jueves, 4 de noviembre de 2010
La ciencia y el Espiritismo
Siendo Dios la causa primera de todas las cosas, el punto de partida de todo, el fundamento cardinal sobre el que descansa el edificio de la Creación, es también el asunto que debemos estudiar en primer lugar para entendernos.
Es un axioma elemental que se juzgue la causa por sus efectos, aun cuando la causa no sea visible. La ciencia va más allá todavía; calcula la potencia de la causa por la potencia del efecto y aún puede determinar la naturaleza de ella. Así es como la Astronomía, por ejemplo, en conocimiento de las leyes que rigen el Universo ha supuesto la existencia de planetas en ciertas regiones del espacio: se han buscado, se han encontrado los planetas indicados de ese modo, y se puede decir que se han descubierto en realidad antes de haber sido vistos. En otro orden de hechos más vulgares; quien se encuentra envuelto por una densa niebla, juzga que el Sol ha salido por la claridad difusa que la penetra. Si un ave que se mece en los aires es mortalmente herida, y por consecuencia cae como un cuerpo inerte, se supone que un hábil tirador a quien no se ha visto ni se ve, le ha acertado con su arma mortífera. No siempre es necesario haber visto una cosa para saber que existe, y en todo, por la observación de los efectos se llega al conocimiento de las causas.
Otro principio elemental como el anterior y que pasa por axioma a fuerza de ser evidente, es que todo efecto ordenado debe proceder de una causa inteligente.
Si se pregunta quien es el inventor de tal ingenioso mecanismo, el arquitecto de tal monumento, el escultor de tal estatua o el pintor de tal cuadro, ¿Qué se diría del que contestase que se había hecho solo? Cuando se ve una obra maestra de arte o de industria, se dice que debe ser producto de un hombre de genio, porque sólo una alta concepción puede haber precedido a su confección, se supone sin embargo, que un hombre lo ha hecho, porque se sabe que la cosa no es superior a la capacidad humana; pero a nadie se le ocurrirá el pensamiento de que puede ser producto de la cabeza de un idiota o de un ignorante, y aún menos, que sea el trabajo de un animal o el producto de la casualidad.
En todas partes se reconoce la presencia del hombre por sus obras. Si se llega a un país desconocido, aunque desierto, si se descubre el menor vestigio de obras humanas, se deduce que está o ha estado habitado por hombres. La existencia de los hombres antidiluvianos no se probaría sólo por la presencia en los terrenos de aquella época de fósiles humanos; sino también, y no, con menor certidumbre, por la de objetos trabajados por los hombres. Un fragmento de vaso, una piedra tallada, un arma, un ladrillo, bastarían para atestiguar su existencia. Por lo grosero o acabado del trabajo, se reconocería el grado de inteligencia y adelantamiento de los que lo habían hecho. Si, pues, se encontrase en un país, sólo habitado por salvajes, una estatua digna del cincel de Phidias, no se vacilaría en decir que, siendo incapaces los salvajes, en producir tal maravilla de arte, debía ser obra de una inteligencia superior a la de los salvajes.
Pues bien; mirando cada cual en torno sobre las obras de la naturaleza; al observar la previsión, la sabiduría, la armonía que presiden a todas, se reconoce que no hay ninguna que no sea superior al más alto alcance de la inteligencia humana, puesto que el mayor genio conocido en la Tierra sería incapaz de producir una sola hoja de la hierba más humilde. Y puesto que la inteligencia humana no puede producirlas, es forzoso que sea el producto de una inteligencia superior a la del hombre. Esta armonía y esta sabiduría que se extiende desde el grano de arena hasta los astros innumerables y de tamaño inconmensurable que circulan en el espacio, hay que deducir que esta inteligencia abraza lo infinito, a menos de admitir que hay efectos sin causa.
La existencia de Dios es por lo tanto un hecho demostrable, no sólo por la revelación, sino también por la evidencia material de los hechos. Los pueblos más salvajes no han tenido revelación, y sin embargo creen instintivamente en la existencia de un poder sobrehumano, porque los salvajes más rudos tienen los elementos del raciocinio que pueden sustraerse a las consecuencias de la lógica; ven cosas superiores a la capacidad de la inteligencia humana y deducen que proceden de un ser superior a la humanidad.
No es dado al hombre sondear la naturaleza íntima de Dios. Temerario empeño sería el de quien pretendiera levantar el velo que le oculta a nuestra vista: nos falta aún el sentido necesario para ello, el cual no se adquiere sino con la completa purificación del Espíritu. Pero si no puede penetrar su conciencia, dada su existencia con premisas, se puede por el raciocinio, llegar al conocimiento de sus atributos necesarios, porque viendo lo que no puede ser sin dejar de ser Dios, se deduce lo que debe ser.
Sin conocer los atributos de Dios sería imposible comprender la obra de la creación. Es el punto de partida de todas las creencias religiosas; y por no haberse referido a ellas como el faro que podía dirigirlas, es por lo que la mayor parte de las religiones han errado en sus dogmas. Las que no han atribuido a Dios la omnipotencia, han imaginado diferentes dioses; y las que no han atribuido la soberana bondad, han hecho de Él un Dios celoso, colérico, parcial, y vengativo.
Dios es la suprema y la soberana inteligencia. La inteligencia del hombre es limitada, puesto que no puede hacer ni comprender todo lo que existe. La de Dios que abraza el infinito, tiene que ser infinita. Si fuese limitada en un punto cualquiera, se podría concebir un ser aún más inteligente, capaz de hacer y comprender lo que el otro no hiciera, y así hasta lo infinito.
Dios es eterno; es decir, que no ha tenido principio ni tendrá fin. Si hubiera tenido principio, es que habría salido de la nada; pero esta nada, que es una pura abstracción del entendimiento, nada puede producir; o bien habría sido creado por otro ser anterior, y entonces este otro ser sería Dios. Si se le supusiera un principio o fin, se podría concebir otro que hubiera existido antes que Él o que pudiese existir después de Él, y así siguiendo hasta lo infinito.
Dios es inmutable. Si estuviese sujeto a mudanzas, las leyes que gobiernan el Universo no tendrían estabilidad alguna.
Dios es inmaterial. Es decir, que su naturaleza es diferente de todo lo que nosotros llamamos materia: de otro modo no sería inmutable, porque estaría sujeto a las transformaciones o mudanzas de la materia.
Dios no tiene forma apreciable por nuestros sentidos, pues sin eso sería materia. Nosotros decimos: la mano de Dios, el ojo de Dios, la boca de Dios, porque el hombre que no conoce cosa superior a Él, se toma punto de comparación de todo lo que no comprende. Esas imágenes en que se representa a Dios bajo la figura de un anciano de larga barba y cubierto con un manto, son ridículas. Tiene el inconveniente de reducir al Ser Supremo a las mezquinas proporciones de la humanidad: desde lo cual, a prestarle las pasiones de la humanidad y hacer de Él un Dios colérico y vengativo, no hay más que un paso.
Dios es omnipotente. Si así no fuera, podría concebirse un ser más poderoso, y así siguiendo hasta que se encontrara al ser a quien no se pudiese exceder en potencia, y ése sería el verdadero Dios. No habría hecho las cosas, y las que Él no hubiera hecho serían producto de otro Dios.
Dios es soberanamente justo y bueno. La sabiduría de las leyes divinas se revela así en las cosas más pequeñas como en las más grandes, y esta sabiduría no permite dudar de su justicia ni de su bondad. Estas dos cualidades suponen todas las demás: si se las supusiera limitadas, aunque no fuese sino en un punto, se podría concebir un ser que las poseyera en alto grado, y que por tanto sería superior a Él.
Lo infinito de una cualidad excluye la posibilidad de la existencia de una cualidad contraria que la aminoraría o la anularía. Un ser infinitamente bueno, no puede tener la menor sombra de malignidad, ni ser infinitamente malo, del mismo modo que un objeto no puede ser de un negro absoluto con el viso de blanco, ni un blanco absoluto con el menor viso negro.
Dios no podría ser al mismo tiempo bueno y malo, porque no poseyendo una ni otra cualidad en grado absoluto, no sería Dios; todo estaría sujeto al capricho y no habría estabilidad en nada. No podría ser por tanto, sino infinitamente bueno o infinitamente malo: siendo infinitamente malo, no podría hacer nada bueno, y como sus obras dan testimonio de su sabiduría, de su bondad y de su próvido amor, hay que deducir que no pudiendo ser a un mismo tiempo bueno y malo, sin dejar de ser Dios, debe ser infinitamente bueno.
La soberana bondad supone la soberana justicia; porque si se tratara injustamente o con parcialidad en una sola circunstancia, o respecto a una sola de sus criaturas, no sería soberanamente justo, y por consecuencia no sería soberanamente bueno.
Dios es infinitamente perfecto. Imposible es concebir a Dios sin lo infinito de las perfecciones; sin esto no seria Dios, porque se podría concebir un ser que poseyera lo que a Él le faltase; y así para que ninguno le supere, es preciso que sea infinito en todo. Siendo los atributos de Dios infinitos, no son susceptibles ni de aumento ni de disminución, pues sin eso serían finitos y Dios imperfecto. Suprímase por el pensamiento una partícula de uno solo de sus atributos y ya no sería Dios, puesto que podría concebirse un ser más perfecto.
Dios es único. La unidad de Dios es la consecuencia de lo infinito de sus perfecciones. No podría existir otro Dios sino a condición de ser igualmente infinito en todo; pues de haber entre ellos la más pequeña diferencia, el uno sería inferior estaría subordinado al superior, y éste solo sería Dios. Si hubiera entre ellos igualdad absoluta, sería desde toda la eternidad un mismo pensamiento, una misma voluntad, un mismo poder; y confundida así su identidad no sería en realidad sino un solo Dios. Si cada cual tuviese atributos especiales, el uno haría lo que el otro no hiciese; y no habría entre ellos igualdad perfecta puesto que ni uno ni el otro tendrían el soberano poder.
La ignorancia del principio de lo infinito de las perfecciones de Dios, es la que ha engendrado el politeísmo, culto de todos los pueblos primitivos, que atribuían a la divinidad todo poder que les parecía superior al de la humanidad. Más tarde, los progresos de la razón han conducido a confundir todos estos poderes en uno solo; y luego, a medida que los hombres han comprendido la esencia de los atributos divinos, han suprimido de sus símbolos las creencias que envolvían su negación.
En resumen, Dios no puede ser Dios, sino a condición de no ser aventajado en nada por ningún otro ser; porque el ser que fuera superior a Dios en cualquier cosa que fuese, aunque no montase el grueso de un cabello, ése sería el verdadero Dios, por eso es preciso que sea infinito en todo.
Así es como, comprobada la existencia de Dios por sus obras, se llega por simple inducción lógica a determinar los atributos que le caracterizan.
Dios es, pues la soberana y suprema inteligencia: único, eterno, inmutable, inmaterial, omnipotente, soberanamente justo y bueno, e infinito en todas sus perfecciones, y no puede ser otra cosa. Tal es el fundamento en que descansa el edificio universal, es el faro cuyos rayos se extienden por el Universo entero, y el único que puede guiar al hombre en la investigación de la verdad. Siguiéndole nunca se extravía, y tantas veces que se ha extraviado, es por no haber seguido el camino que le estaba indicado.
Este es también el criterio infalible de todas las doctrinas filosóficas y religiosas. El hombre tiene que juzgarlas con una medida rigurosamente exacta en los atributos de
Dios; y puede decirse con certidumbre que toda teoría, todo principio, todo dogma, toda creencia, toda práctica que esté en contradicción con uno solo de estos atributos, que tendiera no ya a anularlos, sino a disminuirlos, es un error, está fuera de la verdad.
En filosofía, en psicología, en moral, en religión, sólo es verdad lo que no se aparta un ápice de las cualidades esenciales de la divinidad. La religión perfecta sería aquella cuyos artículos de fe estuvieran de todo punto en consonancia con esas cualidades; cuyos dogmas pudieran sufrir las pruebas de esa confrontación sin menoscabo alguno.
La escuela que reconoce a Dios como causa primera, y admite el progreso indefinido del Espíritu, no pertenece a los sistemas impíos, ni a las científicas aberraciones. La ciencia está con todos los hombres de buena voluntad. No es la iglesia católica la privilegiada, no; porque para Dios no hay privilegiados. Todo hombre que le ame en Espíritu y en verdad, todo aquel que cumpla fielmente con su santa ley, y busque en la caridad y en la ciencia el progreso eterno de su alma, ése será siempre grato a los ojos de Dios, sea cual sea la religión que profese.
¡La ciencia es la herencia de Dios, y todos los hombres son sus herederos!
¡La ciencia no posee ni ésta ni aquélla religión, porque llegará a ser un día el patrimonio de la humanidad; y en la sublimidad de la ciencia, está la divinidad de la religión!
Por Amalia Domingo Soler
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