. -No te enfades –añadía ella cariñosamente-, yo no te puedo decir qué me falta, ni qué deseo… pero… ¡Quiero ir al cielo! Y como una luz que se apaga, se fue acabando la vida de Consuelo.
Predijo la hora de su muerte, sin equivocarse ni en un segundo; quiso que toda la familia rodeara su lecho; llamó a su padre y a mí, nos juntó las manos, y con una voz dulcísima que aún vibra en mis oídos, nos dijo: -¡No me lloréis, porque me voy al cielo!... Y quedó muerta con la suavidad de un pájaro que dobla la cabecita. Sus padres se resignaron, pero yo estuve próximo a perder por segunda vez la razón. No podía acostumbrarme a su ausencia. Iba frecuentemente a visitar su sepultura, cuando un año después oí hablar de Espiritismo, y sin decir nada a mi familia, asistí a una sesión espiritista.
 Evoqué mentalmente al Espíritu de Consuelo, y los médiums empezaron a escribir. Una joven, al terminar, dijo sonriéndose: -No entiendo lo que he escrito: no responde a las preguntas que se han hecho; es una comunicación de carácter íntimo, y hay un nombre desconocido. -¿Qué nombre es ese? –Pregunté con emoción. -Lidia. Al oír aquel nombre, no sé lo que experimenté; pero arrebaté a la joven el papel que tenía en la mano, y salí de la habitación llorando a lágrima viva. Dos amigos me siguieron, me calmaron, y cuando estuve tranquilo, uno de ellos me leyó la comunicación, y tantas veces la leí después, que quedó grabada en mi memoria. Decía así: “¡Pobre alma enferma! ¡Calma tu impaciencia! Para que salieras de ese mundo limpio de pecado, volví a la Tierra. ¡Ya has perdonado!... Y perdonadas te serán tus culpas en el cielo, donde te espera el Espíritu de tu Lidia”. No puedo describir la conmoción que experimenté: comprendí perfectamente que Lidia y Consuelo eran un mismo Ser. Entonces comprendí y me di explicación racional del ciego amor que yo había sentido por Consuelo.
 Sin necesidad de asistir a más sesiones, me convencí de que los muertos viven, y comprendí que estaba tan debilitado mi cerebro, que no le convenía recibir fuertes emociones. Pero desde entonces soy en secreto un convencido espiritista.

Clementina escuchó atentamente tan interesante relato y le sirvió de gran consuelo. Estudió luego las obras de Allan Kardec, y formó un grupo familiar, dirigido por el doctor Sánchez, el cual, siempre que tomaba el lápiz para ensayarse en la mediumnidad, trazaba las mismas palabras: “¡Quiero ir al cielo!”  

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                  " Dudar es de sabios; creer es de tontos; negar es de locos."

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IGUALDAD DE DERECHOS ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER

La lucha de las mujeres por la igualdad de derechos es una problemática en constante actualidad. Las mujeres, y las más de las veces sobradas de razón, se sienten discriminadas en multitud de aspectos; se sienten discriminadas en sus salarios, en sus comportamientos y en la valoración que se tiene hacia ellas, especialmente desde el colectivo masculino. Al margen de la exigencia de igualdad de derechos, desean poder vivir y realizarse dentro de las mismas ocupaciones, dentro de los mismos desempeños y obtener idéntica capacitación que los hombres, es decir, tener las mismas posibilidades y alcanzar la igualdad en todos sus aspectos, pudiendo conseguir idénticos puestos de responsabilidad.
Esta problemática no se puede, ni se debe, tomar a la ligera, debe ser estudiada en profundidad y desde una óptica espiritual, único método que podría dar luz sobre esa igualdad que demandan. Pero sin perjudicarlas, ni a ellas ni al conjunto de la sociedad, dadas las repercusiones que implica.
¡Qué duda cabe de que ésta sociedad evoluciona! ¡Quién duda hoy de los avances sociales, aunque sean lentos! Día a día, la distancia que separa las clases sociales es más pequeña, especialmente en los países occidentales, aun cuando en determinados países existan fuertes diferenciaciones, especialmente en Oriente Medio, donde la diferencia cultural y sobre todo religiosa es máxima.
En este artículo deseamos profundizar en todo aquello, positivo o contraproducente, que se aleja de las leyes naturales, de esas leyes que rigen el destino del ser humano y que proporcionan a cada individuo las condiciones y experiencias que le hacen diferente. ¿Existe mucho camino por recorrer? ¡Cierto! Y en ese camino, los espíritas deben poner en valor los conocimientos espirituales, pues esos conocimientos son la única guía en estos momentos que la civilización se encuentra inmersa en pleno cambio de catalogación planetaria, con todo lo que ello representa.
El mundo y esta sociedad están cambiando, y así debe ser y así sucederá, pues tal es la ley de evolución, progresar constantemente con el impulso de las leyes universales, las leyes instauradas por el Gran Arquitecto desde la creación del universo para establecer seguridad y equilibrio a toda su creación. Y estos cambios deberán nacer desde una sólida base espiritual y moral.
¡No todo sirve! ¡No todo cambio resulta adecuado o conveniente! Difícilmente, el individuo podrá pasar de las cadenas de la represión al desenfreno del libertinaje; todo guarda su justa medida, sus parámetros, su métrica y su equidad. No hacerlo equilibradamente llevaría de vuelta a la barbarie y al retroceso de los valores y la ética, los fundamentos de las relaciones humanas. Cabe preguntarse:
¿Por qué las diferencias entre sexos?
¿Por qué unas personas nacen en países ricos y adelantadas socialmente, mientras que otras nacen destinadas a pasar miserias y calamidades? ¿Cuáles son las causas de este trato dispar?
¿Qué significado encierran tantas diferencias sociales, tanta aparente injusticia e insolidaridad que se ponen de relieve desde el nacimiento?
Difícilmente podrá encontrarse una respuesta adecuada si se desconocen las causas originarias de esta desigualdad. “Todos los seres humanos somos iguales ante la ley, no ante la ley de los hombres, que por defecto es imperfecta. Somos iguales ante la ley de Dios, que nos ha creado iguales a todos sin excepción. Todos tenemos los mismos objetivos, los mismos derechos, así como las mismas obligaciones; no hay diferencia ninguna, todos somos creados iguales y con las mismas metas a conseguir, pero esto no se nos debe escapar, iguales como espíritus creados para alcanzar la perfección”. Y para ello necesitamos infinidad de experiencias de todo tipo, de multitud de situaciones y circunstancias diferentes, a fin de ir demostrando los valores que llevamos dentro”.
“Dios creó iguales a todos los Espíritus, pero cada uno de ellos ha vivido más o menos tiempo y ha adquirido también más o menos experiencia. La diferencia reside, pues, en su grado de experiencia y también en su voluntad, que es el libre arbitrio. De ahí que unos se perfeccionen con más rapidez, lo que les da aptitudes distintas. La diversidad de aptitudes es necesaria a fin de que cada cual pueda contribuir a las miras de la Providencia dentro del límite del desarrollo de sus energías físicas e intelectuales. Lo que uno no hace, lo realiza el otro. Así cada cual desempeña su rol con provecho. Puesto que todos los mundos son solidarios entre sí, es muy necesario que los que moran en los mundos superiores, que en su “mayoría han sido creados antes que el vuestro, venga a habitar la Tierra para daros el ejemplo. 
Libro de los Espíritus, capítulo IX; pregunta 804 sobre la ley de igualdad.
Sabemos a ciencia cierta que el espíritu carece de sexo, y este es un factor determinante para analizar las causas de muchas situaciones de la vida cotidiana. Situaciones que sin este condicionante podrían ser fuente de malentendidos y, en consecuencia, la vía para actitudes erróneas. Debemos entender que el espíritu puede encarnar bien hombre o mujer, dependiendo siempre de sus necesidades evolutivas, de su necesidad de desarrollar unos determinados valores, valores activos o pasivos, masculinos o femeninos.
Evidentemente, el cuerpo físico del hombre es más fuerte, más rudo; su instinto, su sensibilidad es, por naturaleza, diferente al de la mujer, y a la hora de programar una vuelta a la carne, una vuelta a otro cuerpo físico, puede elegir hacerlo como hombre o como mujer, de acuerdo a sus necesidades. Si quiere desarrollar los valores pasivos, tales como la ternura, el cariño, la entrega y la dedicación familiar, entonces resulta definitorio el cuerpo femenino que le habrá de brindar mejores condiciones para ello.
Al espíritu le es indiferente utilizar un cuerpo de hombre o de mujer, sabe que ha de pasar por todas las pruebas y experiencias que cada rol presenta, e ir atesorando las cualidades íntimas que como espíritu lleva inherentes, y que para ello unas veces experimentará como hombre y otras como mujer. Y cuando desde el plano espiritual programe una futura existencia, no lo hará caóticamente, sino que analizará con detenimiento las condiciones de su retorno a la carne, buscando aquellas que más se adecúen a sus necesidades y carencias. Es en ese proyecto que tomará las decisiones más coherentes para sus aspiraciones como espíritu.
Dios, Infinita Sabiduría, Amor y Justicia, ha creado unas leyes universales que igualan a todas sus criaturas. Nadie recibe privilegios y a nadie priva de las experiencias necesarias para su progreso evolutivo. Resultaría absurdo e incongruente que el Supremo Hacedor crease espíritus hombres y espíritus mujeres, sería inconcebible que Él, que no es hombre ni mujer, que es energía cósmica, infinita en sus perfecciones, discriminase Su Propia Obra. Todo espíritu ha sido creado a su imagen y semejanza, no en cuanto a la forma, porque Dios carece de forma, sino en el espíritu. Sus criaturas son asexuadas, es decir, carecen de sexo; son chispas divinas puestas a evolucionar, para que por sí mismas, por su esfuerzo y trabajo, vayan acercándose a la fuente de la que proceden y con todas sus potencialidades desarrolladas.
Todas las personas, absolutamente todas, nacen un sinnúmero de veces, nacen bien hombres, bien mujeres, porque para su evolución es necesario que así suceda. Y así sucede, pues cada condición ayuda al desarrollo y puesta en práctica las cualidades íntimas de cada criatura. Por esa ley de evolución, todos experimentaremos la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, y todas las condiciones que la vida humana ofrezca. Y esto no debería sorprender a nadie, pues cada circunstancia llega a su debido tiempo. Impera la ley natural que impulsa al individuo al auto-descubrimiento personal y la evolución de ese ser espiritual que se esconde dentro de cada cuerpo físico.
El desconocimiento de esta gran ley, la ley de igualdad, otra de las grandes leyes universales que rigen los destinos humanos, puede llegar a confundir y a tomar decisiones equivocadas ante decisiones trascendentes. ¡Cuántos seres hay que, comprendiendo su necesidad de alternar sexos en las vidas futuras, lo demandan conscientes de su necesidad de evolucionar equilibradamente! Saben que carecen de determinadas cualidades, mientras que ya dominan otras. Simplemente ocurre que, cuando acceden a un cuerpo físico, sus deseos e intenciones quedan veladas, olvidan los condicionantes de su planificación en el mundo astral y se rebelan, luchan contra su nueva condición humana y rechazan la necesidad de cambiar de sexo, de cambiar hábitos, conductas y actuaciones. La comodidad de lo aprendido y lo cotidiano les arrastra y les bloquea ante la nueva situación, les paraliza en su aprendizaje de nuevos comportamientos y actitudes.
Inclusive, este cambio de rol conduce a muchos seres al rechazo de su nueva condición sexual. Una serie de vidas continuadas dentro de un mismo sexo suele imponer condicionantes al manifestarse con un sexo diferente. Y vemos ese rechazo llevando a infinitud de personas a vivir confundidos sobre la nueva orientación sexual. Gestos, ademanes, sensibilidades, viejas actitudes, esas cualidades que se auto-transfieren de una vida a otra puede delatar el sexo que fuimos en el pasado, si fuimos hombres o mujeres y si vivimos un rol masculino o femenino.
Si no se alcanza una mínima y conveniente planificación y preparación antes de encarnar, bien podrían ocurrir situaciones de esta índole. Y esta falta de preparación motiva que personas que han nacido en un cuerpo masculino se sientan mujeres y no se adapten a su nueva condición, y viceversa. Este rechazo a la nueva condición sexual propicia, en muchos casos, que el individuo busque cambiar de sexo, de alterar su cuerpo físico, y esto es algo que la medicina actual puede fácilmente conseguir. No obstante, desde estas páginas respetaremos siempre cualquier postura que se tome al respecto, pues serán, en todo momento, decisiones y consecuencias estrictamente personales (ley de causa y efecto, karma o acción y reacción), si bien debemos insistir en que estas decisiones deben tomarse desde el conocimiento espiritual de la propia condición.
© Amor, Paz y Caridad, 2018
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        EL INSTINTIVO TEMOR A LA MUERTE


730. Puesto que la muerte debe conducirnos a una vida mejor, librándonos de los males de nuestra actual existencia, y por tanto aquélla es más de desear que de temer, ¿por qué le tiene el hombre un horror instintivo, que hace que le tenga tanta aprensión? - Os lo dijimos: el hombre debe tratar de prolongar su vida para cumplir con su tarea. Por eso Dios le ha concedido el instinto de conservación, y dicho instinto le sostiene en medio de las pruebas. A no ser por él, con sobrada frecuencia se dejaría llevar por el desaliento. La voz secreta que le hace rechazar la muerte le dice que  todavía puede realizar algo en pro de su adelanto. Cuando un peligro se cierne sobre él, es una advertencia para que aproveche la prórroga que Dios le otorga. Pero el ingrato casi siempre da gracias a su buena estrella y no a su Creador.
- El Libro de los Espíritus-

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            OPINIÓN ESPÍRITA SOBRE LAS 

                  ORACIONES DIVERSAS


El Espiritismo reconoce como buenas las oraciones de todas los cultos, cuando son dictadas por el corazón y no con los labios; no impone ni censura ninguna de ellas; Dios es muy grande, según él, para rechazar la voz que le implora o que canta sus alabanzas, porque lo hace de un modo antes que de otro. Todo el que anatematizase las oraciones que no están en su formulario, probaría que desconoce la grandeza de Dios. Creer que Dios se vincula a una fórmula, es atribuirle la pequeñez y las pasiones de la humanidad. 


Allan Kardec. 
Libro de oraciones. 


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