Ciertos hombres muy cartesianos, aún impregnados de la concepción anticuada del «animal-máquina», concuerdan en sólo reconocer un instinto vulgar en las manifestaciones de la inteligencia animal. Esta actitud oscurantista está lejos de sorprendernos; la facultad así discutida se debe a que no son esos hombres que tienen la fortuna de aparecer en plena luz para reproducir a su entera voluntad esas experiencias científicas. Schopenhauer bien ha juzgado a esos negadores al decir que la inteligencia es rechazada en los animales «porque los primeros la poseen en muy poco grado.»
El principio inteligente en los animales no ha llegado a su individualización porque se encuentra en un ciclo de evolución obligatoria en razón de las leyes de la Naturaleza, es decir, en una constante evolución, hasta que dicho principio se individualice y se transforme en alma al llegar a la humanización o estado hominal, fase en la cual podrá ejercer su libre albedrío para elegir entre las cosas bellas o feas, en una perpetua búsqueda de lo mejor para sí mismo, según el grado de elevación de su propia alma. «De esta manera, mientras que en cada hombre existe un yo distinto y conciente de sí mismo que domina nuestras acciones, el fragmento divino de cada animal no está aún individualizado», ha constatado el Dr. Raoul Montandon en su obra: Del animal al Hombre. Este fragmento divino es una derivación de una reserva común de inteligencia divina denominada alma-grupo animal, que distribuye sus principios-directores para cada especie en medio de sus múltiples ramificaciones. Y las «conciencias» animales están sujetas ciegamente a esta ley invisible; las mismas obedecen a sus impulsos sin buscar comprender la Esencia Divina, a la manera –salvando la debida distancia– de esos médiums simples pero llenos de fe: como Juana la pastora, cuando sus dones del Cielo la pusieron en presencia de hechos supranormales.
Como las divinidades que se ocultan en la sombra de los templos herméticos, el alma-grupo no se muestra a los ojos de los hombres, lo que hace que frecuentemente éstos estudien minuciosamente la maravillosa máquina animal, pero se olviden de buscar al misterioso conductor. Ellos admiran de buen grado la perfección de sus mecanismos, pero solamente se contentan diciendo: «¡Qué curioso!», calificando así las manifestaciones profundas de la inteligencia universal. De esta manera, ellos no aceptan que nuestros hermanos llamados inferiores tengan ese Don Divino que la Naturaleza les ha dado desde el origen de las especies, a fin de suplir la ausencia de imaginación creadora: inteligencia inspirada y genial, en una palabra, Inteligencia Divina.
Hay en el Universo todos los inventos llamados humanos; existe todo aquello que los hombres han encontrado, y también hay todo lo que falta descubrir. La Creación no deja lagunas. «Dios tiene una cantidad infinita de facultades infinitas», ha escrito Víctor Hugo. Si está en el destino del hombre descubrir laboriosamente todas esas cualidades del Cosmos, catalogadas con el vocablo «invento», a fin de merecer esa dicha y acelerar su evolución, los animales –al igual que las plantas– tienen la ocasión de pasar por las leyes y técnicas científicas desde el origen de los tiempos.
Tal vez sea una de esas reglas misteriosas que a veces rigen a los números, regla que se encuentra aplicada en toda su rigurosa simplicidad en las perfectas construcciones. Así, la abeja, desde que es abeja, construye sus celdillas de cera siguiendo la forma de un hexágono regular, usando las propiedades del número seis con la misma espontaneidad genial que lo hace el copo de nieve al reflejar la estructura que lo compone. Igualmente, sin ser ningún geómetra y sin conocimientos científicos, el caracol moldea su caparazón siguiendo la curva de un espiral matemáticamente irreprochable. ¿Y dónde el castor ha aprendido el arte de calcular exactamente el ángulo propicio para construir el dique que edifica con la corriente del río? En materia de arquitectura, las hormigas no son menos sorprendentes: éstas construyen las galerías subterráneas del hormiguero en medio de pilares reunidos por un arco de medio punto, cuyo conjunto han conseguido soldar con un cierto cimiento que ellas secretan.
Los modestos gusanos primitivos y todos los animales marinos, desde las grandes profundidades hasta las luces de situación multicolores, son los depositarios de la luz fría. El pez torpedo y el gimnoto aniquilan sus enemigos con una descarga eléctrica viva tan fuerte como nuestra corriente eléctrica doméstica. El menor de los peces sumergiéndose con una facilidad tan natural sin llegar al fondo, demuestra el principio del submarino. Sus congéneres, los anablépidos de América tropical, poseen verdaderos ojos periscópicos que les permiten ver al mismo tiempo lo que sucede en el agua y en el aire. Para conducirse en el vuelo, el murciélago emite ultrasonidos que rebotan en los obstáculos a la manera de un radar. Pájaros e insectos son claramente los primeros representantes del avión y del helicóptero.
Si los hombres –Ícaros ambiciosos– tienen éxito al posar el avión, ellos no pueden rivalizar con los aterrizajes flexibles e instantáneos de las aves que no exigen ningún terreno de aviación, aterrizajes que siempre se efectúan sin accidentes. La rapidez de todas esas maravillosas máquinas no dejan de sorprendernos, si tomamos en consideración la velocidad en función del tamaño del cuerpo que se desplaza. Sin embargo, ciertos animales, sin duda los más prosaicos, usan esas sabias técnicas para reflejar los actos más comunes de la vida humana, pero con menos problemas de su parte.
Trabajadoras infatigables en la colmena, las abejas depositan la miel en los panales, los cuales son después cerrados herméticamente. Otros previdentes maestros de la casa, las hormigas, se dedican a la cría de pulgones, mientras que sus colegas, las termes, prefieren cultivar champiñones en los jardines. El pez pescador es menos casero: sus gustos lo llevan a la pesca con «caña», con la cual la Naturaleza lo ha dotado, fijada sobre el dorso, siendo que en la punta de dicha caña están colgados anzuelos y cebos luminosos. En cuanto a la jibia, da a quien quiera seguirla, lecciones de escondite; este molusco enturbia el agua con un líquido oscuro que secreta para esconderse de sus enemigos. El arte del camuflaje evidencia además los atributos de un gran número de animales que se valen del mimetismo: mariposas multicolores que se confunden con las flores que liban; orugas que tienen el color de la hoja que devoran; serpientes verdes, al igual que el color de las lianas de donde se cuelgan; siluros con escamas móviles, algunas veces pardas y otras veces amarillentas, según el lugar donde estén: una roca o bajo la arena. Son innumerables los ejemplos de mimetismo, del cual el más popular es ciertamente el camaleón.
Otra manifestación del alma-grupo animal, que inquieta mucho a los naturalistas, es el famoso sexto sentido de las palomas mensajeras y de las aves migratorias. Guiadas por el invisible conductor, estas últimas eligen el momento meteorológico propicio para dejar el país, cuyo clima se ha vuelto inclemente, y son orientadas sin ningún error de ruta hacia tierras lejanas más hospitaleras, efectuando así un largo viaje a través de los mares, a pesar de la ausencia de puntos de referencia «aparentes» y de los riesgos de desvío del viento. Es necesario observar con qué fuerza imperiosa el Consejero invisible precipita a la pobre ave enjaulada –por ejemplo, una codorniz– contra las barras de su prisión, cuando ella siente que el instante ha llegado, en el cual sus hermanas se agrupan para el gran viaje.
En materia médica, los animales están igualmente lejos de ser ignorantes; intuitivamente saben prevenir y curar una enfermedad, evitándola mejor que los hombres, sobre todo cuando permanecen en su estado natural, peyorativamente llamado «salvaje». Ciertos animales parecen peritos en esa materia, tales como la tortuga, la carpa o el buitre, que tienen el record de longevidad al alcanzar o pasar la edad de 300 años. Contrariamente a tantas intemperancias humanas, los animales nunca comen sin que tengan hambre y jamás beben sin que sientan sed. Si la fatiga los acomete, es preciso admirar la posición de relajamiento total en que su cuerpo se armoniza para recuperar las fuerzas perdidas. Observad a ese joven perro que al sentirse descompuesto entra en un prado y elige con seguridad la hierba que lo ha de ayudar a eliminar su molestia. Le hicimos ver personalmente a un cazador de perdices lo que hacían las mismas después de ser heridas no mortalmente: ellas cambian de plumaje –como si fuese una autocirugía– para conservar su salud; uno a uno son extirpados por su propio pico los plomos descargados por el dueño cruel de la escopeta, siendo que las heridas resultantes de esta verdadera operación se cicatrizan rápidamente, gracias al apósito formado por las propias plumas.
Antes de concluir recordamos aún otra forma, entre tantas, que la Ciencia Divina aplica en los animales: el genio organizador de las sociedades de los insectos. Naturalistas como Henri Fabre o filósofos como Maurice Maeterlinck han reunido –mejor de lo que nosotros podríamos hacer– una multitud de observaciones interesantes sobre la vida de las abejas, de las hormigas y de las termes. Diríamos sencillamente que la mejor referencia que pueda testimoniar a favor de esas notables sociedades, es la estabilidad de su régimen, cualidad verdaderamente poco difundida entre los numerosos modos de gobierno de los hombres. Así considerados, nuestros pequeños hermanos –los animales– no aparecen más como simples máquinas, como pensaba Descartes, movidos solamente por el instinto, sino como verdaderos «médiums» que incorporan el Conocimiento Divino. Aquí, donde los investigadores franceses están dando los primeros pasos en la comprensión de este tema, acertando y equivocándose, los animales se encuentran siempre en el camino de la verdad primera, y es por esto que nosotros debemos no sólo amarlos como hermanos, sino también protegerlos como criaturas de Dios.
Tomado de la Revista Damas Espiritas Amalia
«La grandeza de una Nación y sus progresos morales pueden evaluarse por el modo con el que tratan a los animales.»
-Gandhi-
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