Ya se ha hablado mucho a respecto de la violencia. De aquella que existe en las calles y alcanza a personas aparentemente inocentes.
La cifra diaria habla de asaltos, de asesinatos, de secuestros. Y parece que ya nadie está a salvo.
Se comenta también de la violencia de esposos embriagados o en desequilibrio, agrediendo a las esposas.
Se habla de padres atormentados o en desespero, que agreden físicamente a sus hijos, provocándoles lesiones corporales o hasta la muerte.
Todo esto choca y muchas veces se yerguen para protestar, proteger, sugerir soluciones.
Existe, no en tanto, otro tipo de violencia no menos cruel. Sin embargo no siempre percibida por los demás, porque queda cubierta por la cobardía.
O tal vez exactamente porque se pasa entre las cuatro paredes del hogar.
Hablamos de ancianos obligados a excesiva labor por sus propios hijos.
Ancianos que ya trabajaron mucho y hoy, dependientes económicamente de aquellos que engendraron, son obligados a realizar tareas superiores a sus fuerzas, ya deterioradas.
Correr tras de las criaturas durante todo el día, providenciar la limpieza de la casa, lavar y planchar ropas, ir al supermercado.
Aunque la vista ya se presente muy turbia y tengan dificultades para distinguir si la señal está abierta para los coches o para ellos.
Y cuando la ropa no este bien planchado o la comida del gusto que era esperado, oyen reclamaciones y acusaciones de que no valen ni el incomodo que causan.
Son hermanos dependientes de otros hermanos, por problemas de enfermedades o por ser menores, que deben amargar el pan que reciben para alimentarse, todos los días.
Pan que tiene gusto a hiel.
Hijos pequeños que soportan todos los días los gritos y las agresiones verbales de padres frustrados en sus pasiones o en sus sueños.
Violencia en el hogar que traduce, en verdad, la violencia que hay en el alma de cada uno.
Cada uno de nosotros denuncia en sus actos su verdadera identidad. Buena o mala.
Tal vez alguna de nosotros no llegamos a los extremos que hablamos. Con todo, estamos en el medio camino.
Por eso, si la conciencia nos dice que estamos siendo muy agresivos, mal educados y descuidados con nuestros afectos, paremos pronto.
Si nuestros gritos y reclamaciones están alcanzando a padres ancianos y enfermizos, recordemos cuanto de ellos recibimos.
Cuantas noches de insomnio cuando nosotros, cuando nos sentíamos enfermos. Cuantos cabellos cubrimos nosotros mismos con la blancura de la nieve, con nuestras rebeldías y caprichos.
Y ni por eso, nos dejaron de amar. Siempre continuamos siendo para ellos las eternas criaturas que un día ellos alentaron.
Ahora sus manos y cara arrugada nos piden calma, cariño, atención.
Es lo mínimo que les podemos ofrecer, como dadiva de gratitud por todo lo que recibimos.
¿El trabajo como terapia? ¡Excelente! Más no en exceso, que les debilite aun más las pocas fuerzas que tienen, o les preocupe al punto de perder el sueño.
Si nuestro mal humor está siendo descargado sobre hermanos menores o de cualquier otra forma dependiente, recordemos, antes, que no fue el acaso que así lo providencio.
Son las Leyes Divinas las que colocaron al más débil bajo nuestro cuidado. Es la Providencia Divina la que nos encomienda a aquellos mismos que antaño, de una u otra forma, machucamos o hasta robamos.
Si nuestros hijos pequeños están recibiendo la descarga de nuestras frustraciones, comencemos a actuar de forma diferente.
Los que renacen en la carne son siempre Espíritus en la escala del progreso. Normalmente, no es fácil el recomienzo, la retomada de los compromisos.
Paciencia es lo que nos piden. Cuidados. Y amor.
Aprendamos a respetar en la criatura la inocencia del Espíritu que aun no se reveló por entero.
Y en los cabellos blancos de la vejez la experiencia y los dolores de los que ultrapasaron los años en el trabajo y en la lucha.
Redacción de Momento Espirita
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